Club Social y Deportivo La Decadencia: compañeros y amigos, por Juan Manuel Silva

 

Los espíritus vienen a refrendarnos que los partidos
son diez minutos de vida o muerte
que la fiesta continúa con la batería de Brinco
y el acordeón de Necho Mayorga
que el amor propio y la rabia
son los únicos trofeos en la historia nuestra
por eso a punta de pelotazos se debe aceptar el desafío
porque no jugamos contra los otros
no jugamos contra el hermano muerto
sino con bandurrias que han levantado el campo
entre sus alas.
Jorge Velásquez

La relación que existe con el mundo podría ser descrita como la amarra que une la yunta al arado; así cada cosa, aparentemente anodina, cobra sentido si rinde frutos. Y esperamos, sí, la cosecha para comprobar si el trabajo que ejecutara alguien se acomoda con nuestra idea de futuro. Porque deseamos una plenitud moderna: a menos trabajo más beneficio. Con la vida y el fútbol, el progreso desparece del mismo modo que un plátano oriental es soplado por la brisa triste de la primavera. Son esas calles con adoquines, que, en un momento, la civilidad quiso cambiar por asfalto, las que vemos de nuevo cubiertas de piedra. Podría decirse que los viejos siguen erectos como un central uruguayo, o que las casas no serán destruidas.

Mi abuelo, obrero de la compañía de gas, arquero de Ferro Bádminton y del propio equipo de la susodicha empresa, en algún momento de su vida, en una población al sur de Blanco Encalada incitó a sus hijos a correr tras una pelota. Los días no eran solo una consecución de horas, ni los asuetos un espacio intermitente entre dos luces. Del mismo modo que los soldados de Salamina o las Termópilas, esos niños creían estar cambiando el curso de la historia. Ya fuera contra sus amigos o las poblaciones vecinas, el trazo de la cal era más severo que una ley. Esos jóvenes alguna vez jugaron su vida en una cancha juntando cromos de jugadores de Colo Colo, Universidad de Chile o la Selección, y nada tenían que ver con la vida que se tramaba en el país al que serían arrojados. Ni el Mundial del 62, ni el Ballet, ni el Colo Colo del 73 pudieron urdir con su insistente fantasía la realidad que comenzaba a caer en esas canchas que nada sabían de la historia.

Mi padre me contaba, cuando solo me dedicaba a leer o a mirar por la ventana a los pelusas que jugaban en la calle, que los tiempos que el fútbol había coronado de oro se dirimían en largas tardes de campeonatos, hexagonales y caminatas con los amigos por las largas canchas de tierra de Chile.  Aquellos eran tiempos de actividad y no de pereza. Algo había más allá de la sucesiva lucha de patrones y empleados. Quizás mi padre viera en esos años que todo era un entrenamiento para salir de un interminable entrenamiento. Por eso, los tiempos libres, fuera de la escuela, él se dedicaba a patear la pelota a diferentes distancias del área grande con sus dos pies, pidiéndole a los más chicos que se posicionaran como una barrera. Eso, me decía él, era salir de un estado de modorra, pues la gente nace con una marca de obsolescencia, lo que en el fútbol significa pegarle con una pierna. Muchas veces me repitió que un hombre que quisiese dedicarse a esto no podía conformarse con apoyar una pierna y pegarle con la otra, que eso solo lo hacían quienes estaban decididos a aceptar. Curiosamente me costó entenderlo. De eso trata su estadía en el glorioso Club Módena de la liga del Estadio Nacional, mientras las mujeres lavaban sagradamente las calcetas pensando en la pérdida de tiempo, en el machismo, en la inutilidad; incluso, podría decir que todo este aprendizaje me llevó a otra situación, una en la que, gracias al azar, nos encontramos con el mundialista Jaime Ramírez, un oxímoron hecho carne: el fáustico jugador que, habiendo entrado al parnaso nacional, dejaba su vida para hundirse en el ancho río del alcohol. La heroica estampa de “La batalla de Santiago” trastabilló esa mañana al doblar la esquina de Lincoyán con Salvador y casi sin entender, nos devolvió a mí y a mi padre un gracias, sin saber si esa palabra que sigue botando en mi memoria tiene o no que ver conmigo.

El tiempo que jugué a la pelota con mi papá fue casi exclusivamente dedicado a probarme como arquero, más que por mis deseos, por la estatura que ostentaba ya a los 15 años. Pasábamos tardes viendo partidos luego de que él repitiera una y otra vez tiros al arco, con ambas piernas. Pensé más de alguna vez por qué mi padre, que quizás jugaba mucho mejor que los jugadores de las ligas o de la misma competencia nacional, no había decidido dedicarse al fútbol. De alguna manera, veía que en mi negación al deporte habitaba una suerte de maldición, como en la familia de Atreo, que minaba la posibilidad de superarme o acceder al éxito. Ni mi abuelo, ni mi padre, ni menos yo podríamos acceder a algún mínimo espacio de éxito o triunfo. Los segundos lugares, el fracaso y la autoconmiseración marcaban la sobremesa viendo cómo caían los equipos chilenos en las copas internacionales o la misma selección. Las excepciones de Salas, Zamorano o el Colo Colo 91´, como ya lo dije, no pasaron nunca de ser hiatos. Algo parecido sentí con respecto a nuestras vidas nómades, de casa en casa sin dejar el barrio de nuestros antepasados, en las proximidades de las canchas del Estadio Nacional y la Villa Olímpica, como si secretamente nos viésemos convocados u orbitáramos esas luminarias. El trabajo esporádico, la nula especificidad y los residuos acumulados como escombros al fondo del patio o la casa parecen recordarme que el tiempo está cubierto por la ilusión de Maya, y realmente nada cambia.

Y sí, parece que los fenómenos en el tiempo riman; de un modo similar la fascinación por esos jugadores anacrónicos y fabulosos: Garrafa Sánchez, Coke Contreras o Víctor Hugo Castañeda. Quizás el último de estos fue Juan Román Riquelme, espécimen sombrío e intransitivo, que dejó como estela la amargura de no haber podido rendir en la alta competencia. Evidentemente no veo una relación directa entre estos fenómenos y la pasividad de las familias, pues pareciese que la gran mayoría corre tras la pelota a un ritmo distinto que las estrellas que nos deslumbran los fines de semana en las ligas europeas. Pienso en Luna de Avellaneda y cómo esta forma de vida que nos ha penetrado como lo sigue haciendo día a día la muerte, destruye desde sus cimientos la vida comunitaria. También recuerdo los asados multitudinarios del trabajo de mi papá, en los que jugábamos a la pelota en eternas canchas del Cajón del Maipo y todos terminaban con una botella de pisco metidos en la piscina, y pienso en otras extensiones de alcohol con mis compañeros, los correctores de estilo, como se estila en esos trabajos, repasando mentalmente y gracias a Youtube las jugadas más ilustres del orbe. Pienso en estas repeticiones, digamos, estas figuras, y me doy cuenta de que para alcanzar el éxito y el reconocimiento hay que estar solo, pues los sitiales dorados no son lo suficientemente amplios para aceptar a un equipo. En esta metáfora o historia podemos encontrar ascendientes desde Moisés, quien se resta de la tierra prometida para que entre su pueblo, hasta la presencia del Simurg – en el Mantic Uttair– que, siendo el rey de los pájaros, es en sí un ave hecha de todas las aves, un equipo, como descubriría con alegría en la selección chilena al mandato de Marcelo Bielsa, cuando un amigo desencantado me decía antes de empezar los partidos: “Viejo, vuelvo a estar nervioso, como cuando era niño”, porque ya no era el momento para culpar a los otros o generar enemistades. La sabiduría del Islam dice que el verdadero sentido de la Jihad, de la “Guerra santa”, no es comenzar una escalada de violencia contra los otros, sino que contra uno mismo. En ese sentido, habíamos descubierto gracias al maestro Bielsa que el fútbol reflejaba, como tantas otras artes, el modo en el que gira el globo. Descubríamos que no estábamos solos, que el individuo debía pasar a un segundo plano y que toda victoria es, en el fondo, un simulacro o un llamado a Pirro.

Ahora bien, como suele suceder, ya nos habíamos instruido en otras formas de vida antes de que Bielsa siquiera apareciese o llegara a término ese sueño. La flor azul de Novalis nos hizo creer gracias a ese epígono de Bielsa, que el trabajo en equipo no había sido sepultado, aunque hace ya algunos días, el resto del país, gracias a la animadversión que provoca una idea de colectivo o colectividad, haya hecho patente la inutilidad de una forma de juego o vida sin resultados. En ese sentido, nosotros, amigos de la taberna y del contubernio inútil, hace ya unos años, como lo planteé inicialmente, comenzamos a juntarnos para jugar los fines de semana. Algunos nos despedíamos de la juventud y otros, gracias a la ondulación de los cascos, retornaban brevemente a esos años que huelen a pasto cortado. Incapaces de lograr éxitos deportivos o económicos, en tono de chanza, algunos bautizaron a este club como La Decadencia F.C., pues contaba con correctores de estilo esporádicos, editores, poetas, profesores y luego, estudiantes de colegio y universidad y vecinos. Pensando bien la cosa, nada aprendemos del fútbol y, en realidad, hacemos lo que podemos, es decir, replicar lo que en nuestra vida funciona o no. Por esto, que la repetición de un fracaso, o digámoslo de otra manera, de una ausencia de triunfalismo, siga apareciendo en mi vida, me hace sentir que este signo, probablemente, me configure, y que esta necesidad de ir a jugar a la pelota nada tiene que ver con adelgazar o con mejorar mis destrezas. Por el contrario, en unas canchas que se usaban de estacionamiento, como dice el poema de Velásquez, dejamos de pensar en el triunfo y nos reímos de nosotros mismos, llegando a lesionarse algunos por ir a buscar una pelota, sin que esto le importe mucho a nadie, salvo a nosotros, a quienes, intuyo, nos interesa porque vemos en ese pequeño espacio de la ciudad una proyección de nuestras propias casas, nuestros patios (si es que los tenemos), sintiéndonos además, parte de algo en lo que no caben los individuos, algo que, de seguro, nos recordará los barrios de los que vinieron nuestros padres y aquello que nos llena de “rabia y amor propio”, fuera de las líneas que demarcan el juego: el imperio del trabajo inmisericorde y salvaje, la destrucción de los barrios, la fractura de los colectivos, y no esas palabras que parecieran venir de otro tiempo y podríamos decirle al del lado, sin importar el equipo, palabras que respiraba mi abuelo: compañero y amigo.

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Sobre juan manuel silva

juan manuel silvaNació en Santiago de Chile en el año 1982. Poeta. Es Licenciado, Magíster y Doctorando en Literatura por la Universidad de Chile. En el año 2007 fue parte del taller de poesía de la Fundación Neruda. Dirige el blog de crónicas y disquisiciones Erototropismos. El año 2008 se ha adjudicado un proyecto del Fondo Nacional de la Cultura y las Artes para publicar la obra completa del poeta chileno Gustavo Ossorio Santiagos, además de una beca de creación literaria, género ensayo. Ha publicado Bruto y líquido (2010), Cetrería (2011) y Trasandino (2012).

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2 Comments

  1. Anita Montes. says:

    Pendejos! ya no tiene de qué escribir!

  2. Purranque says:

    Le achuntas medio a medio, Juanma, con una intuición que no te he visto tener en el juego. Es que es justamente mi caso, pues es cierto que prefiero la cancha que no es cancha, la superficie irregular, los arcos sin malla, la pelota descascarada y los remedos de jugadores cortados todos con distintas tijeras. Prefiero eso al césped perfecto, las camisetas de moda, los jugadores que se creen atletas ostentando últimos zapatos de la nike, Cierto es también que jugar en una liga pagada está vedado para un profesor gásfiter, Pero también, y a partir de lo escribiste, reconozco que tal preferencia puede estar motivada por una conexión atávica con las emociones que cuando niño sentí jugando en la cancha de deportivo forrahue, un potrero minado de champas y mierda de vaca, que quedaba junto a un río correntoso que obligaba a los jugadores a arrojarse al agua para salvar a la pelota, jugadores hombres niños y niños hombres, carpinteros, choferes de tractores, forrajeros, lecheadores, remolacheros, camperos y cesantes que cada tarde, cuando la lluvia lo permitía, bajaban a la vega para, como dices, reírse de ellos mismos y del yugo cotidiano del patrón de fundo. Un abrazo!

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