Massimo Carnevale

A lo largo del pasaje no era mucha la sangre, eran únicamente gotas; pero bajo los cuerpos las pozas rojas impactaban, sobre todo la del Puerco, a pesar de que era el más chico. Al día siguiente sacaron las huinchas amarillas que clausuraban el callejón y los veinte metros de la avenida; el lugar al que los tiras llaman “sitio del suceso”, y las manchas comenzaron a desaparecer. Una semana después, no quedaba casi ninguna.

Al fondo del pasaje vivía Esteban, le decían el Maradona, no por ser bueno para la pelota, sino por el parecido físico. Era igual al Diego de los primeros tiempos, con el peinado medio afro, bajito y con la espalda arqueada, como sacando pecho todo el tiempo. Había llegado dos años antes desde Colina con su papá y su abuela; nunca supimos nada de su mamá pero sabíamos que su papá había estado varios años preso. De los gallos choros el papá del Maradona era el que más asustaba, tal vez eso fue lo que me atrajo a juntarme con él a pesar de que era un año menor y se veía tan solitario, a pesar de que la casa de ellos era la más fea y hedionda del pasaje. Y, sobre todo, a pesar de qué se había echado a los comanches encima.

Los comanches eran los dueños del barrio. El Pablo Comanche era el líder y su medio hermano el Pipo Comanche su escudero. Tenían apellidos distintos y el apodo servía también para generar más sentido de clan. Los veinte o treinta del grupo querían que los llamaran comanches; era motivo de orgullo y herramienta para imponer respeto. Había un mural con unos indios un par de cuadras al interior de la población, que marcaba el límite del territorio comanche, pero imponían respeto desde Mapocho hasta Vespucio Norte. El Maradó se hizo famoso por echarle la choreá, él solito, ni más ni menos que al Pipo, en plena avenida Independencia. Dicen que los comanches viejos lo vieron como una gracia, pero estoy seguro de que no lo carnearon ahí mismo solo por respeto a su viejo. La cosa se supo y los comanches chicos, a los que les decíamos “monos animados”, hijos y sobrinos de los viejos, de entre diez y veinte años, lo buscaban. Pero el Maradona no era gil, se sabía cuidar. El que andaba muerto de miedo era yo, pero ya había jugado mis cartas. No se puede estar al mismo tiempo con dios y el diablo. Menos si no sabes cuál es cuál.

El Maradó no iba al colegio y ya a los quince años salía junto a su papá a asaltar a los curados y a los recién pagados en Mapocho, cerca de la Piojera o en la Vega. Pero cuando conversábamos decía que era por el cambio, que el año que venía quería ir a la escuela pública, como yo. El problema es que estaba muy atrasado, tenía quince años y a los dieciséis, el año siguiente, tendría que haber entrado a quinto o sexto básico o algo así, no creo que lo dejaran. Me gustaban sus historias, sobre todo las de cuchillos. Describía los cortes y las heridas con el  realismo propio del que sabe de lo que habla, que lo ha vivido; y también con mucho entusiasmo. Me motivaba a acompañarlo a pelear o a cogotear algún día, los dos no más, sin su papá. Nunca le dije que todo eso me daba miedo y que ese miedo, en el fondo, era lo que me atraía de su compañía.

Una tarde de verano nos encontramos con cinco o seis “monos animados” cerca de la iglesia de la Virgen Negra, la de Monserrat. Dicen que es la Santa Patrona de los delincuentes y narcos, no sé si fue coincidencia o venían de hacer una manda o de rezar por protección. Nos dimos cuenta muy encima y no quedó otra que aperrar. El Puerco, que pese a tener catorce años era el más choro de todos, se puso delante del grupo, se nos acercó y nos mostró un tatuaje de un indio en el brazo; se parecía más que nada al de Colo-Colo, pero al lado decía “Komanche”, con “K”.  “Van a aprender a respetar los culiaos”, dijo con desprecio, mientras se movía, como tambaleando. Era ancho, pequeño y cabezón; mal hecho. “A cualquiera menos a voh”, le contestó el Maradona. El Puerco acusó el golpe, levantó la pera, sacó un fierro filoso que traía escondido en alguna parte, lo levantó sobre su cabeza indicándonos con la punta de su estoque y se acercó más todavía, primero al Maradona, luego a mí. Eso duró muy poco, segundos, pero pude notar un leve tiritón en los labios del Puerco, como buscando que decir. Casi al mismo tiempo, mientras yo di un paso atrás el Maradona dio uno hacia adelante y le agarró la mano con que tenía el cuchillo a la altura de la muñeca. Alcanzó a decir “Qué creís…” mientras los otros monos animados empezaban a caminar o a acomodarse, cuando sonó dos veces la sirena de los pacos. Dos “bips” super fuertes y después uno largo. Todos salimos raja corriendo, el estoque quedó tirado. “¿Cachaste?, ¿Cachaste?” me preguntaba una y otra vez el Maradó  mientras corría. Nunca estuve más agradecido en mi vida de ver  los pacos.

Al día siguiente cogoteamos a un viejo en Mapocho, a la salida del metro. Eran las once de la noche y todo fue más fácil de lo que esperaba. Caminamos detrás de él unos metros, luego nos acercamos, le pregunté la hora pa’ cachar qué onda y como el viejo se veía tranquilo el Maradó sacó el cuchillo se lo puso en el cuello y le dijo que entregara todo. El viejo se cagó. En serio, no de miedo, se escucharon las tripas y salió olor a mierda de una; pero entregó la billetera todo tembleque y yo, al mismo tiempo, le saqué el reloj. Al final el Maradona le dio un cachuchazo y salimos corriendo, nos separamos en Artesanos y luego nos juntamos, como habíamos dicho una hora más tarde, afuera de la casa del Chacota, donde venden vicio. En realidad, el Maradona ya había comprado y me estaba esperando en la esquina.

Tenía sus lucas en la billetera, me dijo mientras me pasaba los papelillos, parece que estaba pagao.

¡Buena compaaadre! –celebré- ¿cuánto?

Como ochenta, pa’ que la hueá sea justa quédate con el reloj.

No se ve mal –dije mientras mostraba el reloj, buscando la luz para verlo bien- un poco viejo, pero parece que es de buena marca.

Pico, vos no soi relojero, vai a tener que aprender que siempre las hueás que choreai son las mejores. Tenís que partir por creértela tú. Siempre, siempre. Si no, ¿cuánto creís que te va a dar el Chacota por una hueá así? ¿si llegai diciendo “parece y la hueá” ¡No compadre! llegai, lo mostrai y decís “andai de suerte machucao”

No lo quiero vender –interrumpí, sobre todo porque no aguantaba más su discurso. Yo sabía que al Chacota ni siquiera lo tuteaba.

¿Lo vai a usar? ¿Pa’ qué querís una hueá de viejo?

Hueá mía, yo no te pregunto pa qué vai a usar la plata.

¡Shhsss! Andai choro pendejo, te estai juntando mucho conmigo

Después de eso nos reímos caleta y nos fumamos la pasta. Al rato fuimos  a comprar más. Me quiero quedar con las imágenes de esa noche, lo pasamos la raja, realmente la raja. Sentíamos que éramos choros, poderosos. Sentíamos que con lo que éramos capaces de hacer, no necesitábamos nada más. Ni estudios ni trabajo. ¡A quién le importa cuándo hay pasta!

El día de la pelea lo pasé a buscar en la tarde. Estaba solo, la abuelita estaba trabajando y el papá quizás donde. Andaba peinadito el hueón, parece que recién se había levantado. Se ven chistosos los crespos bien peinados, relamidos. Le dije que me había arrepentido y que me acompañara a vender el reloj. Salimos hablando de cualquier hueá, me acuerdo que miré la hora en el famoso reloj y eran las cuatro diez. Caminamos hacia la avenida y apenas habíamos doblado vimos de nuevo a los monos animados. Venían desde el centro, esta vez eran tres no más: el Puerco, el Carlitos y uno que no cacho como se llama. El Puerco sacó al tiro el estoque. No sé si era el mismo de la vez pasada o era otro muy parecido.

“¡Vamos hueón!” –me dijo el Maradona, agarrándome el brazo para que corriera con él hacia la casa. Me pareció raro, si la vez pasada nos habíamos parado frente a varios más, que ahora por esos tres pérkines arrancáramos. Nos siguieron, pero alcanzamos a entrar a la casa. Le dije que la había cagado, que ahora sabían dónde vivía y lo iban a reventar, pero me contestó que la cortara y me mostró un tremendo cuchillo y un pincho de asados. “¡Elige! ¡Rápido hueón!” dijo, mientras se escuchaban los gritos de los comanches chicos afuera. Tomé el pincho sin pensar lo que vendría. Sintiéndome poca cosa, entero tiritón. Pero no podía hacer otra cosa, no podía defraudar a mi amigo. A mi maestro. Si pretendía ser choro, era el momento de probarlo.

Salimos a la calle y los monos animados nos quedaron mirando con las tremendas pepas. Probablemente yo me veía bien hueón fingiendo ser malo, con la boca chueca y sosteniendo el pincho como quien tiene un banderín, pero el Maradona daba susto, tenía el cuchillo pegao al cuerpo como entre mostrándolo y escondiéndolo. No era un cuchillo de comida, era la mansa hueá, como de treinta centímetros de filo. Casi un machete.

“¡Ya poh! ¿No nos andaban buscando los culiaos?” preguntó el Maradona, y al tiro le comenzó a tiritar a pera al Puerco; el Carlitos y el otro hueón andaban limpios, y para hacerse los valientes comenzaron como a moverse hacia mí, yo como que me separé un poquito hacia un taxi que había estacionado casi al fondo del pasaje.

Dos contra mí. El Puerco y el Maradona, los más choros, frente a frente. Así se veía la cosa antes de empezar. La hueá era como del oeste, todos nos mirábamos y nadie se movía. Yo mostraba la punta del pincho y luego la recogía y daba, sin darme cuenta, otro paso hacia el taxi.

Estaba como a dos metros del Maradona cuando el Puerco se le acercó y lo pinchó con el estoque. Fue una seguidilla de movimientos que me preció ver como en cámara lenta; el Puerco se estiró y lo clavó en el costado, debajo de las costillas; el Maradona giró un poco hacia mí, haciéndole el quite al puntazo. Cerró los ojos, bien chino, cuando lo sintió y apretó los dientes mientras abría los labios, una cara como de película de hombres lobo, porque se le vieron muchos dientes y encías. Pero no paró ni para ver lo que le había pasado, ni para respirar, como el Puerco había quedado estirado y a contrapié, mi amigo le mandó dos cuchillazos, de arriba hacia abajo. Firmes, con el mango bien apretado. El primero el Puerco lo atajó un poco con la mano, pero el segundo le llegó de lleno sobre la clavícula. El cuchillo se le enterró casi hasta el mango.

En ese momento el Carlitos y el otro loco empezaron a arrancar, me sorprendí a mí mismo detrás del taxi, medio agazapado. La verdad no sé cómo legué ahí, pero salí de inmediato, tiré el pincho en el antejardín de la casa del Maradó y vi  por la espalda al Puerco corriendo con una mano sobre el pecho. Corría muy lento y pesado, chorreando sangre; diez metros, quince, hasta que cayó. Como saco de papas. Eso me dejo ver al Maradona más adelante, en el momento que apuñaló al Carlitos; el primer cuchillazo por sobre el hombro a la carrera; con ese trastabilló, paró y trató de darse vuelta. Se encontró con dos cuchillazos más, fuertes. Uno en el cuello y el otro en el brazo con que se trató de proteger. Con eso lo derribó, pero así y todo trataba de a gatear hacia la avenida. Mientras, el Maradó siguió hasta la esquina, miró para un lado y otro buscando al tercero, que había arrancado. Capaz que ni haya sido de los Comanches.

El Carlitos se había parado como podía y caminaba como zombi, chorreando ene sangre con la mano en el cuello. Pasó por el lado del Maradó y dobló por Independencia hacia Zapadores. El Maradona se tocó el costado y luego se inclinó apoyándose en una rodilla. Ni se miraron. Yo corrí y paré para ver al Puerco, que estaba tirado de guata, con la cara apoyada sobre la mejilla derecha; tenía los ojos bien abiertos, y no respiraba; muerto sobre un lago de sangre. Con el tatuaje que decía “Komanche” en el antebrazo, a la vista.

La dueña del restaurante de comida china de la esquina del pasaje vio al Maradona y le dijo que lo iba a llevar a la posta; entró rápido de vuelta al local; a buscar las llaves del auto, supongo. Al Carlitos no lo vio. O no quiso verlo. Nunca volví a ver al Maradó, supe que no murió y que volvieron ese mismo fin de semana a Colina. No sé cómo habrá quedado.

El Carlitos caminó media cuadra, y se desplomó; frente a un lavaseco. Yo alcancé a entrar a la comida China, pero por la ventana vi el auto de la dueña partiendo con mi amigo. Debe haber salido por la otra puerta. Salí y fui a ver qué había pasado con Carlitos, que estaba tirado, desangrándose frente al lavaseco. Me abrí paso entre un lote de gente, que hacía comentarios hueones como “mira, parece que lo apuñalaron”. El dueño del lavaseco tenía un minicomponente a todo volumen en la entrada, sobre una de las máquinas; me voy a acordar siempre que sonaban los Bee Gees, cantaban “Stayin’ Alive”. El Carlitos estaba tirado de espaldas sobre varios litros de sangre con la cabeza mirando hacia el lavaseco. “¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! stayin’ alive, stayin’ alive…” sonaba y en ese momento enderezó la cabeza y abrió la boca, como un pescado fuera del agua. Pero la dejó caer de golpe, parecía algo reflejo, mecánico. Horrible. Lo hacía cada vez que los Bee Gees decían “stayin’ alive, stayin’ alive”. Fueron tres veces que hizo esa contorsión y que le vi la cara así. Impactante la hueá, sobre todo porque en ese momento me di cuenta que el Carlitos era re parecido a mí. También de dieciséis años, también iba al colegio y no estaba muy metío en las pandillas. Pero, sobre todo, tenía sus facciones muy parecidas a las mías, la misma nariz aguileña y casi los mismos ojos.

Me fui llorando pa´callao, sin que nadie me preguntara nada, antes de que llegaran los pacos. Miré la hora en el reloj del viejo, ahora mi reloj, el que quince años después aún tengo puesto. Eran las cuatro treinta y cinco.

Ilustración: Massimo Carnevale