Hablabas en lenguas ajenas a la razón de las palabras.
El sol carcomía tu piel y la ilusión de los placeres, que fueron ajenos a ti y a la desgracia de tu vida.

¿Habrá comprendido el mundo aquel mensaje de tu alma?
El que sonaba en las viejas arterias de tus débiles sentidos, que hacían vibrar el dolor de la desgracia de tus manos.

La cita en la misma esquina, al andar los habitantes, que hacían voltear sus miradas con la ira hacia tu voz, que no pronunció enunciados ni discursos entendibles; pero en cada silencio y sonido articulado, buscaba decirnos del alma y la locura en nuestras vidas.
El rostro bañado en pobreza, y suciedad de tantos días, formaba un adorno vulgar a la belleza y sus prejuicios. Tu cuerpo, un altar de la angustia: la carne cocida a los huesos y la piel desmejorada; ante la rabia de los años y el capricho del destino.

La música, el clamor del espíritu, por eso hacías sonar los acordes mal posados en las cuerdas; y ganar así la fe de las próximas mañanas, en la piedad de los hombres, y unas míseras monedas.
Con tus sonidos tan extraños, lejanos a rítmica entendida, a la armonía de los sonetos. Tu talento incomprendido; que jamás sería descubierto.
En ese instrumento afligido: una guitarra golpeada ante el tiempo, que no completó su forma, ni su rítmica afinada, y que a falta de algunas cuerdas, nunca alcanzó los tonos mayores.

Sabías escuchar las risas de los más privilegiados, que osaban burlar tu vida y la impotencia de tus labios; decían conocer la ciencia y el misterio en las estrellas; eso crecía la fuerza que exaltaban en sus pechos.

Jamás les reprochaste; el silencio es un bello refugió de los seres entendidos.

No mereciste morir, aunque la muerte no sea un merecimiento. Tu vida, era un mísero precio, más mísero que el peso devaluado de tus bolsos, que ambicionaron los hombres que acabaron con tus días.
La tierra secó tu cuerpo, y demandó lo que en algún momento fue parte de su fruto. Tu nombre se fue entre pasos presurosos, y nadie veló tu cuerpo, ni la pena de tu ausencia.
¡Murió el famoso mudo, el que tocaba una guitarra sin cuerdas, y buscaba cantar una estrofa de la historia de su alma!

No volverán tus sonidos, ni la fuerza de tus manos, al fin tus rígidas lenguas, se han callado para siempre.