Por qué escucho música gringa, por Úrsula Starke

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Divagaciones en torno a la banda sonora de la vida

Habito un circuito social en donde la mayoría de la gente escucha música en español que contiene –o debería contener- cierto fundamento “americanista anti imperialista” que la hace superior por sobre el tipo de música gringa que se escucha, por ejemplo, en la radio Rock&Pop y que tiene su máxima expresión en el festival Lollapalooza, una muy exitosa importación del mercado norteamericano. No tengo ganas de entrar en discusiones sobre la calidad musical, el motivo de este comentario es para explicar cómo yo, una chilena de medio pelo, escucho música gringa que no anima a ninguna revolución ni defensa de nada. Se trata de estereotipos trasnochados.

Si soy escritora debo ser de izquierda. Si soy de izquierda debo escuchar una lista de cantautores y grupos abanderados bajo ciertas consignas, muchas veces sospechosas, que le dan “contenido” a su propuesta musical. ¿Pero si no quiero escuchar a la Anita Tijoux, si considero revolucionarios de papel couché a los Calle 13, si me aburre Manuel García y toda esa nueva onda trovadora que ha sabido maquillar muy bien al manido Silvio? ¿Y si nunca he enganchado con Los Fabulosos Cadillacs, Soda Stereo, Pedro Aznar, Kevin Johansen? O por el lado más pop ¿qué pasa si encuentro desabridas a Francisca Valenzuela y Javiera Mena, quienes no me hacen bailar ni con éxtasis a la vena? ¿O no soporto la voz del vocalista de Astro? ¿O no me dicen nada las letras de Pedro Piedra? ¿Debo sentirme culpable por no escuchar música chilena? ¿Soy una especie de traidora si solo me animo con las letras en español de Camilo Sesto, Sandro o Gardel? ¿Seré yo, señor?

Dejando de lado la ironía, pasemos al racconto. La herencia musical paterna que recibí se reduce a la música pop romántica que estaba permitida durante la dictadura y siguió sonando en las radios hasta bien entrados los noventas. Crecí con la Radio Aurora –sí, la de la música bonita- y cuando llegó el momento de aborrecer todo aquello que me ligaba a mis padres, me puse a buscar música que me hiciera desaparecer un poco del viciado ambiente familiar. Ahí hubo un quiebre, una pequeña trizadura sobre el cristal que fue proyectándose sobre mi vida hasta definir el curso de mi adultez tan english spoken.

Fijo el inicio de todo con el siguiente acontecimiento: escuché por radio a los Smashing Pumpkins. No tenía idea qué decían sus letras, mi nivel de inglés a los 12 años no daba para tanto. Pero algo poseía esa música que me entraba directo al estómago, ahí donde los antiguos localizaban al contenedor de los sentimientos. Así que junté la plata y en un viaje a Santiago que hizo mi mamá le encargué algún casette de los Smashing. En ese tiempo, ir a Santiago desde San Bernardo era un viaje de la provincia a la capital que solo se hacía de vez en cuando, en Pullman o tren. Y La Feria del Disco del Ahumada era el único lugar posible donde comprar música que nosotros conocíamos, en una época donde se compraba música a la vieja usanza.

Mi mamá llegó con dos casettes, el disco doble Mellon Collie and the Infinite Sadness, un disco que escuché en mi radio tantas veces como me fue posible, sin saber bien porqué (The Impossible Is Possible Tonight, Believe In Me As I Believe In You, Tonight). Mi papá casi me pegó una vez por no querer bajar esa bulla. Con más ganas escuchaba la bulla. Y muchas de las canciones del disco sí me parecían bulla al no tener la experiencia musical que me hicieran digerible esas guitarras tan fuertes, tan desgarradas. Pero las escuchaba igual. Sentía que ese sonido se equiparaba con la potencia de las cosas que estaba sintiendo, con el vertiginoso agujero negro que comenzaba a socavarse en mi cabeza. Y no estaba equivocada.

Como la pubertad y adolescencia son etapas en esencia bipolares, la música que escuché también lo fue. Por muchos años vagué de moda en moda tratando de parecerme a mis amigos. No fui una chica cool. Estaba huérfana de música y me hubiera venido muy bien un mentor, pero era demasiado antisocial para eso.

Hasta que llegaron mis veinte y con ellos la libertad del Internet, la puerta definitiva al universo musical. Me lancé en picada a bucear por aquellas canciones que siempre me habían llamado desde el parlante de la radio, escuchadas en dispersión. En las radios habían estado años antes sonando Oasis, Blur, Radiohead y recién podía entender su música y traducir sus letras. Entonces, ¿eso era el Britpop? ¡Me gustaba el Britpop! Qué raras las letras de Radiohead, me parecían poesía. Y sus melodías… ¡yo me sentía como sus melodías! Como un libro sin palabras en donde solo hablan las imágenes, la música de Radiohead me hablaba en un idioma que entendía a la perfección.

Luego llegó el destape sexual. ¿Quiénes tocaban esa canción tan pegajosa que aparecía en la horrible película Juegos Sexuales? El flechazo fue de inmediato: Placebo. Y comenzó la adicción. Coleccionar discos, fotos, letras. Eran chicos tan atractivos, tan bisexuales. Yo seguía viviendo en mi calle de tierra de los suburbios y soñaba con las canciones de Placebo. Iba a la Blondie a bailar a Placebo. Tenía sexo escuchando las canciones de Placebo. Me vestía como Placebo. Quería conocer el mundo y su música me lo permitía.

Entonces, vino el aprendizaje. Si solo escuchaba música en inglés, tenía que saber más. No de inglés, sino de música. ¿Qué era el rock alternativo? Y con esta pregunta vino una avalancha de grupos más viejos, algunos de los cuales ya no existían pero que debía conocer: desde Velvet Underground a Pixies, pasando por Pulp, The Flamimg Lips, Depeche Mode, The Verb, The Cure, The Smiths, Joy Division, Sonic Youth. El grunge nunca me gustó. El garage tampoco. Así fui pasando uno a uno los límites de los estilos y quedándome solo con lo que me revolvía el cerebro y me latía en el pecho.

Son muchas las bandas que ahora me gustan. También hay bandas de las que me gustan solo algunos discos, como me gusta Cien años de soledad pero detesto Crónica de una muerte anunciada. Nunca dejo de buscar lo nuevo y no le hago asco a nada que no haya escuchado bien primero. Esta es la forma cómo se arma la banda sonora de mi vida.

Mi pareja un día me dijo “tú eres más europeizada”. Yo creo que se refería a que mi melomanía se sitúa en la música en inglés más que en cualquier otra. ¿Por qué? Porque eso fue lo que encontré cuando salí a buscar afuera. Porque de la enorme gama de opciones que se me ofrecieron el rock alternativo gringo (o en inglés) me hablaba directamente y decía aquello que yo no podía decir pero sentía. Aquello que quería ser y hacer. Y no por esto soy más interesante, menos comprometida, más vendida, ni ninguno de los estereotipos con los que la gente intenta tipificar a otra gente como una manera de aducirle características a priori que no tienen la obligación de poseer.

Es porque amo la música, ese arte que me parece imposible de hacer pero que disfruto en toda su envergadura. Es porque Karma Police me parece más sublime que cualquier otra cosa que haya escuchado y After Life siempre me va hacer llorar recordando a un amigo que murió. Así de simple y maravilloso.

 

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Sobre Úrsula Starke

Úrsula StarkePublica su primer libro, Obertura en 2000 (Maipo Ediciones). El año 2002 obtiene la beca de la Fundación Pablo Neruda y gana el primer lugar en el Concurso de Literatura de la Municipalidad de San Bernardo. En el año 2007 publica su libro Ático (Editorial Cuarto Propio). Sus poemas han sido incluidos en antologías y sitios Web de Chile y el extranjero. Actualmente, está egresada de Licenciatura en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile y se dedica al fomento y mediación de la lectura en la Biblioteca Viva Sur de San Bernardo. A finales del 2013 publica el plaquette Artificio gracias a Ediciones Colectivas Periféricas. Publica su primera novela Cartas desde el Sanatorio el 2014.

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