elisa ancori

1.

El título del libro me dice mucho: habla de un viaje, no de un viaje turístico ni monumental sino de un viaje a través de unos pueblos. Habla de una mujer, además, que no tanto por ser mujer sino por estar sola llama la atención de los demás. Y habla, en consecuencia, de la soledad, pero de una soledad bien particular: la soledad tan propia de los viajes, quizás, que es más la soledad del afuerino, del que pasea solo observando atento lo que hacen los demás, dispuesto en todo momento a interactuar con ellos, que la del solitario de verdad, es decir, de aquel que padece una soledad existencial, interrumpidos todos los canales psicológicos de comunicación con el mundo.

No es lo mismo ser un solitario que andar solo. Tampoco es lo mismo la soledad que viajar sin nadie más.

2.

Este libro habla de una mujer, de viajes y soledades, y lo hace recurriendo a un lenguaje menor, bajado de tono, cotidiano, si se quiere. Porque así es el lenguaje que se habla en los pueblos. Un lenguaje que no necesita esforzarse demasiado para decir las cosas, un lenguaje que parece natural. El título dice: Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo. ¿Cómo decir lo mismo de otra manera? Es una frase, o más bien un verso muy simple y rico a la vez. Su economía me recuerda al Pound que le escribe a Francesca: “Venías del fondo de la noche / y había flores en tus manos, / ahora surgirás de una confusa muchedumbre, / de un tumulto de charlas sobre ti”. Salvo que mientras allí el hablante anhela encontrar nuevamente a esa mujer, sola, aquí esa mujer sola es quien habla, quien vuelve “por un largo ascenso rural, / pavimento trizado”, como dicen los primeros versos del libro, y sin reparar en las miradas que se dirigen a ella avanza no con flores sino con lápiz y cuaderno en las manos.

3.

Una Francesca que viaja por Grecia y escribe. Escribe para registrar lo que ve, pero sobre todo para ver. Escribe sobre cosas pequeñas, mínimas, que conducen a preguntas grandes. Escribe mientras viaja y también al volver. Escribe sobre lo que es y sobre lo que fue. Sobre lo nuevo, pero también sobre lo viejo.

¿Forman acaso estos poemas parte de un diario de viaje?

Me temo que no. Un diario de viaje es el registro de sus detenciones, de las paradas en el camino, de esos momentos en los que la mirada vuelve sobre sí. En ellos el viaje precede la escritura, la comanda, esta última se somete a él. No es el caso de este libro. Aquí el viaje parece más bien una excusa para la escritura, como si para escribir hubiera que irse muy lejos, lejos del lugar de nacimiento, lejos de la familia, lejos incluso de uno mismo. Como si escribir fuera, al mismo tiempo, la ilusión de reinventarse:

Qué importa lo que sé

cómo lo aprendí

si era de verdad

lo que dije que era

ni dónde nací

mis años, cuándo amé

por última vez, cuál

es mi nombre

(“Todas tus preguntas”)

Cuando viajamos experimentamos el placer y al mismo tiempo el abismo de enfrentarnos a la profundad verdad de que no somos nadie.

4.

La unión entre el viaje y la literatura tiene larga data. Dicen que se origina en los griegos, con la Odisea. Ambas experiencias implican al mismo tiempo una exploración, una deconstrucción y una identificación del mundo y del yo. Ambas experiencias definen, además, una forma de estar en el mundo en la que el tiempo y el espacio parecen hermanarse. Cuando viajamos, y también cuando escribimos, transitamos por lugares desconocidos que a la vez transforman nuestra percepción de las horas y los días, los que no pasan más lento ni más rápido sino de otra manera: salir de casa es también salir del tiempo, de la manera como nos lo relatamos habitualmente o, para decirlo de otro modo, salir de casa es también salir de la propia historia.

Así ocurre en este libro de Natalia Figueroa.

Salir de casa es romper un caparazón “compuesto / de gruesas placas óseas / soldadas a sus vértebras”, dice un poema dedicado a una tortuga que ha caído de un segundo piso, como si esa caída y el dolor de esa caparazón partida fuesen un correlato del temor a dejar el propio escondite. Salir de casa, distanciarse de ella es acá también abrirse a la posibilidad del recuerdo, de una memoria caprichosa como la geografía griega, una memoria de lo insignificante compuesta de escenas como la de unas mujeres que se bañan desnudas en un camarín, una hermana que aprende a decir la letra eme o un hermano que se encarama a un árbol para cortar sus ramas.

Claudio Magris, en su libro El infinito viajar, decía que el viaje es “un benévolo aburrimiento, una protectora insignificancia” al lado de la aventura más arriesgada, difícil y seductora que es la que se lidia en casa, “donde nos jugamos la vida –dice Magris-, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos”.

Estos poemas saben de esos riesgos pero saben también que la única manera de enfrentarlos es alejarse de ellos, adoptar la distancia de un viaje que permite ver. Y digo ver, casi con mayúsculas, no pensando en una suerte de verdad revelada, de carácter edípico, si se quiere, con la cual volver lleno de experiencias y sabiduría al lugar de origen. Hablo de un ver que tiene, obviamente, relación con los ojos, pero con los ojos sensibles, con una mirada pasiva, receptiva y dispuesta a lo venidero. Una mirada menos parecida a un espejo, que sólo refleja la tonalidad del alma, que a una ventana que deja entrar la luz y el aire. Como esa en la que se detiene un pájaro en el poema “Mientras atendía el teléfono”:

Retenerlo, eso quise

extenderle mi brazo y que se acomodara

para hablarme en su lenguaje

(…)

Sólo estuvo un instante tras el vidrio.

¿Y si me hubiera acercado?

Fue breve

pero se detuvo

y estuve ahí.

De una mirada que se abre, de esa manera, a lo efímero, no puede haber retorno. “Hay cosas que no sabrán de mi / y espero no saber todo de ellos”, escribe Natalia a propósito de una que regresa de un largo viaje y es recogida por sus padres en el aeropuerto de Santiago y va en el auto cuando todavía quedan 200 km para llegar a casa. Poema que me da por pensar en relación con otro, muy hermoso, titulado “Panagiotis”:

Deja su puesto, ya anciano

y parte por el camino del lago Hankukan

a un ritmo lento y constante

cuidando no pisar insectos

ni pasar a llevar los espinos

Sin meditar

La ciudad queda atrás

otra comienza.

 

5.

Como este último, hay una serie de poemas al interior del libro dedicados a personas que se cruzaron en el camino, así como hay otra serie dedicada a lugares: Filipo, Sara, Athos, Giorgos Nikitas, Julia, Micky, Marcelo, María. La Alhambra, Ikaria, Estambul, Kokkari, Creta, Barcelona, Venezia, Sfakia.

Imposible no evocar con estos poemas a Kavafis. Imposible no solo por este imaginario hecho de personajes y lugares que parecen míticos, también por el tono en el que están escritos –sobrio, neutro, sin demasiados relieves, “antilírico” y “antiretórico”, como se ha dicho del poeta griego-, pero sobre todo por una suerte de pátina erótica que los envuelve, una pátina de voluptuosidad, indicios de un cuerpo femenino gozoso, erotizado de múltiples maneras, las más de las veces muy sutiles, incluso ingenuas –en eso se distancian de Kavafis-, como el poema llamado “Caracol”, que dice tan simplemente así:

Mi caricia le gusta

llena mi mano de baba

y casi sale por completo de su concha.

Vivimos juntos

se llama Nano

su casa es un gomero

explora la habitación

Nos descubrimos.

Hace mucho tiempo que no encontraba un cuerpo que fuera gozoso y no flagelado en la poesía de mujeres que se publica hoy día, en nuestro medio, que tanto abusa de palabras como sangre, heridas y dolor, así como de imágenes de cuerpos lacerados y violentados. Hace mucho tiempo que no leía en un libro de poesía “femenina” reciente, por decirlo de algún modo, la palabra amor utilizada con la simpleza y transparencia con que lo hace Natalia en un poema como “Julia”, por ejemplo:

Puede amar

la caída de la luz

la pesadez del aire

contra un muro

aunque diga que ha perdido todo

que ya no puede inclinarse

que

6.

Lejos de querer aproximarse a lo innombrable para hablar de su propia extranjería, la extranjería de la lengua, del cuerpo y del país natal, Natalia Figueroa opta por ir en busca de un lenguaje, entre comillas, original, como es el griego, a propósito del cual la poeta Wislawa Szymborska escribió:

Qué decir de un día de vida,

de un minuto, un segundo,

¿oscuridad y el brillo de una ampolleta y otra vez oscuridad?

Kósmos makrós

Chrónos parádoksos

Sólo la pétrea lengua griega tiene palabras para esto.

Una mujer sola siempre llama la atención en un pueblo

Natalia Figueroa (Das Kapital, 2014)

Ilustración: Elisa Ancori

Macarena García Moggia
Macarena García Moggia es profesora del Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso. Vive en Viña. Escribe ocasionalmente para distintos medios. Dirigió la revista Istmo, de Literatura y Psicoanálisis. Prepara un libro sobre Adolfo Couve.