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En los olimpos artísticos se supone que, por lo general, la ambición desmedida se paga caro. En ese sentido, “A. I. Inteligencia artificial” es culpable. Lo hermoso es que en este caso los pasos en falso no bastan para contrapesar la densidad y absoluta belleza que transmiten las imágenes.

Desde que la cinefilia se transformó en ocupación de tiempo completo, los fanáticos lo han gastado (o perdido) gustosamente imaginando los proyectos que sus directores favoritos acariciaron, pero nunca llevaron a cabo. El misterioso Rey Lear de Orson Welles (del que aparentemente existen unas cuantas secuencias), Las afinidades electivas de Coppola, La batalla de Leningrado de Sergio Leone, La lista de Schindler según Billy Wilder, Gershwin por Martin Scorsese o La dalia negra de David Lynch, forman parte de una suerte de limbo cinematográfico del que, aparte de decenas de suposiciones, muy rara vez surge algo en limpio. Eso, salvo que la obsesión por llevar a cabo tal o cual “proyecto imposible” sea muy fuerte.

Inteligencia artificial (A.I.), el filme que Stanley Kubrick no llegó a dirigir y que ahora se estrena cortesía de Steven Spielberg, es el último y tal vez el mejor ejemplo de estas resurrecciones fílmicas. No es el caso más polémico, pero sin duda que esta producción de Kubrick, que consideró la idea durante una década antes de abandonarla, y Spielberg – que “heredó” el proyecto, lo reescribió y luego rodó en tres meses y medio- , tiene tanto sabor a sacrilegio como a milagro.

Sacrilegio, porque este supuesto matrimonio entre las sensibilidades de los directores de El resplandor y El imperio del sol ha hecho que muchos contemplen al filme como un monstruo de dos cabezas. Milagro, porque las preguntas y respuestas que produjo esta fusión son decididamente valiosas y únicas en el cine de los últimos años. Tal cual.

Eso sí, habría que hacer una advertencia. A.I. Inteligencia artificial no es “la obra maestra instantánea”, la película póstuma del canon kubrickiano o una rara combinación entre E.T. El extraterrestre, y 2001: Odisea del espacio. Una vez que todas las comparaciones están en el bolsillo, recién es posible ver el filme no como uno, sino como tres ambiciosos relatos: un denso cuento de hadas para adultos (basado ostensiblemente en Pinocho), una gigantesca fijación edípica, una empeñosa meditación sobre la naturaleza humana.

Sería fácil sacarse el problema de encima argumentando que los primeros temas son puro Spielberg y el último ciento por ciento Kubrick, pero hasta el argumento podría desmentirlo.

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EL CUENTO DE HADAS

En un futuro donde los polos llevan tiempo derretidos, la cibernética se declara lista para crear un robot capaz de establecer un vínculo emocional con su dueño, una máquina que puede devolver “el amor” que (en teoría) le entregan. Un matrimonio cuyo hijo enfermo está sometido a hibernación, recibe al primer prototipo: David (Haley Joel Osment), niño mecánico que una vez programado se entrega por entero a llenar el vacío experimentado por Mónica, su “madre”.

Entonces, Martin, el verdadero hijo, despierta. La rivalidad entre los hermanos se desata y Mónica no está en posición de elegir: en vez de devolver el robot a la fábrica, donde lo destruirán, lo abandona a su suerte en el bosque, donde él y Teddy (su súper osito de peluche) deberán valerse por sí solos. En su desesperación, David recuerda la historia de Pinocho y de cómo el Hada Azul transformó al muñeco de madera en un niño de verdad. De ahora en adelante su vida quedará consagrada a encontrar al Hada, rogarle que lo transforme en humano y, como tal, regresar a casa.

(Advertencia: el análisis de esta película obliga a contar el final, de modo que los que no la han visto tal vez deberían abstenerse de leer lo que está en cursiva).

Tras vagar por el bosque, David termina preso en la Feria de la Carne, suerte de campo de exterminio donde los humanos encierran y destruyen a los robots de maneras horribles, y en su escape es protegido por Gigolo Joe, un androide prostituto (mitad Lobo Feroz, mitad Fred Astaire) que ha optado por servirse de los humanos tal como éstos se sirven de él. Joe será el encargado de conducir a David hacia Man-Hattan, el fin del mundo, la ciudad sumergida (y, en el fondo, el Monstruo o Leviathan del cuento de Pinocho). Pero en vez del Hada Azul, el niño robot encuentra allí a su creador – el profesor Hobby (Geppeto, el demiurgo, ¿Kubrick?)- quien lo modeló a imagen y semejanza de su fallecido hijo. Incapaz de lidiar con la idea de ser el primero de una serie lista para la venta, David se sumerge en las profundidades, donde, en los restos de un parque de Coney Island, al fin encuentra al Hada. No es más que una estatua, pero el chico reza y reza ante ella hasta que las luces de su nave se apagan, el océano se congela y su pila se agota. Trascurren dos mil años durante los cuales la raza humana se extingue. David es el último vestigio de la humanidad y es descongelado por una suerte de meta-robots, quienes deciden cumplir su máximo deseo: por un solo día podrá volver a casa, volver a mamá.

Las referencias al cuento infantil en la obra de Spielberg no son novedad: ya habían aparecido en Encuentros cercanos del tercer tipo, cuya banda sonora viene plagada de citas de “When You Wish Upon a Star”, la canción principal del Pinocho de Disney, y en la que su protagonista (Roy Neary) está obsesionado con entrar en la inmensa nave azul. Lo realmente interesante es notar que esos lazos también están presentes en Kubrick.

La humanidad a la que al comienzo aspira David no es muy distinta de la que percibe la computadora HAL-9000 – en 2001- en el preciso momento en que el comandante Bowman comienza a desconectarla: HAL, que se había jurado sobrehumana al eliminar a la tripulación, termina aferrándose a la vida y cantando una canción de cuna. La máquina “descubre” la naturaleza humana justo cuando acepta su propia falibilidad (cualidad esencial del hombre), de modo que – mientras Bowman se dirige hacia Júpiter y más allá del infinito- sus suspiros digitales son lo último “humano” que aparece en dicho filme.

Gran parte de lo que impulsaba a la narración en 2001 era el instinto de supervivencia. Finalizada esa necesidad, liquidada la película. Las exigencias de A.I. son aún más extremas: en un lado figura David, quien necesita saberse humano (y mortal) para recibir el amor de su madre. En el otro está la fría inmortalidad de la máquina. No hay soluciones intermedias.

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EDIPO REVISITADO

Ya se ha dicho que la mayoría de los detractores de A.I. la despachan como un engendro de dos cabezas; pero, aun en ese caso, la bestia debería tener al menos tres. Kubrick, Spielberg y Haley Joel Osment.

Desde el punto de vista autoral, hay ciertos momentos de la cinta en que el protagonista de Sexto sentido tiene tanta responsabilidad en el asunto como su director. Osment, un consumado actor de método cuya efectividad no tiene nada que ver con la simpatía o aplomo físico de un DiCaprio, es quien soporta en sus espaldas toda la carga emocional de la historia. El es el instrumento que administra, reprime, libera y, en último término, sublima todas las potencias de David, a medida que su odisea se va aproximando al confín de lo humano.

Su perpetua ansiedad no tiene mucho que ver con la curiosidad de Elliot en relación con su amigo E.T. y sí se acerca a los inaguantables niveles de crueldad absorbidos y expresados por el personaje clave en la obra de Spielberg: Jim, el protagonista de El imperio del sol, un chico que al ser separado de sus padres y obligado a sobrevivir en un campo de prisioneros, termina volviéndose paranoico, primero, y un amargado (que bordea en la locura) después, a causa de tanto abandono.

Mientras Spielberg se encarga del “trabajo ingrato” (establecer paralelos con Pinocho y hacer avanzar la narración sin perder de vista el abstracto entramado moral kubrickiano), Osment permite que el espectador perciba cómo su ciego amor por mamá se transforma sucesivamente en miedo, amargura, fanatismo, fervor religioso y finalmente en un éxtasis místico donde la brutal necesidad de amar se colma a sí misma y termina por tragarse a la historia, a la película, a todas las cosas.

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MISTICISMO, AMOR Y MUERTE

Es justamente la vertiente mística de A.I. la que ha resultado el mayor escollo para la crítica. No es sencillo que el más racionalista de los cineastas (Kubrick) y el más calculador (Spielberg) intenten medir sus fuerzas en terrenos propios de Dreyer, Ozu o Tarkovski, pero es la misma progresión del filme, desde el cuento de hadas hacia la abstracción pura, la que los obliga a seguir ese camino.

El pausado ritmo que deliberadamente adopta la película, ese quietismo que emana en sus secuencias clave y que lo emparenta de inmediato con la inmovilidad de cintas recientes como El protegido y Naúfrago, termina por convencer al espectador que lo que está presenciando no es una lectura del futuro a lo Blade Runner, sino una suerte de filme en probeta donde la emoción se concentra hasta el punto de la disolución, una fábula encapsulada muy al modo de Solaris, de Tarkovski (otra historia repleta de dobles, seres amados que vuelven a la vida, nostalgia y deseos concedidos).

Escenas como la programación de David -el momento en que Mónica lo convierte en su hijo, leyéndole una secuencia de palabras- o la interminable plegaria del chico bajo el mar (que refiere abiertamente al fervor mariano) parecen defender la posición que Spielberg ha sostenido por las buenas y por las malas en sus últimas películas, en cuanto a que la fuerza de lo humano termina inexorablemente por impregnar todo lo que toca. Al revés, el instante en que David contempla a su “familia” desde el fondo de la piscina (y en que adquiere conciencia de su perturbadora inmortalidad), el paseo del chico por el laboratorio del profesor Hobby, repleto de Davids inanimados y la secuencia de los súper robots leyendo la mente de chico como si sus recuerdos fuesen películas, arrojan luces sobre la obsesión kubrickiana con lo efímero de la experiencia humana versus la inmutabilidad de los conceptos, las instituciones y la memoria.

De modo que es tiempo perdido tratar de adivinar si lo que ocurre en los últimos minutos de A.I., ese día perfecto de David junto a mamá, es real o no. Lo clave es que su fuerza alegórica contribuye a completar la humanidad que David había conquistado antes, al descabezar (y asesinar) a su réplica en la oficina del profesor Hobby con un pie de lámpara que bien puede equivaler al bastón de Alex (La naranja mecánica) o al hacha de Jack Torrance (El resplandor).

Lo que al fin convierte a David en humano es simplemente su comprensión cabal del amor y la muerte. Y no existe fábula que pueda acabar de extraer todo el sentido de eso.

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Este ensayo está extraído del sitio web Civilcinema. Se publica aquí gracias al permiso del periodista y crítico de cine Christian Ramirez. Para él los agradecimientos por colaborar en este número y por transmitir desde su trinchera, con claridad y lucidez,  su desbordante pasión por el séptimo arte.