Un destello entre las estrellas, por Daniel Guajardo

 

Despierto con el cuerpo entumecido, los ojos secos y la lengua rasposa. Es normal, los folletos instructivos insistían que no debía alarmarme, porque esta será la peor resaca de mi vida.

 

En algunas horas estaré gozando de mis vacaciones soñadas en otro planeta, descanso, playas y muchachas desnudas, docenas de ellas por cada uno de nosotros. Me reiré de Claudia y sus dietas y sus depresiones lunares, me reiré de mis compañeros de trabajo con horario fijo y quince minutos para almorzar. Pero más que nada reiré de mi jefe y su desliz con la mujer de su mejor amigo, a carcajadas porque gracias a él estoy aquí. Este crucero no es económico.

 

Me reiré… pero no todavía. La mordedura del frío es intensa y no puedo mover los brazos ni las piernas. Debía salir del sueño frío en un ambiente climatizado y amable, setenta y dos horas antes de llegar a destino, con resaca, aunque esto es mucho peor que una horrible resaca. ¡Esto es una tortura!

 

Un destello me ciega con su resplandor cálido, mis ojos lagrimean por el malestar. Los abro, ¡ay!, la migraña y las palpitaciones… quiero gritar de dolor. Esto no es lo que prometían los folletos. Veo todo borroso, pasan los minutos y logro distinguir el vidrio a pocos centímetros de mi rostro. El fulgor me golpea otra vez por un segundo y ahora puedo ver bien donde estoy.

 

Sigo en el sarcófago de sueño frío, conectado a las máquinas, a las agujas y mangueras. Soy un cadáver que respira. No puedo moverme, estoy apresado en un tejido elástico que apenas da espacio para respirar. El corazón me golpea con fuerza debajo de las costillas. Siento la cabeza inflamada, como si me encontrara con los pies para arriba. Contengo mis ganas de gritar de dolor, el destello me encandila otra vez y ahora puedo distinguir con claridad lo que hay del otro lado. Veo los ataúdes del resto de los turistas, alineados en perfecta simetría a lo largo y ancho de la galería tubular. Y por los vidrios en su parte superior puedo ver sus rostros azules, apacibles.

 

Ellos duermen y yo estoy despierto a mitad de camino, esperando mi muerte. Al llegar a destino vendrán a despertarme y solo encontrarán una momia reseca con expresión de espanto en la cara.

 

Mi corazón ya no palpita con tanta fuerza, tal vez está guardando sus energías, preparándose para las largas horas de agonía que me esperan por delante. La resaca ya no palpita estridente entre mis ojos. Me doy cuenta de que estoy tranquilo, o debería decir que no tiene sentido estar angustiado ahora, sabiendo que soy un fiambre. Ya habrá tiempo para desesperar, luego.

 

Algo golpea mi sarcófago, es un golpe fuerte que triza el vidrio en una de sus esquinas. Alcanzo a ver de reojo lo que me golpeó, es el torso de una mujer, desnudo, congelado, partido a la altura de la cintura con sus entrañas cristalizadas. Su cabeza intacta tiene un gesto de ensoñación, apacible, que me recuerda a Claudia después de hacer el amor.

 

Otros cadáveres entran y salen de mi campo de visión, y entre ellos veo trozos de metal retorcido y chamuscado. Sobre mi frente, apenas perceptible en el ángulo de la ventana, distingo el boquete por el que entra un nuevo rayo de luz cegadora. La siento cálida en mi rostro y por escasos segundos agradezco ese calor ante la hipotermia.

 

El destello se acaba. Tuerzo la cabeza a un lado para ver mejor con un solo ojo hacia mi perdición. El boquete es grande y está a pocos metros de mí. Detrás del forado, en el paño de oscuridad absoluta, se distingue el brillo de cientos, miles de estrellas que parecen amarradas entre sí, una al lado de la otra, en movimiento constante.

 

La belleza de esa breve visión, opacada por el resplandor de dos estrellas en un sistema binario, logra quitarme el aliento por algunos minutos. No tengo idea en qué lugar del espacio estamos ni por qué la nave gira sin rumbo hacia su destrucción en alguno de esos soles. Y creo que no tiene sentido hacerme ese tipo de preguntas ahora.

 

Claudia solía decir que se puede vivir con miedo y angustia hacia lo inevitable, sabiendo que no hay nada que hacer para impedirlo. Veo su cara cuando cierro los ojos en el siguiente fulgor, y me sonríe. Maniática, supersticiosa, depresiva, me dijo que me fuera, creo que para probar mi lealtad luego de tantos años viviendo juntos, y yo me fui tan campante de su vida, soñando despierto con este viaje que me alejaría de ella y del mundo por siete años reales, apenas tres meses para mí.

 

—¡Voy a morir! —grito y me quedo sollozando, soñando con el abrazo tibio de Claudia en las noches de invierno. El esfuerzo de gritar deja mi garganta en llamas.

 

Oigo un silbido, tenue, muy leve, y me entrego de lleno a la desesperación… ¡a la mierda con una filosofía de vida basada en la aceptación! Mi sarcófago está perdiendo oxígeno.

 

Una luz se enciende a la izquierda de mi rostro, parpadea roja y luego verde. Algún sistema de seguridad secundario se acaba de activar, siento la inyección de calmantes y doy gracias, ay Dios, gracias. Lo lamento Claudia, de verdad lo lamento. El resto del mundo me importa un huevo.

 

Doy gracias porque no me voy a enterar de mi propia muerte, y dejo que el sopor de las drogas me engulla de regreso hacia la oscuridad.

 

 

 

 

 

 

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Sobre daniel guajardo s.

daniel guajardo s.Corrector de estilo. Desarrollador Wordpress. Profesor en la UNAB. Enamorado de Lucía Gabriela, papá de Amanda Luna. Habitante de Chile. Coautor de PSIQUE, con cuentos publicados en Poliedro 3 y 4, Fabricantes de Sueños 2009, y otras publicaciones online. Actualmente desarrollo tres novelas. Si quieres saber más, accede a mi Blog histórico. Además mantengo dos blog de divulgación, uno para periodistas digitales y otro para escritores profesionales. En eso me entretengo cuando logro robarle una hora al sueño.

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