La historia de un club de barrio: Unión Kakoko, por Miguelanjel Acosta

 

Hace tiempo que quería escribir sobre esto, tanto tiempo que ni siquiera había reparado que casi una vida había pasado entre medio. Voy a hablar del origen de un club de barrio. Voy a hablar  de cuatro años. Luego vinieron veintidós más de los cuales poco y nada sé.

Tiempo atrás escribí un cuento llamado La Perdida del Fútbol, que contaba la historia de un niño, su padre y un partido de fútbol. En esa historia aparece por primera vez la figura del negro Kakoko, un amigo de mi padre que murió demasiado joven. Aun recuerdo ese día. Yo ya había experimentado la muerte de un ser querido, otro amigo, pero esta vez pude ver de cerca el dolor de la familia y los amigos, y el cuerpo yaciendo en el féretro. Es extraña la quietud de los muertos, como si toda la intranquilidad que colma sus vidas escapara en el último momento para dejar al cuerpo en paz.

Al negro lo conocí bien, solía pasar harto tiempo con mi padre tomando cerveza en el patio. Le gustaba reír y contagiaba. Nunca se negaba a mostrar esa amplia sonrisa blanquísima, amplificada por la falta de una de sus paletas delanteras.

Nosotros habíamos sido los últimos en llegar a ese barrio, y el único que encajó de inmediato y para siempre fue mi padre. De inmediato se hizo amigo de los más jóvenes, quienes compartían su afición por la marihuana, la cerveza y el fútbol. Incluso tenían un equipo, no muy organizado, pero equipo al fin y al cabo. Se hacían llamar Troncal, y su grito mas bien parecía un trabalenguas. Una vez con mi padre los acompañamos a jugar a Peñaflor o a algún otro pueblo cercano a Santiago. En un determinado momento el bus que nos llevaba quedó detenido a causa del tráfico. Unos minutos más tarde alguien golpeó mi ventana. Era el negro Kakoko corriendo  desnudo al lado del bus, incitándonos a ir más rápido, a alcanzar su velocidad. Y ni siquiera eran las doce del día.

Ese equipo tenía buenos jugadores, pero no había liga donde jugar ni nada que se asimilara a la organización. Es como si el negro se hubiera muerto a propósito para que sus amigos pudieran por fin armar el equipo que tanto anhelaban y jugar ese fútbol que aun tengo pegado en la retina de mi memoria. No pasaron más que un par de días entre su muerte y el nacimiento del club que llevó su nombre, el nacimiento del Club Deportivo Unión Kakoko.

Al principio fue para juntar fondos para la familia, para aliviar un poco los costos del funeral. Un fin de semana entero jugando baby fútbol, variación cinco contra cinco donde los arqueros no pueden pasar la mitad del campo y los goles se convierten dentro del área. Participó ahí todo el barrio: niños, viejos, mujeres. Y todos con las mismas camisetas. Un juego de azules (5) y unas celestes que alguien se había conseguido por ahí. Después de ese fin de semana la conclusión era evidente, debían formar un equipo que llevara el nombre del amigo muerto.

En ese tiempo no había liga ni nada, todo eso vendría después. Los primeros partidos fueron amistosos, jugando por dinero y todavía con esas camisetas gastadas. A las celestes no les quedaba ni el número, y el cuello era solo una metáfora. De ese tiempo recuerdo en especial la pésima fama de árbitro que poseía el chico Catrutro, capaz de alargar un partido hasta el infinito en pos de conseguir el gol que permitiera volver a casa con los fondos reunidos. Porque en estos clubes de barrio, siempre se pagó por jugar, y era ese el dinero que se apostaba. El que sacaba más puntos después de los tres partidos se llevaba el botín. Tercera valía dos puntos, segunda cuatro y primera seis.

Y así llegó el 18 de septiembre y las fiestas patrias. Mi padre, primer presidente del club, decidió organizar un cuadrangular para probar qué tan fuerte eran. Invitó, si mal no recuerdo, al Santa Isabel, equipo de una villa cercana que con suerte poseía uno o dos jugadores con talento en toda su plantilla. Al Club Deportivo Los Derrepentes, quienes por compartir la misma cancha se transformaron en el primer gran rival y animador de los primeros clásicos. Para completar la cuadrilla llegó un equipo desde Villa El Cobre, el nombre se me escapa ahora, pero también era el nombre de un muerto.

Se jugó al estilo copa Carranza y Unión K y los del Cobre llegaron a la final. La única razón por la que recuerdo ese primer trofeo es porque mi padre, en su afán por asegurar el triunfo y solidificar al club, decidió repartir anfetaminas a todos los jugadores del primera (se jugaban tres series), quienes debían rescatar un empate para poder alzar el trofeo. El resultado fue 4 – 4 y parecía que habían ganado la copa del mundo. Eran tiempos de dictadura y sonaban en radios clandestinas los temas de Sol y Lluvia que la hinchada adaptó para la ocasión: No puedo creer la cosa que veo, uni-uni uni-uni, Unión Kakoko campeón de nuevo…

Era el año 1986, quién hubiera imaginado que esa iba a ser la costumbre de las barras bravas en los años venideros.

El envión de ese trofeo llevó a mi padre a crear junto a otros dirigentes una liga de baby-fútbol  con equipos que comprendían el perímetro de Tobalaba, Departamental, Américo Vespucio y Avenida Las Torres. Un cuadrante bastante grande que traía consigo largas caminatas para llegar a disputar los partidos que, por ley, debían jugarse de noche. Cada viernes o sábado entre abril y diciembre de cada año.

Recuerdo que había un par de equipos donde la mayoría de sus jugadores trabajaban en la feria (Platense, Amistad), otros que eran un derivado del equipo de fútbol de los domingos (Las Ratas), otros que venían de las poblaciones más peligrosas del sector (Internacional, Ovidio Solís), uno que tenía jugadores que pateaban con las dos piernas (Génesis), otro que rendía culto a la hierba y el alcohol (Aerobar), uno cuya hinchada cantaba el himno a moco tendido durante los partidos importantes (los Derrepentes), unos que eran comparsa (Santa Isabel, Villa Letelier), otros que eran grandes de local debido a las dificultades en el tamaño de sus canchas (Los Huasos, Yungay). En conjunto formaban un cuadro extremadamente competitivo, diverso y en general muy buen fútbol.

En este punto alguien podría pensar que exagero, que la memoria me la está jugando. Pero en Kakoko había jugadores que habían hecho inferiores en Colo Colo, en Universidad de Chile, en Unión Española. Y eso se notaba. Mientras otros preferían destacarse por su juego aéreo, su rudeza, su entrega, Unión Kakoko privilegiaba el buen fútbol, el toque, la maravilla. Antes que el Barcelona, estuvo Kakoko.

Las canchas en ese tiempo eran todas de tierra, y su estado dependía mucho de si había llovido o no, o si habían dado con la llave para abrir el grifo y regar antes de jugar. La luz era otro tema. Para iluminar las canchas se instalaban unos focos de alógeno en la punta de unas varas de pino. A continuación había que enganchar los dos cables al alumbrado eléctrico. En el tres y el cinco si mal no recuerdo. Varias veces se retrasó el partido porque el encargado de ese trabajo no poseía gran habilidad para ello. El rayado era otra historia. El método más usado era un tarro con hoyos adosado a un palo de escoba. Se llenaba con cal y a rezar que el pulso no fuera el del lunes por la mañana. Si no había palo se rayaba a mano. Los arcos eran también un caso, para que decir las mallas. De distintos tamaños y material, se solían guardar en la casa de algún hincha comprometido con su club. A veces no se podía empezar porque el susodicho aún no llegaba del trabajo y la casa estaba sola. A veces saltábamos la reja y los sacábamos sin permiso. Mal que mal nos debíamos a nuestro público.

Nos acercábamos sin saber al final de la dictadura y la gente de los barrios no salía, o salía muy poco de su entorno. Entretenciones no había, así que los campeonatos de baby fútbol nos cayeron a todos como anillo al dedo, transformándose en un fenómeno social que nunca más he vuelto a ver. La gente se apilaba a la orilla de las canchas, no había galerías ni nada por el estilo, y a veces eran varias filas de gente alrededor. Meterse entre esa masa humana a buscar una pelota para hacer el lateral siempre me producía un cosquilleo raro. Los clásicos entre equipos de un mismo barrio hacían palidecer a los clásicos de equipos profesionales. De hecho, recuerdo que en ese tiempo nadie prestaba mucha atención a los clubes profesionales. El club de barrio lo era todo y en un clásico tu oponente, que era tu vecino y a veces incluso tu hermano o padre, se transformaba en tu peor enemigo. Estos partidos a veces terminaban a golpes, piedras y una que otra cuchillada para recordar que se hablaba en serio.

Unión Kakoko ganó los tres primeros campeonatos de la liga, 87, 88 y 89. El último título el mismo año que se acabo la dictadura. Todo hacía presagiar un futuro esplendor. La cantidad de hinchas y jugadores había crecido exponencialmente y la opción más lógica era seguir en fútbol, en el once contra once.

A mí me llegó la adolescencia y las ganas por arrancar de ese barrio se hicieron incontenibles. No comprendía en ese tiempo que la soledad y desconexión con los demás no tenía nada que ver con el barrio ni con su gente. Pero al club siempre lo estuve mirando de reojo, no importaba cuán lejos estuviera, siempre me las arreglaba para saber cómo les estaba yendo. Las veces que vestí su camiseta no se me han borrado nunca. Ni las bromas a esos jugadores torpes del equipo contrario y a nuestros viejos cracks, quienes enfurecidos amenazaban semana a semana con no volver a jugar jamás, solo para volver llenos de ilusión al siguiente partido. Cómo olvidar esos cabezazos a segundo palo del Lucho Donoso que arremetía al primero en cada córner, agazapado y cambiando la dirección del balón con una torsión de cuello endiablada. Los puntetes de Juan Chori que llevaban efecto y el penal que perdió frente a los Derrepentes en el clásico, La patada en el culo del Chocolo a un imitador de Maradona que se daba vueltas para proteger el balón cada vez que este se acercaba. Los escupitajos de don Lucho Navarrete a un rival a sus 58 años. Las escaramuzas del Completo con el balón, capaces de engañar a cualquiera. Pero por sobre todo, y esto es lo raro ya que en ese tiempo el equipo ganaba casi siempre, ese empate milagroso frente a Internacional cuando perdíamos 5-1 al terminar el primer tiempo. Nunca he visto a un equipo salir tan decidido a cambiar su destino.

Me cuesta creer que el equipo ya no exista, que mi padre tampoco esté. Me convenzo pensando en que la gente ni las cosas mueren mientras uno las recuerde. Pero qué bien vendría una noche de verano  bebiendo una cerveza fría, fumando un poco, y mirando junto a la barra a esos jugadores de rojo y negro intentando ser los mejores del mundo en un olvidado barrio de Santiago.

 

A continuación una galería de fotografías del club y sus jugadores tomadas hace unos años atrás.

 

 

 

 

 

Acerca de Miguelanjel Acosta

Miguelanjel AcostaEscritor. No tiene libros publicados, según él porque no quiere. Un amigo lo consideró uno de los mejores poetas de su generación. Al día siguiente abandono la poesía. Participó en el taller de cuentos Uff durante cinco años que parecieron un día. Fundador de Despreciables, y su némesis Dosdisparos. Va a todos los conciertos que puede. Hincha de Ferroviarios y de todo lo que huela a amateurismo. En su tiempo libre practica una imitación bastante pobre del Temucano, cuya música detesta. Corrió tres maratones y nadie le cree. Su padre le enseñó a hacer volantines, un gato, a destruirlos.

 

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