Tocopilla, por Juan José Podestá

Kaethe Butcher

I

Creo que con las fotos todo empezó a ir mal.

Una de las enfermeras me dijo que su tío, un militar retirado, padecía hace años una paraplejia que lo tenía postrado hace 3 años, y que en los últimos meses los dolores habían recrudecido. Me pidió que fuera a ver en qué condición creía yo que estaba.

La casa del militar era un clásico ejemplo de construcción de principios del siglo veinte, con barandas en la entrada, una puerta delgada pero elegante y ventanas en el frontis. La sobrina me hizo entrar y me condujo por un pasillo largo e iluminado por una claraboya a la habitación del uniformado.

Su estado era lamentable, y no pude menos que sentir lástima por su condición.

Después de inyectarle una dosis leve de calmante, pregunté su nombre a la enfermera.

-Mikael Olavarría- dijo.

Tiempo después me preguntaría en innumerables ocasiones que era un curioso nombre para un asesino.

 

 

 II

Había llegado con mi esposa embarazada de tres meses destinado a la ciudad de Tocopilla por circunstancias sólo a medias manejadas por mí. Si bien había hecho mi práctica médica zonal en la pequeña ciudad diez años antes, nunca pensé que una serie de errores de procedimiento en una operación volvieran a traerme “castigado” a Tocopilla.

Sin embargo,  pesar de todas las objeciones que pude haber esgrimido, y sabiendo que mis papeles quedarían con una pequeña mancha, creí que el embarazo de Fabiola podía progresar mejor en una localidad tranquila, sin contaminación y sin ese exagerado estrés de la capital. Además, la posibilidad de ahorrar dinero durante el tiempo que estuviera de anestesista fue un aditivo al hecho de no oponer argumentos a mi destinación involuntaria.

El director del hospital nos alojó en una casa sencilla pero bastante decente en un sector del centro muy privilegiado, casi a la entrada de la calle Colón, una de las calles principales de Tocopilla. Con Fabiola nos arreglamos muy bien en la pequeña casa, y debido a que mis turnos no eran agotadores pasamos días muy hermosos, en compañía de un bebé al que aún le quedaban varios meses por nacer.

La vida en provincia está llena de detalles, como esa calma inmensa al ir a comprar a la feria o pasarse horas en la plaza sentados en una banca. Sin contar los innumerables regalos que cada día llegaban a nuestra puerta, de aquellos pacientes que agradecían que los adormeciera del dolor que las operaciones a las que eran sometidos les podrían haber causado.

En los días en que estaba trabajando, a Fabiola la cuidaba una señora que un colega urólogo me recomendó. Por si el trabajo de parto empezaba antes; nunca se sabe.

No sé por qué, pero todos los urólogos son siempre gordos y bonachones.

 

 

III

Estábamos saliendo de la pieza del militar, cuando la anciana que cuidaba a Olavarría me dijo con un aliento que delataba una fuerte infección bucal que su patrón me quería decir algo. Sobrina y señora salieron, pero nada pude sacar en limpio de los balbuceos del viejo militar. “Sabía que no lo podría entender”, dijo la señora cuando justamente yo había salido de la pieza para solicitar su ayuda.

“Entre, le quiere pasar algo”, dijo.

Fue de esa manera que recibí un manojo de fotografías de parte de un militar postrado que no sé por qué peregrino motivo, pensó que un facultativo podía darles un buen uso.

No sé si la desgracia empezó ahí, pero “algo hubo”, “algo hubo”, como decía el viejo doctor Aguirre.

 

 

IV

Hacíamos el amor sin precipitaciones durante las lentas tardes tocopillanas, para evitar cualquier inconveniente en el embarazo, visitábamos a una pareja poco más joven de médicos que, como yo hacía 10 años, reunía en el hospital de la alejada ciudad los puntos necesarios para estudiar la especialización que querían, y comíamos helados en un local llamado “Copacabana”.

Podría hablarse de un oasis, breve, de felicidad.

 

 

V

Con seis balas en el cuerpo llegó un domingo que imaginaba calmo un joven que no sobrepasaría los veinte años. Tan agujereado estaba, y tan desprevenido me pilló, que yo mismo debí tomar una dosis de calmantes antes de inyectarle una muy superior de anestesia general. “Lo vamos a zurcir a este hueón”, dijo en tono medio jocoso un viejo médico general. A mí no me pareció gracioso.

Supe después que la pasta base en algunas poblaciones tocopillanas es un verdadero valor de uso, cuyo mala “administración” se paga muy cara.

Murió luego de dar unos gritos que jamás había oído, que yo recuerde.

 

VI

Por alguna razón, atribuible a la desidia, la ocupación y algo llamado intuición, sólo vi las fotos una semana después.

 

 

VII

En una de las cenas con la pareja joven, no pude dejar de observa cómo mi mujer, embarazada ya de cuatro meses, miraba al joven aspirante a psiquiatra. Es probable que su aire intelectual y su desarrollada labia hayan impresionado a Fabiola.

El embarazo pone a las mujeres sensibles.

 

 

VIII

El derrumbe que dejó a los trece mineros atrapados en una mina ilegal al noroeste de Tocopilla tuvo lugar dos días después de ver las fotografías.

 

FOTOGRAFÍA 1: Cadáver de mujer abierto en canal, probablemente debido a un objeto tipo corvo o daga grande. Mikael Olavarría aparece al lado, sonriendo, claramente atribuyéndose el asesinato.

 

 

IX

Pasaba más días afuera, tomaba algunos turnos que no eran obligatorios y adquirí la costumbre de pasear solo por la plaza de Tocopilla.

No pocas noches soñé con las imágenes, las terribles y en ocasiones tiernas imágenes que observé en las fotografías.

 

 

X

Nunca había pensado en devolverle las fotos a Olavarría, pero el día que quise hacerlo, la señora que lo atendía me dijo llorando que lo estaban velando en la iglesia. No pude más que fabricar una sonrisa con la pena que el militar podía provocar.

Me paseé por las afueras de la iglesia, con la estúpida intención de entregarle las fotos a algún militar que me pareciese juicioso, pero en unos minutos ya estaba de regreso en el hospital.

 

FOTOGRAFÍA 2: Joven mujer sentada, amarrada de pies y manos, y con sus ojos vendadas. Tiene evidentes signos de haber sido golpeada.

 

 

XI

Pero mucho más que las cinco fotografías me impresionó ver, en el pasillo de la casa del director del hospital y en plena fiesta, a mi mujer y el joven aspirante a psiquiatra besándose apasionadamente. Los miré y ellos, obviamente, no hicieron más que disculparse.

Ya en la casa, Fabiola defendió lo indefendible: que la había dejado botada, y que me había vuelto muy extraño en las últimas semanas. Casi un autómata. Le ofrecí sin más irse a Santiago a ver a su familia. Increíblemente, aceptó (¿Yo? ¿Ella?).

 

FOTOGRAFÍA 3: Una joven en el interior de un auto policial, siendo “mechoneada” por la mano de un incógnito funcionario del régimen militar.

                                                                      

 

 XII

Los trece mineros atrapados murieron y por una serie de protocolos desconocidos para mí, y debido a la enfermedad del director del hospital, quedé subrogándolo en el cargo. Me pasaba los días enteros en su oficina, escuchando una emisora que sólo pasaba canciones de los cincuenta y sesenta, nada mal para mí, jugando al solitario y revisando una y otra vez las mismas noticias regionales.

 

FOTOGRAFÍA 4: Una joven en la muralla del que claramente es un campus universitario, apuntada por los fusiles de varios efectivos militares.

 

 

XIII

Escuché lo de la fuga de los presos de la pequeña cárcel de Tocopilla en la emisora que programaba “música del recuerdo”.

Sólo dos horas después llegaron cerca de veinte presos reclamando la atención de tres de ellos que venían baleados. “Lo vamos a zurcir a este hueón”, recordé. Pidieron mi presencia inmediata, porque decidieron tomarse el hospital como una forma de protestar por los malos tratos en la cárcel. Accedí con la condición que no hicieran destrozos en el lugar ni hubiera maltratos a enfermos o funcionarios.

“Al único que le vamos a destrozar el hoyo si se pone hueón es a voh, sapo y la conchetumare maricón culiao”, dijeron.

 

FOTOGRAFÍA 5: La joven despidiéndose del que eventualmente es su pareja en medio del campus con un apasionado beso.

 

 

XIV

Estoy ridículamente amarrado en una de las decenas de bodegas del hospital escuchando, francamente aburrido, cómo el grupo de presos ordena su petitorio a las autoridades.

Boté días antes todas las cartas junto a otros objetos inservibles. Sólo me quedé la número cinco, pues estaban numeradas. ¿Quién lo habrá hecho? ¿Quién las habrá tomado? ¿Con qué objeto?

La guardé porque me parecía la más real, la más opuesta a toda esta brutalidad, a todo este aburrimiento y feroz indiferencia.

 

Ilustración: Kaethe Butcher

 

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Sobre juan josé podestá

juan josé podestáJuan José Podestá Barnao (Tocopilla, Chile, 1979) es escritor y periodista. Actualmente realiza un magíster en Literatura Latinoamericana. Vive entre Iquique y Santiago. En 2010 publicó el poemario “Novela negra”, a través de la editorial Cinosargo. A inicios de este año el sello Narrativa Punto Aparte editó su libro de cuentos “El tema es complicado”. Ha participado en diversos encuentros literarios, tanto en Chile como el extranjero.

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