Anne-Sexton

LUNES

La primera vez que la vi, fue como si algo me hubiera desatornillado de la tierra y me devolviera el movimiento. Después (dos minutos después), apagué la computadora. Después (dos minutos y tres segundos después), salí a la calle. Después (dos minutos y no sé cuánto), caminé. Su voz me retumbaba, su cara, su sonrisa como un sonido maravillosamente áspero, de ángel apresado, amarrado, pero lúcido. En el Parque Nacional sentí que los huesos se me tiñeron de negro, y entendí, como nunca, que vivía. ¿Cuántos momentos podríamos rescatar de la memoria personal que nos hayan llevado al límite de hacernos reconocer altamente vivos? ¿Cuántas imágenes, ruidos, voces, te ponen los pies a mil por hora? El mundo de los lunes, menos mal, está lleno de excepciones, y aquella fue una de las tantas, además de mujeres con faldas luciendo huesos fríos, ventanas con cortinas tapando amores regios, necios, libertinos.

Aunque la Budweiser no era mi cerveza, ese lunes en la noche me tomé quince. Maté la noche a punta de cervezas, y al recordar la imagen de ella, sus ojos fuertes, su pelo negro en formato blanco y negro, su boca como una vagina grande dispuesta y su vestido negro, le puse fuego a la atmósfera y fumé también a un ritmo desenfrenado.

Recordaba la imagen de ella lleyendo el poema Menstruation at forty, la lámpara que aparece en el plano y desaparece, el humo del cigarro cubriéndola, lento, el enojo con el perro que la interrumpía ladrando, y luego, ya sin impedimentos, las palabras mortales (minuto 1:23 del vídeo): yo estaba pensando en un hijo/El útero no es un reloj/ni una campana que suena/pero en el undécimo mes de su vida/siento el noviembre del cuerpo/tan bien como el del calendario/Dentro de dos días será mi cumpleaños/y como siempre la tierra ha terminado su cosecha/Esta vez quiero cazar a la muerte/la noche a la que me inclino/la noche que quiero…

¿Quién, además de ella misma, ha puesto al acento en la historia de esta mujer fantasma? ¿Qué ritmo llevan las palabras que la describen? Cuando me senté a pensarla, sentía que la ciudad se movía, que temblaba, y las manos empezaron a quemarme como si las tuviera metidas en una chimenea. Esa era la señal: cuando las manos queman, es la hora de escribir, de poner la vida con todas sus muertes diarias a existir desde la palabra. Entonces, ni siquiera con ánimos de caminar hasta la computadora, tomé una hoja de papel, un lápiz, y escribí.

Al principio, no supe qué decía. A veces pasa: uno empieza escribiendo y no sabe lo que dice impulsado por un algo inexplicable que, como un beso en la mañana, impensado, virgen y doloroso, te avisa que existes en el mundo, y te abre la puerta al paraíso aunque te suelte en un camino oscuro. Pues así, seguí escribiendo y escribiendo. Lejos de todo, pero tocado por todo. Lejos del mar, pero naufragando en él. De otra manera sería una mentira la escritura y se convertiría en una obligación, en un acto obediente, resignado, sin alma.

El lunes tuve vida. El lunes escribí sobre una sombra, sobre el peso de esa sombra que en vez de sepultarme, me iluminaba. El lunes, como dije, me tomé quince cervezas, me devolví a mí mismo en una línea del tiempo curvilínea que no había conocido y me dejé estropear violentamente por la palabra. La mujer, la sombra, la bebida vital y alimento se llama Anne Sexton, y la vi en un vídeo que nunca pensé que existía, escribí sobre ella, sobre su imagen perturbadora y cruel, como todas las imágenes dignas de elogio.

La había leído cuando yo apenas tenía 20 años, pero no la había visto. Encontrármela así, de frente, me puso a escribir, que es mi manera más visible de estar vivo. Amé y amo a esta mujer que después de haber pasado por hospitales psiquiátricos, decidió no volver y siguió tomando los medicamentos, pero bajándolos con una Budweiser, o siete, o veinte. Amé y amo a esta mujer que a pesar de haberse suicidado en 1974 en el garaje de su casa (año en el que yo nací), le dejó a su hija Linda Grey Sexton, y de paso al mundo, un legado importante y fundamental sobre la existencia: escribir es un acto que bordea la muerte. Algunos mueren en el intento, y otros consiguen de alguna forma mantenerse. Nada distinto a cualquier reto en la existencia: hay quienes no lo logran, y al no lograrlo, mueren simbólicamente, pero hay otros que, a pesar de los enfrentamientos con la muerte, sobreviven, y cuentan, y narran la experiencia, escribiéndola.

A veces en la vida también hay coincidencias: Anne Sexton se suicida en el año 1974, justo el mismo año en el que yo nací, y el lunes, con lluvia, me sirvió de pretexto para estar vivo, es decir, para escribir. Y así la vida va avanzando. Todo, absolutamente todo es escribible, y lo que no se pueda escribir, entonces no existe.

John Rodríguez Saavedra
Periodista y escritor nacido en Sandoná (Nariño, Colombia). Ganador del premio de poesía Universidad Central de Bogotá en 2011. Poemas suyos han sido incluidos en: Me Arde, breve antología Ecuador-Colombia publicada 2012 en Lima con motivo del aniversario del natalicio de César Vallejo, y en la antología de poesía viva Nariñense-Carchense que se lanzó en la Feria Internacional del Libro de Bogotá en 2013. En ese mismo año, su novela Desayuno & Teléfono fue publicada por la Secretaría de Cultura de Pasto. En periodismo, ha trabajado en Canal Capital de Bogotá y actualmente escribe en revistas de literatura y teatro de Colombia y Argentina. Textos suyos han sido traducidos al alemán: poemas por la revista Randnummer de Berlín, y ensayos en el portal de internet los Superdemocratikos. Su obra Postscriptum cerró el festival Pasto Teatro en 2011. La editorial Ceibo, de Chile publicó su novela Muerte de Conejo por vodka que se lanzó en la Feria Internacional del Libro de Santiago en noviembre de 2014. Actualmente está en proceso de terminación de Fantods, libro de relatos, y de Ventanas para el insomnio, libro de poesía en prosa. Escribe también para la revista Caras y Caretas, de Montevideo, para el portal Hemisferio Zero y en la revista Cartón Piedra, del diario El Telégrafo, de Guayaquil.