Sectarios, adelanto de libro de viaje por Alan Meller


 

Epílogo Inicial

El año dos mil tres inicié un viaje. Las razones se debieron menos a lo que esperaba encontrar que a lo que quería dejar. Mi mujer me había abandonado (presumiblemente por otro), había perdido mi trabajo (por insultar a mi jefa), había terminado una novela (que mis mejores amigos exigían incinerar lo antes posible), y comencé a desarrollar devoción por la cerveza. Era el momento para marcharme. Finalmente, escogí China. No tenía razones para escoger China. Nunca me había interesado la cultura china, no he leído más que a un puñado de sus poetas, no sé nada de su historia y no conocía a otro chino aparte del que atendía en el restorán que había a dos cuadras de mi casa en Covarrubias. Cuando me preguntaban por qué había escogido China, respondía que porque era el lugar más alejado de Chile[i]. Escogí China porque quería que hubiese la máxima distancia terrestre entre mi hogar y mi destino. Y desde allí comenzar la vuelta. Eso es lo que respondía, aunque ésa no es la verdadera razón. No creo que haya habido alguna. 


El día doce de abril desperté con la intención de visitar una agencia de viajes y comprar pasajes a Beijing. Esa mañana leí en el diario una declaración de la Organización Mundial de la Salud en la que se incluía a China entre las zonas afectadas por un virus respiratorio que meses antes ya había desatado una paranoia pandémica. Con más de dos mil casos, China llevaba la delantera. Como no tengo vocación de médico sin fronteras, opté por modificar mi recorrido. Esa mañana compré los pasajes para India. Al igual que de China, de India no sabía casi nada. Sabía quién fue Gandhi, sabía que Neruda había plagiado un poema de Tagore, que Miguel Serrano había sido amante de la Indira y amigo del Dalai Lama, había visto Salaam Bombay, y tenía unos casetes de Ravi Shankar con Hari Prasad Chaurasia. Sin embargo, nunca me había interesado mucho la importación que Occidente hacía de la India. Tampoco quería saber mucho antes de partir. Creía que si llegaba sin versiones contadas por otros sobre la India llegaría a hacerme una idea más personal de ella. Hasta entonces desconocía la envergadura del estereotipo que, inevitablemente, llevaba conmigo.


El año dos mil ocho volví a la India. Esta vez, no para viajar, sino para vivir. Inventé una excusa para realizar una investigación sobre literatura de viajes. Me establecí en Delhi, pero mi campo de estudio me ha obligado a intercalar la instalación con el viaje. En estos tres años viviendo en Delhi muchas de las percepciones que me había hecho durante mi primera estadía en India fueron cambiando. Lo primero que descubrí es que la India que aparecía en este libro no era la India real. El contraste es lo que suele captar la atención del ojo. La India que llamó mi atención es una versión reducida, interpretada, y por ende, tergiversada de la India real, si es que existe algo así como una India real. Las palabras no son transparentes.


No todos los extranjeros que llegan a India piensan lo mismo acerca de los indios. Hay, a grandes rasgos, tres grupos. Los dos primeros enarbolan conclusiones definitivas (esencialistas), y se dividen en: aquellos que ven en el indio a un ser humano más puro, menos contaminado, cerca de las cosas importantes de la vida, simple, humilde, algo así como el buen salvaje pre-burgués. Como un niño inocente que no sabe pero quiere aprender y que, a veces se desordena, no controla sus impulsos y comete atrocidades. Generalmente se trata de viajeros que se alejan de las ciudades, visitan villorrios tranquilos donde la vida parece idílica. Decir, por lo tanto, que los indios son puros, es menos un cumplido que un sentido de superioridad. Quien lo cree considera a los indios, como dejan traslucir sus argumentos, menos preparados para la complejidad del siglo XXI, como si su maduración se hubiese estancado en un pasado mítico y en esto, sin duda, se equivocan. Casi podría sostenerse lo contrario, pues que los indios están más preparados que el resto de la humanidad para vivir en un mundo sin discursos totalizantes, sin jerarquías eclesiásticas, sin angustia ni por el presente ni por el futuro. 


El otro grupo se compone de extranjeros que consideran que los indios son seres que no piensan, que no son capaces de resolver problemas por sí mismos, que desconocen la racionalidad, que sólo saben recibir órdenes. Tienen el cerebro más chico, me dijo el embajador de Chile en India, por eso no pueden aprender. Una idea que no es extraña en Chile: aquellos que no piensan como tú, simplemente, no piensan. 


El tercer grupo está conformado por extranjeros que no se sienten superiores a los indios. Que conversan con el verdulero, el profesor o el taxista como si fuera el verdulero, el profesor o el taxista de su propio pueblo. Sin clasificarlos entre civilizados e incivilizados, escuchan cada relato como una historia única que combina dos ingredientes permanentes, el sufrimiento y el placer. Este es un grupo minoritario, casi inexistente, pero digno de mencionar. 


He evitado definir, pero no lo he logrado. La tendencia es difícil de apaciguar. Nos han enseñado a aprender en compartimentos. Como los compartimentos en los que acabo de clasificar a los extranjeros que visitan la India. Con el propósito de comprender la realidad, la dividimos en partes, la disectamos, y catalogamos en casilleros. En India hay quienes consideran que toda clasificación es una herramienta que oculta la naturaleza indivisible de la realidad.


Una vez instalado en Delhi volví a leer el libro que había escrito. Había muchas imágenes que ya no me parecían adecuadas, que evidenciaban una predilección por componer una visión romántica de este lugar. La nueva experiencia alteraba la anterior. Tuve que hacer demoliciones, cambiar tabiques, rediseñar parte de los planos y agregarle un par de extensiones. Finalmente, bajo esa visión romántica se entrometió otra, impregnada del realismo que estalla en esta ciudad, y que quedó almacenada en el subterráneo de las notas a pie de página.

 

 Aunque se trate del pasado, le explicaba el viajero a Kublai Kan, es un pasado que cambia a medida que avanzo en mi viaje, un pasado que cambia, según el itinerario cumplido.

 

Delhi-Santiago, 2011


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Realmente, es más sano no viajar, es más sano no moverse, no salir nunca de casa, estar bien abrigado en invierno y sólo quitarse la bufanda en verano, es más sano no abrir la boca ni pestañear, es más sano no respirar. Pero lo cierto es que uno respira y viaja.

Roberto Bolaño

 

All interpretations of India are ultimately autobiographical.

Ashis Nandy


Orientación, primera noche en India


 

No importa cuántas advertencias le hayan hecho. Su destino era ése, perder la orientación. Orientarse. El problema es que al llegar a India ya era demasiado tarde. No sabía qué hacer, no había alguien esperándolo, aterrizó, o más bien se despeñó con su rostro, su cuerpo, sus seguridades y taxonomías, contra lo que denominó una inestable realidad.
No hubo puntos medios, conducido por sendas difusas, por calles y rutas imprevistas, sus planes se desmoronaron, su paso vaciló hasta acostumbrarse a la inestabilidad, pero el proceso no fue tan rápido.
Al llegar había gente acechando, oliendo su extravío, esperando en cada esquina, para arrojarse sobre él. No disimulaban la cacería. Esa condición de presa que le enrostraban con brutalidad, que lo volvía aún más indefenso. Transformado en una consecuencia del entorno, él no era él. Creía ser uno más entre millones. Sin embargo, estaba marcado, lo habían marcado o él mismo se había marcado. Era el extranjero-de-los-martes-que-por-primera-vez-pisa-la-India-y-que-están-a-punto-de-embaucar. Como él, han habido muchos antes y habrán miles después, que caminarán con sus bolsos, aparentando comprender las inexistentes señalizaciones. Como ellos, se delató al levantar su cabeza buscando algún cartel que le permitiera orientarse. No existen. No son necesarios. Y cuando los hay suelen señalar direcciones de tiempos pretéritos. Pero un recién llegado no lo sabe, y los busca para orientarse; el mismo gesto que en otro lugar lo podría haber llevado a destino, en este caso lo alejó de su destino, o lo modificó, o lo pulverizó[1].
Los estafadores están ahí desde hace miles de años, una casta de hombres encargados de confundir el paso del viajero y sacar el mayor provecho de cada desajuste. Esta estirpe, que existe en muchas estaciones de tránsito alrededor del planeta, es en India más sutil, menos perceptible. Cuando el tiempo pase y él deje de ser un recién llegado, ya no busque los carteles, y se deje llevar por esa velocidad marítima con la que allí transcurren los hechos, donde nada nunca se detiene, cada paso una ola que cierra un trozo del día y se encamina a alcanzar el siguiente, entonces los estafadores podrán oler en su sudor la llaneza de la confianza y lo dejarán tranquilo.
En el aeropuerto el desorden y el hacinamiento eran absolutos. Nadie respetaba las filas.
El hacinamiento es un concepto relativo. A mayor hacinamiento, menor separación entre los cuerpos. Pero no por ello es un término negativo. Lo hacinado puede ser sinónimo de aglomerado que puede ser sinónimo de abundancia, y de riqueza y, simultáneamente, un desafío a la tolerancia. Aquí desprecian el espacio que existe en cualquier fila entre el propio cuerpo y el de la persona que va adelante. En muchas partes del mundo esa zona puede ser reducida. En otras, inevitablemente, nos obligará a estar pegado a quien se encuentra delante. Pero aquí no se trata de eso: el espacio es colectivo, y un cuerpo, al formar parte de ese espacio, se vuelve colectivo. El hombre que estaba detrás mío apoyó su brazo sobre mi espalda. Otro, que estaba sentado en el suelo, sin preguntar nada, se aferró a mi mano para levantarse. No hay límites entre un cuerpo y el otro[2].
Se libró de la fila, y salió del edificio del aeropuerto demasiado estrecho para aquellas multitudes. El exterior era tan angosto y aglutinado como el interior del aeropuerto. Aquella sorpresa no existió. Al menos no como dice ahí. Antes de llegar a Delhi me quedé en Londres, en casa de una amiga chilena que había estado antes en India. Ella me repitió innumerables veces lo hacinado que era Delhi y, por sobre todas las cosas, fue minuciosa a la hora de describir los múltiples engaños a los que me vería sometido por algunos de esos hombres pertenecientes a la casta de los estafadores-de-extranjeros-recién-llegados.
En Londres le dieron instrucciones: debía contratar desde el aeropuerto un servicio de taxi. Era un poco más caro, pero el nombre del taxista quedaría registrado en unos cuadernos gigantescos. Eso serviría como una especie de seguro contra los estafadores. En la conversación con el taxista debía decir que era su segunda vez en India, demostrar confianza. El taxista había advertido, por la forma en cómo él desconfiaba de su mundo, que era una presa, y saboreaba en su mente codiciosa aquella parte que, metaforizada en dinero, recibiría por entregarlo al siguiente en la línea del engaño.
En Londres le explicó a sus amigos que ser sudamericano y haber viajado por dicho continente, le concedía cierta experiencia en lugares peligrosos. Ver aquello como una ventaja fue su mayor error. Creía tener la visión afilada para reconocer el peligro, ¡pero eso era en Latinoamérica! Una calle oscura, en el centro de Santiago, poca gente y en sentido contrario se acerca un hombre borracho tirándole mierda a cada una de las personas con la que se cruza. Ése era el peligro que me llevaba a tener los sentidos alerta en Santiago. Los hombres, la noche, el alcohol. Aunque sin grandes resultados. En su imaginación y en los libros es en las noches cuando asaltan los cuchillos y no, como su experiencia le debiera haber enseñado, bajo un sol radiante, rodeado de gente y de pronto, inmovilizado por la punta de un cuchillo en el cuello, observa con qué facilidad lo que era suyo deja de serlo[3].
Pero en un aeropuerto lleno de gente el peligro tenía otros disfraces y otros métodos, no los de la violencia física.
Le pidió al taxista que lo llevara a Pahar Ganj, la calle donde alojan todos los turistas que cruzan Delhi, su primer destino. Después de un par de días tenía pensado seguir hacia el norte para llegar a Dharamsala, recomendación de su amiga en Londres. Sin embargo, tuvieron que pasar cuatro meses para que llegara a conocer Dharamsala y casi seis meses hasta llegar a Pahar Ganj, su primer destino. El taxista nunca lo llevó hasta allá. Le dijo que era peligroso estar a esa hora buscando hotel en ese barrio. Esa mentira era el verdadero peligro. Pahar Ganj, descubrió mucho después, es más seguro que cualquier barrio santiaguino en la noche. Le dijo que lo llevara al Hotel Ajay, uno de los más grandes del barrio, pero él taxista negaba conocerlo. En cambio, le ofreció llevarlo gratis a una oficina de gobierno desde donde podría llamar sin costo al Hotel Ajay para preguntar si tenían habitaciones disponibles. De paso el taxista ganaba una comisión. No me importa. No servirá de mucho, lo peor que puede pasar es que llegue un poco más tarde al hotel. En ese momento no imaginó que no serían quince minutos, una hora, ni dos horas, sino seis meses.
Era poco lo que podía ver a través de la ventanilla del taxi. Había un calor asfixiante. La oficina de gobierno era una construcción sin terminar, de concreto, con un cartel blanco con letras azules donde se leía: Tourist Government Ofice. A ‘ofice’ le faltaba una ‘f’. Lejos de leer en esa ausencia consonántica los indicios de un fraude, vio una muestra del pintoresquismo local al que llegaba. Un nuevo descuido de su parte.
La oficina estaba compuesta por dos piezas. La de adelante tenía las paredes pintadas de blanco y media decena de posters turísticos de la India: playas con palmeras, los canales de Srinagar, las ruinas de Hampi, el Taj Majal, el Himalaya, una mujer cubierta con un sari, sonriendo. Había un escritorio, con tres teléfonos, uno lo sostenía un hombre moreno, de cuarenta años. Tenía puesta una camisa blanca, con manchas de grasa. Otros dos indios de pie miraban al extranjero entrar. Con sonrisas le daban la bienvenida. Detrás del escritorio había una puerta que conducía a la pieza trasera.
Con un inglés rudimentario pero comprensible, el hombre del escritorio se presentó, se llamaba Prabodh. Le explicó que estaban en temporada alta (otra mentira, que descubriría más tarde). Le preguntó si tenía reservas en el hotel. Él le respondió que no sabía que fuera necesario. Prabodh le dijo que se quedara tranquilo, había llegado a buenas manos, desde ahí podría llamar, sin costo, a los hoteles hasta encontrar disponibilidad. Prabodh le preguntó cuál era el nombre del hotel al que quería ir. Se lo dijo. Le preguntó el teléfono. Se lo dio. Prabodh marcó y le entregó el auricular. La persona al otro lado de la línea le explicó que no tenían habitaciones disponibles para esa noche, pero sí para la siguiente, y que podía reservar. Él dijo que buscaría en otro hotel. Prabodh volvió a marcar y tuvo una conversación muy parecida a la anterior. Lo intentó dos veces más con distintos hoteles, con igual suerte. Prabodh notó su desánimo y le dijo que no se preocupara, que lo llevaría a un hotel un poco más caro donde podría quedarse por esa noche y al día siguiente buscaría uno de su agrado. Para atenuar el contratiempo, el taxi lo llevaría sin costo.
Pagó tres veces más de lo que correspondía por una pieza con aire acondicionado y televisión. No pidió esas comodidades, pero las había pagado y esperaba que funcionaran. Mientras subía las escaleras se hizo la idea de que podría enfriar su cuerpo con el aire acondicionado, mirando televisión, antes de dormirse. Reclamó. Un niño, semi despierto, movió unas palancas en el aire acondicionado y lo dejó funcionando. El ruido que hace, como si hubiesen adaptado el motor de una lancha en su interior, es incluso peor que el calor. Antes de que se marchara le pidió que lo apagara, le dijo que con ese ruido no podría dormir. Calor, mucho calor, le explicó el niño. Y lo dejó andando. Apenas el niño salió de la pieza, lo desenchufó. El televisor prefirió dejarlo en silencio. Estaba agotado y quería intentar dormir dentro de ese aire pegajoso.
No esa noche, sino más de cuatro meses después, en Ladakh, mientras veía a un viajero alemán, con una zapatilla azul en la mano derecha, y su par, de color blanco, en la mano izquierda, pidiéndole a un lustrabotas que explicara cómo su zapatilla había cambiado de color, comprendió lo que había sucedido. Las cosas no son lo que parecen, le había dicho el lustrabotas al alemán, como si con ello quedara zanjado el asunto. Para los indios hay cosas que son y cosas que parecen ser pero no son, pensó entonces, sin sacar la vista de la zapatilla azul y su par blanca, o dicho de otra manera, lo que parece ser no es más que una ilusión de lo que realmente es. Y ahí se encontraba la respuesta al engaño al que fui sometido. Jamás habló con ninguno de los hoteles a los cuales Prabodh le hizo creer que llamaba. Prabodh marcaba, sin que él lo notara, siempre el mismo número; el del teléfono que estaba en la pieza detrás del escritorio. Los hoteles a los que supuestamente llamó nunca estaban llenos al mismo tiempo. Menos en la época en la que él llegó a India. Pero eso no lo supo hasta seis meses después, cuando pisó por primera vez Pahar Ganj, el que debía haber sido su primer destino.
Esa última línea suena a final feliz, a asunto concluido. Sin embargo, fue la segunda noche la verdaderamente extraña. Al despertar al día siguiente, un taxi estaba esperándolo para llevarlo de vuelta a la oficina de turismo. Era el mismo taxista. Atención de la oficina de turismo, le dijeron. Lo llevaban siempre por calles pequeñas, casas de uno o dos pisos de concreto, parecido a Diez de Julio, los negocios hacia el exterior, hasta alcanzar la calle. Jamás vio a ningún turista caminando. En la oficina, que a esa altura, fuera un fraude o no, le parecía un lugar  insoportable, le intentaron convencer de que se fuera a Kashmir. Nunca pensó en ir a Kashmir. En la agencia le explicaban que hace ya varios años que todo estaba tranquilo. En ese preciso instante en que intentaban convencerlo, un inglés de menos de treinta años entró en la oficina. Decía venir llegando de Kashmir y sólo hablaba maravillas del lugar. Mucho después comprendió que la aparición que hizo el inglés, en el momento preciso en que él tenía que tomar su decisión, era parte de la escena y que, sin duda, recibiría una comisión por ella (calculó que en ningún caso serían más de cinco dólares). Terminó comprando un boleto en bus para Kashmir y una semana completa en un hotel recomendado por la oficina de turismo. Volvió a subir al mismo taxi que por seguridad había contratado en el aeropuerto el día anterior, esta vez para ir hasta el terminal de buses. Pero llegaron tarde y el bus ya había salido. De vuelta en la oficina le pidieron disculpas y que no se preocupara, ellos le darían alojamiento y comida gratis hasta el día siguiente. Lo llevaron al techo del mismo edificio. Ahí había una habitación donde dormían los jóvenes que trabajaban para la agencia atrayendo presas como él. Era una pieza de cemento en el techo del edificio, con alfombras en el suelo. Comió arroz con lentejas con ellos, y conversaron en un inglés resquebrajado, bajo un ventilador, esperando que llegara la noche, esperando que bajara el calor. Si quería salir a comprar cigarrillos, ellos le pedían que por favor no lo hiciera y de inmediato enviaban a alguien a que los consiguiera para él. Le explicaban que era muy peligroso salir. El único peligro a esas alturas era que se encontrara con otro viajero y notara el engaño al que lo tenían sometido. No lo dejaron salir en todo el día de esa habitación, pero no le importó. Estoy cansado, con el cuerpo cortado por el viaje y el calor. Un calor insoportable, como si el aire estuviera afiebrado. Tengo mucho tiempo por delante, quiero descansar hasta salir de este horno, quizás algo de eso le sirva como justificación por su docilidad.
En esa habitación conoció a Yassin.





 i.- Cuando era niño me decían que si excavaba un agujero en la tierra lo suficientemente profundollegaría a China. 



1.- Siete años después, he vuelto al nuevo aeropuerto de Delhi, ahora sí hay señales que facilitan la orientación. Pero sólo en el aeropuerto, el resto de la ciudad sigue otra lógica que, si bien toma más tiempo comprender, funciona sin grandes problemas. Es un error intentar orientarse en Delhi a partir de los nombres de las calles, como en Santiago. Delhi está organizada en pequeños barrios concéntricos, o yuxtapuestos, a barrios más grandes. Los hitos urbanos son fundamentales. Un cine que ha dejado de existir hace muchos años da el nombre con el que se reconoce un pequeño barrio. Nadie conoce el nombre de sus calles, pero sí el del cine.

2.- Siete años después descubrí los límites impuestos a algunas personas cuyas sombras otros evitaban pisar como si fuese mierda de perro.

3.- La primera vez que me tocó sentir el filo de una navaja en mi garganta no fue al afeitarme sino un  año antes. Eran las cuatro de la tarde y me dirigía a tomar la micro cuando un hombre con un papel en las manos me preguntó por una dirección. Al acercarme a mirar lo que decía el papel me abrazó por el cuello con su mano derecha y atajó la incipiente nuez de mi cuello con su navaja. Me pidió que me quedara tranquilo, que no hiciera nada estúpido. Era mi primer asalto y no entendía muy bien qué tenía que hacer. Quería cooperar, era un chico obediente. Él parecía más nervioso que yo. Le di el monedero que tenía, lo tomó, sacó las monedas con desánimo, se las guardó y me devolvió el monedero. Entonces se fue caminando y yo lo seguí. Le pregunté por qué lo hacía. Para sobrevivir, me dijo, tengo seis hermanos chicos que alimentar, y nadie me da trabajo, ¿qué quieres que haga?, ¿que los vea morirse? Me pareció justo. Pero todavía tenía que tomarme la micro. Le pedí cien pesos, de los cuatrocientos que habían sido míos. Me los dio. Nos despedimos. Subí a una micro y me puse a temblar. A través de la ventana pude verlo torcer sus pasos de vuelta a mi vecindario.   

 
 
 

 

 

Acerca de alan meller

alan mellerNieto de un polaco que llegó a Chile en 1932, contratado por el gobierno de Manuel Sandoval Madrid como ingeniero en bebidas, quien se casó con una chilena, estudió en el Saint George's College e ingresó en Derecho en la Universidad de Chile. Vendió su moto y se fue a Nueva York a trabajar en un local vendiendo hot dogs. Ese trabajo le ayudó a financiarse su carrera universitaria en el Management Institute de la Universidad de Nueva York. Fue en la Gran Manzana donde escribió sus cuatro primeros libros de cuentos. Durante su iniciación en la literatura participó de manera activa durante el gobierno militar de Augusto Pinochet. Su primera novela —Dónde estás, Blanquita—, que escribió al regresar a Chile lo disparó de inmediato a la fama. Reeditada decenas de veces, la novela ha sido adaptada también para televisión. Además de escribir sobre aventuras y amores de adolescentes, Meller tiene libros de viajes. Sus temas más recurrentes son las historias juveniles marcadas por el amor y la amistad, donde los protagonistas son adolescentes. Para el escritor es una edad apasionante que se puede enfocar en distintos momentos y situaciones. La idea es que la lectura se entienda y el lector logre identificarse con el relato. Algunos críticos literarios coinciden en destacar su capacidad de trabajo, su disciplina y sus conocimientos. Perteneciente al extinto grupo Uff, Meller ha definido su obra como insertada "en el mundo juvenil de manera realista, con estilo lineal sin proezas estilísticas y estructurales". Tarzán de los monos fue, según el propio escritor, el libro que en gran medida influyó en su decisión de dedicarse a la literatura. De su obra ha dicho: “Uno no escoge los temas sino que es escogido por un determinado universo para narrarlo”. En general, Meller piensa que “la competencia de los medios audiovisuales está representando un frente terriblemente seductor, de manera que el escritor que dé lata es letra muerta” y afirma creer en la lectura como en un recreo y no como una lección”. Confiesa que en todos sus libros, "tanto en las nouvelles como en los cuentos hay un ingrediente autobiográfico. Recuerda que se gastaba la mesada en comprar libros de la colección Linterna". "Me fascinaba el mundo de la literatura, a los 14 años comencé a escribir cuentos para la revista del colegio, el llamado de las letras era muy fuerte y no lo pude rechazar", rememora y asegura: ”No tengo un espacio fijo, soy itinerante, a veces escribo bajo un árbol, en la terraza... nunca sentado frente a mi escritorio porque eso me convierte en oficinista. Así ha sido con mis todos libros y así será siempre".Y confiesa: “Me dañaría intensamente no ser leído”. Meller conduce talleres en universidades y otros lugares, ha participado en diversos festivales y han sido miembro del jurado de concursos literarios, destacando su calidad de Presidente del Jurado del Concurso de Cuentos Nadie te Lee, tradicional certamen literario dirigido a los jóvenes y jurado en el Festival Internacional de la Canción de Riña del Bar.

 

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Un Comentario

  1. Clara
    Publicado: septiembre 1, 2012 a las 15:24 | Permalink

    Alan, leí la primera entrega del libro. Cuando viene la segunda? Los comentarios vendrán después. Clary

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