Al arco, por Leo Villarroel

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I.
Afuera están los pasos que van, vienen y giran sobre el parquet, que chilla acusando recibo de la tortura, en chillidos que acaban en un retumbar poderoso, seguido de ecos, seguidos del silencio que deja un trueno.
Hay un WC lleno hasta el tope de diarrea. El piso está cubierto con aserrín. Afuera llueve, pero los truenos vienen de adentro.

[Hay una novela de Thomas Pynchon, hay un poema de Seamus Heaney. Estas cosas aún me son incomprensibles]

Papá está al arco. Es jueves por la noche y la pelota va y viene por el gimnasio de un colegio para gente con más plata que la que nosotros tenemos. Un colegio al que yo no aspiro entrar porque me han dicho que tengo que ir a una escuela donde mis notas me garanticen la entrada. Este, el colegio del gimnasio con cancha de parquet perfecto y baños tapados, es un colegio para niños más tontos y más acomodados. Es donde voy a estudiar en cinco años más.

La pelota da con todo contra una pequeña reja que protege al escenario donde se hacen las celebraciones de la escuela. Aprovecho que nadie mira para reptar bajo la reja y meterme al mundo tras bambalinas. A espaldas de todo, hay tres puertas: una da con el baño, la otra no se abre y la tercera parece no dar a ninguna parte. Me doy vuelta para ver como mi papá recibe uno, dos, tres goles. Esta es la noche en que aprendo que mi viejo es un individuo falible. Por más que siempre lo haya sabido. Nunca lo tuve como héroe, pero si algo me dio la convicción de que era no solo un ser humano con pifias, sino una persona vulnerable, y por ende derrotable, fueron estas noches de beibi-fútbol. Antes de las mujeres, antes de nuestras peleas, del trago y del jale. Antes de todo eso estaba el arco. Jugar el arco es vivir siempre en derrota. El arco es un lugar del que uno solo puede tratar de salir menos derrotado que su rival.

La pelota pega en las rejas. Una, dos, tres veces. Remate, córner, remate, córner, remate. Pienso en abrir la puerta que da a ninguna parte. Otro estruendo. Alguien putea. A alguien se le fue un gol cantado. En eso me viene un mareo como nunca me ha dado ni vuelto a dar. La puerta que da a ninguna parte tiembla como queriendo llevarme lejos. La puerta que da al baño se abre de golpe. La cabeza me da vueltas y retumba y por un segundo no sé si lo que sigue es desmayo o vómito. Me siento como en ese montaje de The Wall en el que está por caer una bomba o un misil. Siento que viene un corte de esos en que las imágenes intercaladas te dan dolor de cabeza. Un misil está despegando en alguna parte, una pelotazo remonta los aires, buscándome.

Forcejeó con la puerta. Algo me hace saber que si la consigo abrir, mi vida va a ser distinta. Que el curso de los años por venir se me va en conseguir abrir una puerta tras la cuál, se supone, hay un muro. Pero yo sé que no hay muro. No esa noche al menos. La puerta tiembla. No puedo más de las nauseas. Voy a vomitar y me han enseñado que no hay nada peor que vomitar en el espacio del otro, y peor aún, en público. Corro al baño, la otra puerta no tiembla más.

No voy a llegar a los lavaderos, que son muy altos, que no se usan para estas cosas, porque se tapan y destaparlos es un cacho que requiere soda cáustica y la soda cáustica te puede matar así es que mejor que no. Y ahí están los excusados con el piso de aserrín, como siempre hacían en ese puto colegio durante los días de lluvias y ve tú a saber si el aserrín en verdad venía del taller de técnico manual y si era verdad que el Pelao Gomez, profe de la asignatura, se cortó el dedo que le faltaba precisamente por fabricar aserrín para los días de lluvia. Ahí están y las puertas no se abren, y ahí están y la única puerta que se abre es la del excusado más tapado que he visto y que volveré a ver en mi vida, rebosante en materia fecal como un Grial Negro, como el cáliz que recogió los esfínteres vencidos de Judas pero peor: como si el apóstol traidor se hubiera comido un charquicán con pastel de choclo con las treinta monedas antes de que lo colgaran. Lo último que pienso antes de perder el conocimiento es que si el volante de creación es d10s encarnado en la tierra, Judas tiene que haber sido arquero. Después de eso no me acuerdo más, solo que esto pasó cuando tenía ocho años y que fue la última vez que vomité en mi vida.

 

II.

¿Por qué es que uno quiere jugar al arco? Descartemos de plano todas pelotudeces que los jugadores de cancha dicen: que el arquero es el dueño de la pelota, que juega ahí porque si no nadie querría jugar con él. Los jugadores de cancha practican otro deporte. Corren, conducen la pelota con los pies, celebran los goles, viven el fútbol como un juego continuo y asociado. No saben de las soledades del pórtico.

¿Cómo es que nacen los villanos? Caen en un tanque de ácido o un experimento sale horriblemente mal o están en el lugar equivocado en el momento incorrecto. Pero también existe El Mal. También existe gente a la que genuinamente les hace feliz causar daño, la desgracia ajena. Algo de eso tiene que haber. Un equipo arma jugadas con mucho tesón, práctica y esfuerzo, porque no es fácil esto de transportar la pelota al arco rival; y de pronto, paf, manotazo y al córner; manotazo y al carajo se fue la jugada que tanto costo armar. Un simple gesto de la mano y la belleza del fútbol asociado colapsa. Algo tan básicamente bárbaro como un puño se interpone entre la potencia y precisión de los mejores exponentes de la disciplina y su objetivo final y… de todo esto alguien se regocija.

Hago un listado de arqueros admirables: Jean-Marie Pfaf, el joven Peter Shilton, Roberto Rojas (Cóndor, no Tomatín), José Luis Chilavert, Gianluigi Buffon, Sergio Vargas, Oliver Kahn, Peter Schmeichel, Roberto Abbondanzieri, Dino Zoff, Thibaut Courtouis, Jens Lehmann, René Higuita, Edwin Van der Saar, Luis Gabelo Conejo, Manuel Neuer, Zetti.
Otro de arqueros menos admirables: Walter Mella, el viejo Eduardo Fournier, Simon Mignolet, Johnny Walker, Taffarel, Nicolás Villamil, Jeroen Verhoeven, el viejo Casillas (que tanta pena que da verlo así de inseguro).

Todos tienen en común el colorido en las vestimentas, la personalidad curtida de recibir goles. El arquero comulga con el fracaso constantemente y esto va exprimiendo su personalidad, llevándola a los márgenes de la depresión o la euforia. Los arqueros de verdad son todos bipolares o depresivos.

“Los arqueros, una de dos: o son locos o son huecos”, me dice el capitán del equipo de los miércoles.

 

III.

Thomas Pynchon se pasa las seiscientas y tantas páginas de Gravity’sRainbow asegurándose de que nos quede bien claro como es la paranoia de no saber cuándo te va a caer encima un misil supersónico. A diferencia del misil convencional, que uno lo escucha venir y que por lo mismo uno sabe que de escuchar el estruendo, significa que lo sobrevivió, el tronar de un misil supersónico llega después del impacto mismo, cuando ya es demasiado tarde. El arcoiris de la gravedad de una pelota de gol es así: primero la sientes caer, después escuchas el estruendo.

No sé qué estoy haciendo ahí, medio de reemplazo por una expulsión, medio porque nadie más quiere estar aquí. Es un cero a cero cerrado en una semifinal contra un curso dos años mayor y la estamos aguantando a base de patadas, de que la pelota no llegue cerca de nuestra área y de que nadie le pegue. Apenas la he tocado. Los peores partidos son estos, sin una atajada que te de confianza, sin un achique que te recuerde por qué estás ahí. Jugar al arco es como estar flotando en alta mar mientras un cardumen de medusas. Me pasó una vez. Solo en el mar. Como ahora, que la pelota despega desde antes de la mitad de cancha, describe una parábola perfecta, cruza el sol, me encandila, nos encandila a todos, pero es una pelota fácil y por lo mismo se hace un silencio. El impacto. El silencio. El gol supersónico. Después el grito de la fanaticada. Para no creerlo, los campeones defensores van camino a una nueva copa, los esforzados retadores se van para la casa. Las cosas podrían haber sido distintas, quizás, con otro arquero. . .

Todavía estoy persiguiendo esa pelota.

 

IV

Hay un poema de Seamus Heaney que va de escribir sobre las cosas que no podemos hacer, las cosas que nuestros padres y abuelos hicieron y para las que la vida moderna ya no deja cabida.
Lo leo y quiero escribir sobre los años del fútbol. De los equipos malos, de los equipos con los que fui campeón, pero del ascenso, de la camaradería y de la mala leche. De los profesionales que iban a las ligas de los domingos porque no tenían club, y de los amateurs que nunca, nunca, nunca podrían haber tenido club. De lo mejor y lo peor. Albert Camus decía que el fútbol le había mostrado lo mejor de los hombres. Y Camus era arquero. El filósofo esteta argelino francés Jacques Derrida quería ser jugador de cancha y terminó pidiendo que por favor no le preguntaran más por su gusto por el fútbol, que quería hablar de otras cosas; pero es que es tanto más entretenido hablar de fútbol que buscarle consistencia a tu filosofía, buen Jacques. Como Derrida no llegó, Argelia tuvo que inventar a Zidane para sacar a Francia campeón del mundo.

“Los arqueros son los más facheros y vanidosos de todos”, me dice el capitán del equipo de los domingos.

Puede ser. Todo ese rato de pie en soledad, la responsabilidad de elegir los colores que se van a usar, la necesidad de encontrar en algún lado el desplante para oponerse al cauce natural del deporte mismo; son cosas que van formando cierta personalidad. O que llaman a cierto tipo de personas. En la facultad teníamos uno de esos itinerantes, que juegan dos o tres partidos seguidos, aprovechándose de que este es el puesto para el que siempre falta gente. Llegaba temprano con sus guantes, canilleras, rodilleras, y una polera amarilla con rombos rojos y morados. Michel Preud’homme, le decían. Irónicamente.

“Este es puro guante nomás”, me dijo el capitán del equipo de esos años.

Años después, me lo encuentro en unas canchas perdidas en las afueras de la ciudad. Todavía vistiendo de amarillo, más pelado, y con una panza perfecta para sacar pelotas al ángulo, tirándose a rebotar contra el piso como un Barbapapá. Usa lentes y el pelo tomado en un moño, como esperando que el largo de la cola compense lo que ya no le va a salir arriba.

“Bueno, no todos pueden ser facheros. Pero te apuesto que es vanidoso”, me insiste el capitán de los domingos.

 

V.

El grial blasfemo, la figura paterna, el arcoiris de la gravedad, el poema, la satisfacción del grito de gol bien ahogado, el dueño de la pelota, el que no puede correr, el que quiere vestirse multicolor. Cóndor, Súperman, Gato de yeso, Michel Preud’homme. Querer verse bien, querer aguarle la fiesta al rival, jugar con las manos, ser el espectador más cercano de lo mejor de la especie humana.

Todas las anteriores, ninguna de las anteriores.
Yo, ya lo dije, todavía estoy persiguiendo esa pelota.

Arte Digital: Caminos, de Paula Perez

 

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Sobre leo villarroel

Nació en 1981, lo que le permite recordar, entre otras cosas, la época del Betamax vs el VHS, y la vida sin teléfonos celulares, la que añora con toda la desilusión de un viejo gruñón. Tiene una novela terminada, actualmente paseando por el circuito editorial, y se encuentra en el proceso de elaborar una segunda, junto con un libro ilustrado, mientras termina el guión de un proyecto que aún no está en condiciones de revelar. Recibe todo tipo de correspondencia en [email protected] y tiende a desvariar en 140 caracteres o menos en 55lv.

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