Flores Descompuestas, por Aldo Rosales Velázquez

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Liliana, de grandes manos –porque grande era su cuerpo- tomaba, como si fueran píldoras, las semillas de papaya. Decía que le ayudaban a bajar de peso. Vivía en una casa grande con un zaguán gris lleno de pequeños brotes de metal que simulaban flores de cerezo en el punto máximo de primavera. Para llegar a su casa, recordó Emanuel, había que subir una calle empinada, donde los vehículos, como corredores matutinos y viejos, ponían a prueba su resistencia.
-Tira, es tu turno. ¿En qué piensas? –Javier miraba fijamente a Emanuel, que sostenía entre sus grandes y toscas manos las cartas arrugadas y viejas. De pronto, en medio de aquel silencio, el sonido de las manecillas del reloj cobró fuerza, como un río cargado de autos y ramas porque ha arrasado la ciudad.
-Seguramente está enamorado –Dijo Antonio y luego se talló los ojos.
-¿Qué? No, en nada –Emanuel tiró una carta cualquiera y tomó su cigarrillo del cenicero con forma de elefante (en los colmillos había horadaciones para sostener los cigarrillos)- sólo pensaba en Liliana, ¿la recuerdan? –Emanuel dio dos chupadas al cigarrillo y luego, al notar que se había apagado, tomó el encendedor.
-No me acuerdo –Javier arrojó una carta y bebió de su vaso: jugo de tomate y limón; llevaba más de cuatro años sobrio luego de haber tocado el fondo de un alcoholismo bárbaro.
-¿Delgada, de ojos grandes, rubia? –Antonio seguía frotándose los ojos, con gesto gatuno, casi infantil.
-No, todo lo contrario. –Emanuel dudó si eran ellos los que también habían conocido a Liliana. Pensó que quizás era amiga en común con alguien más. Su cigarrillo había vuelto a encender luego de algunas ridículas chupadas.
-Escuché en algún lado que los cigarros no deben volverse a prender luego que se han apagado; es insalubre, como con los viejos amores, no importa si se llaman Liliana o como sea –Javier sonrió luego de hablar.
Callaron. El sonido de las manecillas volvió a arremeter. En el zaguán, recordó Emanuel, también había un hueco para el correo, como una pequeña rajada para sacar el apéndice. Liliana tenía grandes macetas llenas de flores que parecían nunca marchitarse, como las de su zaguán. Javier bebió el resto de su vaso de un solo golpe y Emanuel vio cómo su boca se magnificaba debido al fondo del vaso; una boca de elefante. Las cartas estaban amontonadas en la mesa: parecían las hojas de un árbol gris e imposible.
-Ya estoy aburrido, creo que mejor me voy. –Antonio se levantó y palmeó a Emanuel en la espalda. Tomó su saco del respaldo de la silla y mientras se lo ponía preguntó cuál era el asunto con la tal Mariana.
-Liliana, se llamaba Liliana, de eso no hay duda.
Antonio sonrió y se llevó la mano izquierda a la bolsa del saco, extrajo un papel doblado en cuatro partes y lo puso en la mesa, justo frente a Javier, quien lo guardó en la bolsa de la camisa. Apuró el resto de su cubalibre y salió de la pieza luego de palmear nuevamente a Emanuel, como si le sacudiera polvo o algún insecto. Javier arrojó las cartas a la mesa e invitó a Emanuel a pasar a la sala.
-¿Aún no te ha llamado? –Javier se sentó frente al televisor mientras Emanuel regresaba de la cocina con otra cerveza. Las noticias mostraban una autopista totalmente congelada.
-No. No hemos hablado ni a través de los niños. Es mejor, creo.
-Puede ser.
Callaron durante un rato. De la parte de atrás de la casa llegaron los chillidos de un perro: lo amonestaban por haber mordido alguna cosa.
-¿Te acostumbras a estar solo? –Manuel hablaba mientras sostenía su cerveza a contraluz: había sentido un amargor poco usual.
-Te acostumbras a estar solo –Repitió Javier, como si estuviera tomando clases de español.
-No tan solo, parece – seguían llegando los regaños y los chillidos del perro. Era como si las bardas no existieran, como si fueran una promesa que la constructora nunca quiso cumplir.
-No tan solo –dijo Javier.
Liliana, con sus macetas de flores inmarcesibles, sus dietas orgánicas y su cuerpo grande (como si la vida les debiera mucho a sus padres y les hubiera pagado con mucha hija) seguía en la mente de Emanuel. Liliana algo, de apellido imprecisable.
-¿Alguna vez te imaginaste esto? –Emanuel miraba la autopista helada, quieta, como las venas de un muerto.
-¿Que las autopistas pudieran congelarse? Pura física, supongo.
Sonrieron. El amargor en la cerveza se había ido. Como si no hubiera existido. Cuando Emanuel iba a decir algo, se vio interrumpido por el sonido de una llave entrando en la cerradura. Un muchacho de veinte, quizás dieciocho, entró a la casa y subió rápidamente luego de dar las buenas noches.
-¿El mayor? – Emanuel seguía intentando recordar el apellido de Liliana.
-No, el mediano. El mayor ya vive aparte. Esposa y dos hijos, casa de lujo, carro que circula diario y perro que defeca firme, sin aromas, listo para llevar. La más chica vive con su mamá.
Volvieron a sonreír, pero esta vez sus sonrisas fueron duras, como no queriendo existir. De arriba llegó el murmullo de una música estridente. Emanuel pensó qué sentiría en verdad Javier de su divorcio, más allá de esa apacible tensión que había en su rostro. Quiso preguntar, pero Javier habló primero.
-¿Y qué te traes con la Liliana ésa? ¿Te debe?, ¿te acaba de salir con un hijo que ni te esperabas? –Jugaba nerviosamente con el control de la televisión.
-No. Sólo me acordé de ella en la mañana y he estado intentando recordar su apellido, pero no puedo. Cosas nada más; supongo que es un truco de mi mente, como para no pensar en el divorcio.
-En eso siempre se piensa, se vuelve como la capa superior de la mente. Tienes algo y luego el divorcio; las cuentas y luego el divorcio; te acuerdas que tienes que pagar la colegiatura e inmediatamente después te acuerdas del divorcio. Algo y el divorcio, algo y el divorcio.
Emanuel volvió a sonreír, pero en el rostro de Javier había una sombra más allá de las que le tatuaba en el rostro la luz de la televisión. Se dio cuenta que Javier no había bromeado: su sonrisa estaba fuera de lugar; la borró discretamente.
-Entonces, ¿no has hablado con ella? Con tu esposa, no con la tal Liliana. –El control de la televisión cayó de las manos de Javier: en la tele hablaban del nacimiento de unos sextillizos.
-No.
El silencio entre ellos comenzó a cristalizarse, atrapándolos como a insectos en la resina de los árboles. Emanuel recordó los tiempos en la preparatoria, donde se habían conocido. De ese Javier ya no quedaban ni las cenizas; de aquel Emanuel se podía decir lo mismo. Ellos, a diferencia de las flores de metal de aquel zaguán de Liliana, se marchitaban, en un proceso que los dejaba no rotos, sino completos de otra forma.
-Me voy a subir a dormir, ¿te quedas? –Javier apagó la televisión, se levantó y comenzó a estirarse. Emanuel apuró el resto de la cerveza y se levantó también. Se miraron por un segundo: en los ojos de ambos, muy en el fondo, había algo que les molestaba, que ya no les permitía estar juntos mucho tiempo. Se habían reunido cada viernes desde dos meses atrás, cuando se reencontraron por medio de Antonio. “Por los viejos tiempos”, les había dicho, pero esos tiempos ya no eran.
-No, gracias, mejor me voy. –Emanuel volvió a pensar en aquella Liliana que tomaba semillas de papaya como si fueran píldoras, que vivía en una casa a la que se llegaba por una calle empinada, que tenía un zaguán lleno de flores en perenne vida. Miró a Javier: alrededor de él todavía flotaba un aura de alcohol. Era un alcohólico de calle, sólo que éste tenía una casa enorme que había perdido en el divorcio y una más pequeña que había conservado. Un alcohólico de calle disfrazado de civilidad.
-¿Seguro? –Javier, con su piel seca y dura, parecía una hoja de árbol a punto de romperse. El ruido de la planta superior le daba más irrealidad a la oscuridad que los envolvía.
Emanuel caminó –sólo tres pasos- a la puerta. Javier se quedó parado mientras Emanuel encendía un cigarro antes de echar a andar.
-Y entonces, ¿cómo se apellidaba Liliana? –sus dedos, aferrados al marco de la puerta, parecían gusanos de agua sucia.
-Es lo que no puedo recordar – Emanuel miró a la calle: estaba sola, como si la gente fuera un delito y se escondiera en sus casas- pero estoy seguro que la conoces, estoy casi seguro.
Javier sonrió de manera torcida, como si se burlara. Aún conservaba los gestos de ebrio. Un viento helado se les incrustó entre la piel y las ropas. Emanuel pensó en su mujer, pero apenas, como si nunca la hubiera visto. Ambos amigos se miraron por un segundo en el que Emanuel pareció a punto de hablar, pero al final se despidieron con un movimiento de cabeza. Antes de doblar la esquina, Emanuel volteó: en la ventana de arriba, tras las cortinas, se dibujaba la sombra del hijo de Javier; le hizo recordar cuando él y su esposa usaban la mesa de la cocina para montar un pequeño teatro guiñol para los niños.
Salió a pie del fraccionamiento. Las primeras casas particulares parecían enormes, asimétricas en comparación con las casas de la unidad habitacional de Javier. Seguía sin recordar el apellido de Liliana, ni de dónde la conocía. Pero podía precisarla firmemente en la memoria, su gran estatura, sus manos enormes, sus mejillas morenas y tostadas, redondas. Quiso pensar en su mujer, pero sólo podía recordar su nombre, y unos rasgos vagos. En cambio el rostro de Liliana era como un sol moreno que le alumbraba algo del pasado, algo que no podía precisar.

 

Ilustración: Out of words, de Anton Marrast

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Acerca de aldo rosales velázquez

aldo rosales velázquezEgresado de la licenciatura en enseñanza de Inglés por parte de la UNAM, campus Acatlán. Autor de los libros de cuentos “Luego, tal vez, seguir andando” (editorial Río Arriba) y “Hotel de tres pisos/principio y fin” (Editorial Edipo) y "No habrá nombres ni fisonomías".(edición de autor). Ha colaborado en las revistas en línea “La pluma en la piedra” y “Contraescritura”.

 

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