Muertes cubiertas, por Catalina Romero

Ni tan ajena ni menos una igual

te delinco nuevamente

y te grito retraída.

Soplándose de vez en cuando la lisa chasquilla que caía sobre sus ojos, Paula cosía urgida las calcetas que la hermana Mercedes había destinado por mujer; algunas de sus compañeras, como Cándida, ya habían logrado la meta y sostenían con alegría unas pequeñas calcetitas ganadas por su eficiencia. Llevaba casi catorce horas con la cabeza gacha y metiendo pie al pedal de madera cuando terminó la última que le correspondía. Pero ya era tarde; su lentitud gradual le estaba impidiendo adquirir unas de las tantas calcetas de lana que había tejido e hilvanado en esa isla de muerte. No las quería para ella: aún el cuerpo era su cara y el frío magallánico su abrigo; sólo quería llevarle un par a Alfredo.

-          ¿Me trajiste unas hoy?

-          No pude, hijo.

-          Las que tengo están mojadas.

-          Mañana tal vez.

-          Se las pediré a la Virgen, ella es la madre del dios real. Porque en los que creíamos antes eran falsos mamá, ¿sabías? Yo sabía eso antes de que me lo dijesen los padrecitos: en el último Kloketen me di cuenta de que Temauke era el abuelo con una máscara. Y yo se lo dije, y él me guiñó un ojo.

-          Todos sabíamos eso, hijo.

-          ¿Y sabes que es pecado no creer en Jesús?

-          ¿Y qué es el pecado?

-          Lo que te lleva al infierno.

-          ¿Y el infierno?

-          Donde están los selknam muertos fuera de Dawson. Los que mueren acá se van al cielo con la Virgen, pero si están bautizados no más. Por eso tengo la duda de si la Petronila…

-          ¿Petronila dijiste, la hijita de Cándida?

-          Sí, hace un rato murió también.

 

 

 

Entonces se les abrieron los ojos

y ambos se dieron cuenta de que estaban desnudos.

Cosieron, pues, unas hojas de higuera

y se hicieron unos taparrabos.

(Génesis, 3:7)

-          Tanto tiempo sin vernos monseñor. ¿Será un año ya?

-          He venido por un asunto bien delicado.

-          Pero siéntese, por favor. Pancho, sírvele un whiscacho al padre… ¡pero muévete hombre y deja la escopeta un rato, pareces pingüino ahí parado en la puerta! Con estos fríos el whisky calienta las entrañas ¿no encuentra, monseñor? Lástima que los indiecitos no tengan mony mony, ¿no? Tan re flojos que salieron esos cabros; el “wishy”, como le llaman ellos (jajaja), lo comprarían como cordero empalao. Pero qué le vamos a hacer, para puro robar son buenos esos desgraciados.

-          De ellos justamente le quería hablar.

-          ¿Qué robaron ahora? A mí recién me llegaron unas ovejas de Argentina y unos huachos que continuaban vivitos por ahí ya le andaban pegando el mordisco a una. Por suerte me encargué a tiempo del asunto y son ellos ahora la carne para mis ovejitas (aunque dicen que comen puro pasto). Porque padre, le debo decir, ah, usted no me cumplió totalmente su palabra. Yo le pagué para que se llevara a todos los indios de Tierra del Fuego, a TODOS. Le pagué una libra por indio pues, padre, fue una importante donación a la Santa Iglesia, y usted todavía me tiene a algunos de esos monstruos con chasquilla por acá pues padrecito. Así no se hacen los negocios.

-          Mire señor Menéndez, usted acá es el que no está cumpliendo el trato.

-          A ver a ver, qué me está diciendo curita, más respeto con su tonito. Mire que no me cuesta nada mandar al Pancho y sus hombres a cortarles las tetas a sus hermanitas salesianas, así como lo hicieron con las (hue)onas.

-          ¡Escúcheme usted, por favor! El trato era que yo me llevaba a todos los indígenas a la misión de Isla Dawson…

-          Y le pagué lo convenido. De hecho le debería haber pagado menos, pues aún quedan por acá.

-          El problema no es eso, señor. El problema es que usted me sigue matando selknam caballero. En menos de un año se ha muerto la mitad de la población en la Isla. Si antes eran tres mil, ahora son sólo mil quinientos. Me está envenenando a mi gente, lo sé. Sólo basta recordar la ballena infectada que dejó varada en las costas del norte.

-          “A mi gente”, JAJAJAJA. ¡De qué me habla, señor cura! Ellos son su mercancía como las ovejas son la mía. Ellos son sus ovejas. No me venga con cátedras de solidaridad, que bien sabemos los dos cuánta platita se guardó tras esa sotana.

-          Ese dinero se utilizó en la misma obra misionera, señor. Todo lo hemos realizado según lo dispuesto por San Bosco luego de la visión que él experimentó sobre la barbarie del pueblo fueguino.

-          JAJAJAJAJA, es muy chistoso este curita, ¿no es cierto Pancho? “La visión de San Bosco”, JAJAJAJA. Pero es que acaso usted me cree imbécil, ¡cree que me compro eso de que el trabajo que hacen los indios en el aserradero y con las ovejas allá en Dawson “es para su desarrollo personal”! Fagnano, por favor, hablemos en serio, entre socios. Yo no te recrimino, de hecho te felicito que tengas ese espíritu emprendedor y que sepas sacar algún provecho de esa gente floja y ladrona. De verdad que te admiro, yo no tuve esa paciencia. Tú los estás educando para ser unos fieles explotados, te aplaudo.

-          Bueno, eso era lo que le quería decir. Me retiro.

-          ¡Pero cómo! Si ni se ha terminado su “wishy”. Relájese, cura, no se me ponga nervioso. Mire, siéntese, si sus ovejitas no las he tocado en lo absoluto; al igual que usted, esos indios me interesan vivos… por la mony, por supuesto. Por qué no aprovechamos de hablar de negocios en vez de estar discutiendo. Sabe, hace tiempo estaba pensando en pedirle una comisión por cliente de la Europa Oriental que le consiga. Se venden harto las prendas de lana en Yugoslavia ¿no?

-          …

-          Pero padre, ¿se va a ir sin antes darme su bendición?

 

 

 

Se me ha permitido venir a la montaña del padre

y he llegado a la gran cordillera del cielo.

El poder de aquellos que murieron vuelve a mí,

del infinito me han hablado.

Estoy siguiendo sus pisadas,

las huellas de ellos están aquí.

(Canto del Kloketen)

El pedal de ese día sonó más lento que nunca. Lejos de la calceta, el hilo estaba en la cabeza de Paula hilvanando sucesos. La aguja de la máquina empezó a pincharle, la lana a picarle y por primera vez sintió frío. Miró a la hermana Mercedes fijamente y le pidió agua. Tomó la botella que se le entregaba para beber, e imprevistamente, con la seriedad y delicadeza de un cura en bautismo, derramó el líquido, desde cabeza a pies, a la monja aturdida. Y Paula dijo: “No se vaya a refriar, hermanita, que se nos puede morir. Desnúdese mejor, aquí nadie se calienta con sus pechugas”. Una a una, siguiendo el plan pactado en sueños, las costureras comenzaron a rodear a la monja, con la mirada que un día sus hombres lo hicieron ante un guanaco en caza. La despojaron de velo y hábito, de zapatos, medias, camiseta, chaleco, sostenes y calzón de castidad; y la dejaron ahí tiritona, cubierta sólo por unas calcetas de lana.

 

 

 

 

Acerca de catalina romero

catalina romeroCatalina Romero nació en Santiago en 1982. Es licenciada de Letras de la Universidad Católica desde el año 2005, titulada en Bibliotecología de la Universidad Tecnológica Metropolitana desde el 2010, y autora del libro "Gabriela Mistral: el libro y la lectura" publicada por Ediciones UTEM el 2011.

 

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