El partido está por empezar en el estadio La Pirca. Es la decimotercera fecha del torneo oficial de Tercera División, Grupo 5. Alfonso Catalán, el árbitro, es un hombre de carnes rosadas, algo rollizo, y con el frío intenso del lugar parece un fantasma, mirado desde lejos. Catalán, en el centro del campo, le hace un gesto con la mano al arquero de Brasil, el maltratado Brasil de Putaendo. “¿Está listo?”, le pregunta. “Déle nomás”, le contesta desde su guarida Alexis Jamett.

Son las siete y media de la tarde del miércoles 18 de octubre. La oblicua luz del sol cae entre los árboles y Jamett lleva un gorro sobre su cabeza, más por cábala que por comodidad. En el primer ataque del rival, Trasandino de Los Andes, de camiseta verde, se adelanta con facilidad y embolsa la pelota como un gato. “Vamos, mierda”, grita al hacer el saque con el pie, más alto que largo.

La bola vuelve casi de inmediato, pegada al botín derecho de Francisco Bravo, el 11 de los enemigos, que viene solo como la muerte. Está por cumplirse el cuarto minuto de juego. Remata abajo y cruzado.

Jamett tiene presente la promesa que le hizo a Irene, su madre, un par de horas antes en su casa de San Felipe, cuando lo pasaron a buscar para ir a la cancha.    “Mamita, jugamos con Trasandino, el equipo que nos ganó 17-1 en la primera rueda. Yo no jugué esa vez, no tengo miedo. Si me hacen un gol, seguiré luchando”, le había dicho. “Alexis, si las cosas van mal, sólo tienes que dar lo mejor de ti”, fue la respuesta de Irene.

Al gol de Bravo le siguen cinco más en el primer tiempo. El tercero es el que más le duele a Jamett. Un compañero le da un pase corto hacia atrás, del cual se aprovecha David Córdova, el 9 de los verdes. “Les dije que saliéramos por las orillas, conchesumadre”, grita el arquero de Brasil.

Hay tres tiros que dan en los postes y Jamett parece un gallo de pelea, jugándose el pellejo. Saca pelotazos imposibles: arriba, abajo, con el pie derecho, el izquierdo, con el estómago, mano cambiada, en doble y hasta en triple instancia. Los adversarios están decepcionados cuando se completa la primera mitad: 6-0 es muy poco.

El sueño de Jamett es ser profesional y el próximo año pedirá una prueba en San Felipe para jugar en Segunda. Al volver del camarín, tras el descanso, una mujer junto a la reja le toca el hombro y le dice “bien”. Él la mira a los ojos.

Trasandino regresa con rabia. El séptimo cae en cosa de segundos, pero Jamett evita varias veces el octavo. Le dan como bombo en fiesta y en una jugada, después de hacer tres tapadas, dos de ellas con los pies, se queda en el piso, sobándose un glúteo, lastimado en tan poco ortodoxa manera de atajar. En el noveno gol se repite la escena, pero esta vez tiene que ir a buscar el balón a la red, tras dos soberbias paradas. “Los rebotes, huevón. ¿Y si ganan algún rebote?”, les dice a sus estáticos defensas. Ellos miran para otro lado.

Jamett tiene 22 años y se gana unos pesos como ayudante de jardinero, junto a su abuelo materno. Está soltero, sin compromiso, y estudió en el Liceo de Hombres de San Felipe. La primera vez que jugó al arco fue a los 10 años en Tierra Amarilla, más al norte, donde vive Ramón, su padre, con quien pasó un par de temporadas. Irene y Ramón están separados.

El partido es una injusticia. Trasandino, el equipo más poderoso de la zona, versus Alexis Jamett, que sigue volando de palo a palo, pese a todo. Muerto de cansancio, después de impedir el undécimo gol, trata de disfrutar una tregua, botado sobre el pasto tras el tiro desviado. Y la bola que vuelve de inmediato: los suplentes de Trasandino están detrás de su arco como pasapelotas. Él los mira con odio.

Cuando resta la mitad del segundo tiempo, en los verdes entra Manuel de la Fuente, un fornido central llegado desde Curicó. Lo mandan al ataque y se convierte en el mejor debutante de la casi centenaria historia de Trasandino: anota los goles undécimo, decimotercero, decimocuarto, decimoquinto y decimoséptimo.

El partido termina justo después de que Córdova decreta el 18-0. Jamett ha evitado más de treinta veces la caída de su valla, pero sabe que eso no aparecerá en los libros. Luego, cuando está en el camarín, los rivales se arriman para felicitarlo. “Eres el arquero más digno que he enfrentado en mi vida”, le dice Córdova, autor de seis afrentas.

Antes de abandonar el estadio, Juan Solís, el esforzado presidente de Brasil, le pide al técnico, su hijo Juan Carlos, que reúna a los jugadores. Llegaron a los ciento dos goles en contra, en once partidos, todavía sin puntos, pero no hay recriminaciones. Solís le pasa dos lucas a cada uno para la micro. Jamett es el último en acercarse y Solís le dice “gracias por haber venido”.

Lo más difícil para Jamett es enfrentar a Irene, de vuelta en casa, a medianoche. Al verla se le caen las lágrimas. Se demora un buen rato en contarle que le hicieron dieciocho goles. “Pero no importa, mamita, fui el mejor de la cancha”, le dice. Ella le da un beso en los ojos.

Publicado originalmente en LUN, en octubre de 2006

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