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Silvia corrió riendo bajo la luminosidad de la noche, entre las rosas, las dalias y las margaritas, bajó por el sendero de grava y dejó atrás los montones de hierba recogida de los jardines. Las estrellas, atrapadas en los charcos de agua, brillaban por doquier, mientras la joven se abría paso entre ellas y llegaba a la pendiente situada al otro lado del muro de ladrillo. Los cedros sostenían el cielo y hacían caso omiso de la forma esbelta que corría, el pelo castaño al viento y los ojos centelleantes.
—Espérame —protestó Rick, mientras la seguía con precaución por el sendero que no conocía muy bien. Silvia no se detuvo—. ¡No corras tanto! —gritó, irritado.
—No puedo, es tarde.
Silvia apareció de improviso frente a él y le cerró el paso.
—Vacía tus bolsillos —jadeó. Sus ojos grises refulgían—. Tira todas las cosas de metal. Ya sabes que no soportan el metal.
Rick registró sus bolsillos. En el abrigo guardaba dos monedas de diez centavos y una de cincuenta.
—¿Esto también?
—¡Sí!
Silvia se apoderó de las monedas y las arrojó entre los oscuros montones de lirios de agua. Las piezas de metal se hundieron con un siseo y desaparecieron.
—¿Algo más? —Aferró su brazo con impaciencia—. Ya vienen. ¿Algo más, Rick?
—Sólo mi reloj. —Rick apartó la muñeca de los dedos codiciosos de Silvia—. No pienso tirarlo entre los arbustos.
—Déjalo sobre el reloj de sol, o encima del muro. O en el hueco de un árbol. —Silvia se puso a correr de nuevo. Escuchó su voz nerviosa y extasiada—. Tira la pitillera, las llaves, la hebilla del cinturón… Todo lo que sea de metal. Ya sabes que detestan el metal. ¡Es tarde, date prisa!
Rick la siguió con semblante hosco.
—De acuerdo, bruja.
—¡No digas eso! —replicó con furia Silvia desde la oscuridad—. No es verdad. Has prestado oídos a mis hermanas, a mi madre y…
El ruido ahogó sus palabras. Un aleteo lejano, como inmensas hojas agitadas por una tormenta invernal. Frenéticos golpes sordos vibraron en el cielo nocturno. Esta vez se aproximaban muy de prisa. Estaban demasiado ávidos, demasiado desesperados para esperar. El miedo se apoderó del joven, que corrió en pos de Silvia.
Silvia era una diminuta columna de falda y blusa verde en el centro de la masa revoloteante. Los mantenía a distancia con un brazo y trataba de manipular la canilla con la otra. La frenética actividad de alas y cuerpos la dobló como una caña. Durante unos instantes desapareció de su vista.
—¡Rick! —gritó con voz débil—. ¡Ven a ayudarme! —Los apartó y logró incorporarse—. ¡Me están ahogando!
Rick atravesó el muro de un blanco cegador hasta llegar al borde del pesebre. Bebían con avidez la sangre que derramaba la canilla de madera. Atrajo a Silvia hacia sí. Estaba aterrorizada y temblorosa. La abrazó con fuerza hasta que la violencia y la furia que les rodeaba se apagó.
—Tienen hambre —dijo Silvia con voz estrangulada.
—Te has portado como una idiota. ¡Podrían haberte hecho trizas!
—Lo sé. Son capaces de todo. —Se estremeció, nerviosa y cansada—. Míralos —susurró con voz ronca por el temor y la admiración—. Fíjate en su tamaño, de un extremo a otro de las alas. Son blancos, Rick. Inmaculados, perfectos. No existe en nuestro mundo nada tan inmaculado. Grandes, limpios y maravillosos.
—Estaban ansiosos de beber la sangre del cordero.
El suave cabello de Silvia azotó la cara de Rick cuando las alas se agitaron por todas partes. Se marchaban, ascendían hacia el cielo. Aunque en realidad, hacia el cielo no. Volvían a su mundo, desde el cual habían olido la sangre… Pero no era tan sólo la sangre; habían acudido por Silvia. Ella los había atraído.
Los ojos grises de la muchacha estaban abiertos de par en par. Alzó una mano hacia los blancos seres. Uno de ellos se aproximó. La hierba y las flores chisporrotearon cuando brotó una breve fuente de llamas blancas cegadoras. Rick huyó. La silueta flamígera flotó un momento sobre Silvia, y después se escuchó un seco «pop». El último gigante de alas blancas había desaparecido. La oscuridad y el silencio volvieron a posarse poco a poco sobre el aire y la tierra.
—Lo siento —susurró Silvia.
—No lo vuelvas a hacer —consiguió articular Rick. Estaba aturdido por el susto—. Es peligroso.
—A veces me olvido. Lo siento, Rick. No tenía la intención de traerlos tan cerca. —Intentó sonreír—. Hacía meses que no era tan descuidada. Desde aquella vez, cuando te traje por primera vez aquí. —Una expresión ávida y feroz se dibujó en su cara—. ¿Lo has visto? ¡Fuerza y llamas! Ni siquiera me tocó. Se limitó a… mirarnos. Nada más. Todo lo que nos rodeaba ardió.
Rick la abrazó.
—Escucha —dijo con voz rasposa—, no vuelvas a llamarlos. Es un error. Éste no es su mundo.
—No es un error; es bello.
—¡Es peligroso! —Hundió los dedos en su piel hasta que la joven gimió de dolor—. ¡No vuelvas a llamarlos!
Silvia lanzó una carcajada histérica. Se soltó y penetró en el círculo calcinado que la horda de ángeles había creado antes de volar hacia el cielo.
—No puedo evitarlo —gritó—. Soy de su raza. Son mi familia, mi pueblo. Generaciones y generaciones, hasta el pasado más remoto.
—¿Qué quieres decir?
—Son mis antepasados, y algún día me reuniré con ellos.
—¡Eres una bruja! —aulló Rick, furioso.
—No —contestó Silvia—. No soy una bruja, Rick. ¿No lo entiendes? Soy una santa.
La cocina estaba caliente y bien iluminada. Silvia enchufó la cafetera y tomó un gran pote rojo de café de los estantes situados sobre el fregadero.
—No debes hacerles caso —dijo, mientras ponía platillos y tazas sobre la mesa y sacaba crema de leche de la nevera—. Ya sabes que no entienden nada. Míralos.
La madre de Silvia y sus hermanas, Betty Lou y Jean, se apretujaban en la sala de estar, atemorizadas y cautelosas, y contemplaban a la joven pareja. Walter Everett se encontraba de pie junto a la chimenea, el rostro inexpresivo.
—Escúchame tú a mí —dijo Rick—. Tienes el poder de atraerlos ¿Quieres decir que no eres…, que Walter no es tu padre?
—Oh, sí, claro que sí. Soy completamente humana. ¿No parezco humana?
—Pero eres la única que posee ese poder.
—Físicamente, no soy diferente —reflexionó Silvia en voz alta—. Poseo la capacidad de ver, nada más. Antes que yo, otros la han tenido: santos, mártires. Cuando era niña, mi madre me leyó la vida de santa Bernadette. ¿Recuerdas dónde estaba su cueva? Cerca de un hospital. Volaban por allí y vio a uno.
—¿Y la sangre? ¡Es grotesco! Nunca existió nada parecido.
—Oh, sí. La sangre les atrae, sobre todo la de cordero. Vuelan sobre los campos de batalla, como valkirias que transportan a los muertos al Walhalla. Por eso los santos y los mártires se flagelan y mutilan. ¿Sabes de dónde saqué la idea?
Silvia ató un pequeño delantal alrededor de su cintura y llenó la cafetera.
—Cuando tenía nueve años lo leí en La Odisea, de Homero. Ulises cavó un surco en el suelo y lo llenó de sangre para atraer a los espíritus. Las sombras del submundo.
—Es verdad —admitió Rick de mala gana—. Lo recuerdo.
—Los fantasmas de los muertos. Antes habían vivido. Todo el mundo vive aquí, muere y va allí. —Su rostro se iluminó—. ¡Todos tendremos alas! Todos volaremos. Todos poseeremos fuego y poder. Nunca más volveremos a ser gusanos.
—¡Gusanos! Así me llamas siempre.
—Pues claro que eres un gusano. Todos somos gusanos, sucios gusanos que se arrastran sobre la corteza de la Tierra, entre el polvo y los excrementos.
—¿Por qué les atrae la sangre?
—Porque es vida y la vida les atrae. La sangre es uisge beatha, el agua de vida.
—¡La sangre significa muerte! Un pesebre lleno de sangre…
—No es muerte. Cuando ves a una oruga que se encierra en su capullo, ¿crees que está muriendo?
Walter Everett apareció en el umbral. Escuchó a su hija con expresión sombría.
—Un día —dijo con voz ronca—, la atraparán y se la llevarán. Ella lo desea. Está esperando ese día.
—¿Lo ves? —dijo Silvia a Rick—. Él tampoco entiende. —Desconectó la cafetera y sirvió el café—. ¿Quieres? —preguntó a su padre.
—No.
—Silvia —dijo Rick, como si estuviera hablando con un niño—, si te marcharas con ellos, sabes que no podrías volver con nosotros.
—Tarde o temprano, todos debemos cruzar la frontera. Así es la vida.
—Pero sólo tienes diecinueve años —se lamentó Rick—. Eres joven, llena de salud y bella. Y nuestro matrimonio… ¿Qué hay de nuestro matrimonio? —Casi se levantó de la mesa—. Silvia, ¡debes acabar con esto!
—No puedo. Tenía siete años cuando les vi por primera vez. —Silvia estaba de pie junto al fregadero, la cafetera sujeta en las manos, una mirada soñadora en los ojos—. ¿Te acuerdas, papá? Vivíamos en Chicago. Era invierno. Me caí, camino del colegio. —Extendió un brazo—. ¿Ves la cicatriz? Me caí y me corté con la grava y el fango. Volví a casa llorando… Caía aguanieve y el viento aullaba a mi alrededor. Mi brazo sangraba y el mitón estaba empapado en sangre. Entonces levanté la vista y los vi.
Se hizo el silencio.
—Ellos te quieren —dijo Everett, afligido—. Son moscas, moscardones al acecho que te esperan. Te llaman para que te marches con ellos.
—¿Por qué no? —Los ojos grises de Silvia brillaban y sus mejillas irradiaban alegría e impaciencia—. Tú les has visto, papá. Ya sabes lo que significa. La transfiguración: ¡Barro convertido en divinidad!
Rick salió de la cocina. Las dos hermanas continuaban de pie en la sala de estar, curiosas e inquietas. La señora Everett estaba algo apartada, el rostro impenetrable, los ojos inexpresivos detrás de las gafas con montura de acero. Desvió la vista cuando Rick pasó a su lado.
—¿Qué ha pasado? —le susurró Betty Lou. Tenía quince años, hoyuelos en las mejillas, cabello color arena deslustrado. Era flaca y de pecho liso—. Silvia nunca nos deja ir con ella.
—No ha pasado nada —murmuró Rick.
El feo rostro de la muchacha expresó ira.
—No es verdad. Los dos estaban en el jardín, a oscuras, y…
—¡No hables con él! —le espetó su madre. Empujó a las dos chicas hacia fuera y dirigió a Rick una mirada de odio y dolor. Después, se alejó a toda prisa de él.
Rick abrió la puerta del sótano y encendió la luz. Descendió poco a poco hacia la fría y húmeda habitación de hormigón y tierra. La luz amarilla colgaba de los cables cubiertos de polvo.
En un rincón destacaba la enorme caldera, con sus gigantescos tubos de aire caliente. A su lado se erguía el calentador de agua y montones de objetos desechados, cajas llenas de libros y periódicos, así como muebles viejos, cubiertos por una espesa capa de polvo y numerosas telarañas.
En el extremo más alejado estaban la lavadora y la secadora. Y el sistema de bombeo y refrigeración de Silvia.
Rick se acercó al banco de trabajo y escogió un martillo y dos pesadas llaves inglesas. Cuando se dirigía hacia el laberinto de tubos y aparatos, Silvia apareció de repente en lo alto de la escalera, con la taza de café en la mano.
Se precipitó hacia él.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, examinándole con suma atención—. ¿Qué piensas hacer con el martillo y las llaves?
Rick dejó caer las herramientas en el banco de trabajo.
—Creí que podría solucionar este asunto de una vez por todas.
Silvia se interpuso entre Rick y los depósitos.
—Creía que habías comprendido. Ellos siempre han formado parte de mi vida. Cuando viniste conmigo la primera vez, me dio la impresión que entendías…
—No quiero perderte —replicó Rick con aspereza—, ni por nada ni por nadie, en este mundo o en el que sea. No voy a renunciar a ti.
—¡No es cuestión de renunciar! —La muchacha entornó los ojos—. Has bajado para destruirlo todo. Me descuido un momento y te dispones a romperlo todo, ¿eh?
—En efecto.
El miedo sustituyó a la ira en el rostro de Silvia.
—¿Quieres tenerme encadenada aquí? Debo seguir adelante. Esta parte del viaje ha terminado. Ya me he quedado suficiente tiempo.
—¿Es que no puedes esperar? —preguntó Rick, furioso, la voz temblorosa de rabia—. ¿Acaso no se termina siempre demasiado pronto?
Silvia se encogió de hombros y desvió la vista, los brazos cruzados y los rojos labios apretados.
—Quieres seguir siendo un gusano. Una oruga repugnante.
—Te quiero.
—¡No puedes poseerme! —replicó la joven, irritada—. No puedo perder el tiempo en esas cosas.
—Te preocupan otras más elevadas —respondió Rick con sarcasmo.
—Por supuesto. —Se ablandó un poco—. Lo lamento, Rick. ¿Te acuerdas de Ícaro? Tú también quieres volar. Lo sé.
—Cuando llegue el momento.
—¿Por qué no ahora? ¿Por qué esperar? Tienes miedo. —Se alejó unos metros de él y una sonrisa de astucia se dibujó en sus labios rojos—. Rick, quiero enseñarte algo, pero antes prométeme… que no se lo contarás a nadie.
—¿Qué es?
—¿Me lo prometes? —Apoyó la mano sobre la boca del joven—. Debo ser precavida. Me costó mucho dinero. Nadie lo sabe. Los hacen en China; todo confluye hacia ellos.
—Has despertado mi curiosidad —dijo Rick, algo inquieto—. Enséñamelo.
Silvia, temblando de emoción, desapareció detrás de un enorme frigorífico y se hundió en las tinieblas, entre el laberinto de espirales. Rick oyó que tiraba de algo grande.
—¿Lo ves? —dijo Silvia con voz ahogada—. Échame una mano, Rick. Pesa mucho. Es de madera y latón, forrado de metal. Pintado y pulido a mano. Y la talla… ¡Fíjate en la talla! ¿Acaso no es precioso?
—¿Qué es? —preguntó Rick con voz ronca.
—Mi capullo —contestó Silvia.
Estaba sentada en el suelo y apoyaba la cabeza con expresión arrobada en el ataúd de roble pulido.
Rick la agarró por el brazo y la obligó a levantarse.
—¿Qué haces sentada en el sótano, con ese ataúd…? —Se interrumpió—. ¿Qué te pasa?
El dolor deformaba las facciones de Silvia. Se apartó de él y se llevó un dedo a la boca.
—Me he cortado con un clavo o algo cuando me has levantado.
Un hilo de sangre resbalaba por sus dedos. Buscó un pañuelo en el bolsillo.
—Déjame verlo. —Rick avanzó hacia la joven, pero ésta se apartó—. ¿Es grave? —preguntó.
—Aléjate de mí —susurró Silvia.
—¿Qué ocurre? ¡Déjame verlo!
—Rick —dijo Silvia en voz baja y perentoria—, ve a buscar agua y esparadrapo. Lo más rápido posible. —Intentaba dominar su creciente terror—. Debo detener la hemorragia.
—¿Arriba? —Rick empezó a alejarse con movimientos torpes—. No parece tan grave. ¿Por qué no… ?
—De prisa. —La voz de la joven temblaba de miedo—. ¡De prisa, Rick!
El joven, confuso, corrió unos pasos.
El terror de Silvia le acompañó.
—No, es demasiado tarde —dijo la muchacha con voz apenas audible—. No vuelvas… Manténte alejado de mí. Ha sido culpa mía. Yo les acostumbré a venir. ¡Vete! Lo siento, Rick. Oh…
Dejó de oír su voz cuando la pared del sótano estalló en mil pedazos. Una luminosa nube blanca penetró en el sótano.
Venían por Silvia. Ésta corrió hacia Rick, se detuvo, vacilante, y la blanca masa de cuerpos y alas la rodearon. Gritó una vez. Después, una violenta explosión transformó el sótano en un horno al rojo vivo.
Rick fue lanzado al suelo. El cemento estaba caliente y seco; el calor que reinaba en el sótano era insoportable. Las ventanas estallaron cuando otras formas blancas se abrieron paso. Las paredes fueron pasto del humo y las llamas. El techo cedió y una lluvia de yeso se derrumbó sobre el suelo.
Rick logró ponerse en pie. La furiosa actividad disminuía. El sótano era un caos de escombros. Todas las superficies se veían negras, chamuscadas y cubiertas de cenizas humeantes. Todo estaba sembrado de madera astillada, trozos de ropa y hormigón reventado. El complejo sistema de bombeo y refrigeración se había convertido en una reluciente masa de escoria. Toda una pared estaba inclinada. El yeso lo cubría todo.
Silvia era un guiñapo retorcido. Tenía los brazos y las piernas doblados grotescamente. Restos carbonizados y arrugados de ceniza abrasada por el fuego, que formaba un confuso montón. Sólo quedaban fragmentos chamuscados, una cáscara quebradiza y consumida.
La noche era cerrada, oscura y fría. Algunas estrellas brillaban como hielo sobre su cabeza. Un débil viento húmedo agitaba los lirios de agua y levantaba la grava del sendero que serpenteaba entre las rosas negras.
Estuvo acuclillado durante largo rato, escuchando y observando. Detrás de los cedros, la mansión se recortaba contra el cielo. Al pie de la colina, algunos coches transitaban por la autopista. Por lo demás, no se oía ningún otro ruido. Frente a él sobresalían el contorno cuadrado del pesebre de porcelana y el tubo que había transportado sangre desde la nevera del sótano. El pesebre estaba vacío y seco, a excepción de unas hojas que habían caído en su interior.
Rick aspiró una profunda bocanada de aire nocturno y lo retuvo en los pulmones. Después, se levantó con movimientos rígidos. Escudriñó el cielo, pero no distinguió el menor movimiento. Sin embargo, allí estaban, al acecho y vigilantes: sombras imprecisas, ecos de un pasado legendario, una hilera de siluetas similares a dioses.
Tomó los pesados recipientes, los arrastró hacia el pesebre y vertió la sangre procedente de un matadero de Nueva Jersey, res de baja estofa, espesa y coagulada. Manchó sus ropas y retrocedió, nervioso, pero nada agitó el aire. El jardín siguió en silencio, invadido por la niebla nocturna y la oscuridad.
Se quedó junto al pesebre, preguntándose si acudirían. Lo que les atraía era Silvia, no sólo la sangre. En su ausencia, lo único que les atraía era la carne cruda. Acercó los bidones vacíos a los arbustos y los tiró de una patada ladera abajo. Registró sus bolsillos con todo cuidado, para asegurarse que no había nada metálico.
Silvia les había acostumbrado a hacer acto de presencia, año tras año. Ahora, estaba al otro lado. ¿Significaba eso que no vendrían? Algo se removió entre los arbustos. ¿Un animal o un ave?
La sangre, espesa y oscura, centelleaba en el pesebre, como plomo viejo. Era el momento propicio para que acudieran, pero nada agitó los altos árboles que se alzaban hacia el cielo. Escudriñó las hileras de rosas negras inclinadas, el sendero de grava por el que Silvia y él habían corrido. Rechazó con violencia el recuerdo reciente de sus ojos centelleantes y sus sensuales labios rojos. La autopista que corría al otro lado de la pendiente, el jardín vacío y desierto, la casa silenciosa donde su familia aguardaba y se cobijaba. Al cabo de un rato, percibió un ruido apagado, cortante. Se puso en tensión, pero sólo era un camión diesel que surcaba la autopista, y sus faros perforaron las tinieblas.
Se puso en pie con semblante sombrío, las piernas abiertas, los zapatos hundidos en la blanda tierra negra. No se iba a marchar. Se quedaría hasta que vinieran. Quería recuperarla…, a cualquier precio.
Telarañas de humedad se deslizaban sobre la luna. El cielo parecía una inmensa llanura desnuda, carente de vida o calor. El frío mortal del espacio, lejos de los soles y los seres vivos. Mantuvo la cabeza alzada hasta que el cuello le dolió. Estrellas gélidas, que aparecían y desaparecían en la capa de niebla. ¿Había algo más? ¿No querían venir, o no les interesaba? Lo que les interesaba era Silvia…, y ahora ya la tenían.
Captó un movimiento a su espalda, pero silencioso. Cuando iba a volverse, los árboles y la hierba que le rodeaban se removieron. Se fundieron con las sombras nocturnas. Algo se movió entre ellos, rápida, silenciosamente, y luego desapareció.
Habían venido. Lo presentía. Habían eliminado su energía. Estatuas frías e indiferentes que se alzaban entre los árboles, al acecho entre los cedros, extrañas a él y a su mundo, atraídas por la curiosidad y una costumbre adquirida.
—Silvia —dijo en voz alta—. ¿Cuál eres?
No obtuvo respuesta. Quizá no se encontraba entre ellos. Se sintió ridículo. Una vaga sombra blanca revoloteó sobre el abrevadero, se detuvo un instante y prosiguió su camino. El aire vibró sobre el abrevadero y luego se inmovilizó, cuando otro gigante lo inspeccionó y se retiró.
El pánico se apoderó de Rick. Se marchaban de nuevo, regresaban a su mundo. Habían rechazado el pesebre; no les interesaba.
—Esperen —murmuró con voz ronca.
Algunas sombras blancas se rezagaron. Se acercó a ellas con parsimonia, consciente de su inmensidad. Si una le tocaba, se convertiría en un montoncito de cenizas. Se detuvo a escasos metros.
—Ya saben lo que quiero —dijo—. Quiero que ella vuelva. No tendrían que habérsela llevado aún.
Silencio.
—Fueron demasiado codiciosos —prosiguió—. Se equivocaron. Al fin y al cabo, tarde o temprano se les habría entregado. Lo había planificado todo.
La niebla oscura crepitó. Las sombras que destellaban entre los árboles se agitaron, en respuesta a sus palabras.
—Es verdad.
Un sonido frío, impersonal, que vagó a su alrededor, de árbol en árbol, sin procedencia ni dirección. El viento de la noche lo barrió y sólo quedaron ecos imprecisos.
Se sintió aliviado. Se habían detenido, habían sido conscientes de su presencia, habían escuchado lo que debía decirles.
—¿Creen que es verdad? —preguntó—. Tenía una larga vida por delante. Íbamos a casarnos, a tener hijos.
No hubo respuesta, pero percibió una tensión creciente. Escuchó con suma atención, pero no distinguió nada. Al cabo de un rato, comprendió que entre ellos se libraba una gran batalla, un arduo conflicto. La tensión aumentó. Más formas oscilaron, ocultaron las nubes y las estrellas gélidas.
—¡Rick!
Una voz habló muy cerca de él, refugiada entre los árboles y las plantas húmedas. Apenas pudo oírla; las palabras se desvanecieron apenas pronunciadas.
—Rick… Ayúdame a regresar.
—¿Dónde estás? —No pudo localizarla—. ¿Qué puedo hacer?
—No lo sé. —La voz estaba henchida de perplejidad y dolor—. No entiendo nada. Algo salió mal. Debieron pensar que quería reunirme con ellos cuanto antes. ¡No era así!
—Lo sé —dijo Rick—. Fue un accidente.
—Estaban esperando. El capullo, el pesebre…, pero fue demasiado pronto.
Captó su terror desde la vaga lejanía del otro universo.
—Rick, he cambiado de idea. Quiero volver.
—No es tan sencillo.
—Lo sé. Rick, el tiempo es diferente en este lado. Me he distanciado tanto… Tu mundo parece alejarse. Han pasado años, ¿verdad?
—Una semana.
—Fue culpa de ellos. No creerás que fue mía, ¿verdad? Saben que se equivocaron. Los culpables fueron castigados, pero eso no me consuela. —El pánico y el dolor distorsionaron su voz, de modo que no pudo entenderla—. ¿Cómo puedo regresar?
—¿Ellos no lo saben?
—Dicen que es imposible. —Su voz tembló—. Dicen que destruyeron la parte de barro, que fue incinerada. No hay manera que pueda volver.
Rick respiró hondo.
—Que encuentren otra forma. Es lo mínimo que pueden hacer. ¿Acaso no tienen el poder? Se apoderaron de ti demasiado pronto; deben enviarte de vuelta. Es su responsabilidad.
Las formas blancas se removieron inquietas. El conflicto se planteó en toda su crudeza; no podían acceder. Rick retrocedió unos pasos, cauteloso.
—Dicen que es peligroso. —La voz de Silvia no surgió de ningún punto concreto—. Dicen que lo intentaron en una ocasión. —Intentó controlar la voz—. El nexo entre este mundo y el tuyo es inestable. Existen inmensas cantidades de energía que flotan libremente. El poder que tenemos en este lado no es nuestro, en realidad. Es una energía universal, derivada y controlada.
—¿Por qué no pueden… ?
—Este continuo es superior. Existe un proceso natural de la energía que va de las regiones inferiores a las superiores, pero el proceso inverso es peligroso. La sangre es una especie de guía, una señal luminosa.
—Como mariposas alrededor de una bombilla —dijo Rick con amargura.
—Si me envían de vuelta y algo sale mal… —Su voz se quebró y después continuó—. Si cometen un error, podría perderme entre las dos regiones. La energía libre podría absorberme. Por lo visto, está viva en parte. Es incomprensible. Acuérdate de Prometeo y del fuego…
—Entiendo —dijo Rick, con la mayor calma posible.
—Querido, si me envían de vuelta tendré que tomar alguna forma. Ya no poseo una forma concreta, ¿sabes? En este lado no hay auténticas formas materiales. Lo que tú ves, las alas y la blancura, no existen. Si consigo volver a tu lado…
—Tendrías que adoptar una forma.
—Tendrías que introducirme en algo de barro, introducirme y darle nueva forma. Como hizo Él hace mucho tiempo, cuando se depositó en tu mundo la forma original.
—Si lo hicieron una vez, pueden volver a hacerlo.
—El que lo hizo se marchó. Pasó a un estadio superior. —Notó una triste ironía en su voz—. Hay regiones más elevadas. La escala no se detiene aquí. Nadie sabe dónde acaba, pues da la impresión que asciende incesantemente. Mundo tras mundo.
—¿Quién toma las decisiones acerca de ti?
—Me corresponden a mí. Dicen que si quiero arriesgarme, lo intentarán.
—¿Has pensado algo?
—Tengo miedo. ¿Y si algo sale mal? Tu no has visto la región intermedia. Las posibilidades son increíbles. Me aterrorizan. Él fue el único que tuvo la valentía suficiente. Todos los demás se asustaron.
—Ha sido culpa de ellos. Deben aceptar la responsabilidad.
—Lo saben. —Silvia vaciló—. Rick, querido, dime qué debo hacer.
—¡Vuelve!
Silencio. Después, su voz, débil y patética.
—Lo haré, Rick, si crees que es lo correcto.
—Lo es —dijo el joven con firmeza. Se obligó a no pensar, ni a imaginar nada. Tenía que recuperarla—. Diles que empiecen ya. Diles…
Una ensordecedora explosión se produjo ante él. Salió despedido por los aires y fue arrojado a un mar llameante de energía pura. Se marchaban y un lago incandescente de energía bullía y atronaba a su alrededor. Durante una fracción de segundo pensó que veía a Silvia, con las manos extendidas hacia él en un gesto implorante.
Después, el fuego se extinguió y se encontró tendido en la oscura humedad de la noche. Solo y en medio del silencio.
Walter Everett le ayudó a levantarse.
—¡Maldito idiota! —repitió una y otra vez—. No debiste traerlos de vuelta. Ya nos han arrebatado bastante.
Luego, entró en la cálida sala de estar. La señora Everett se quedó en silencio frente a él, el rostro severo e inexpresivo. Las dos hermanas revoloteaban a su alrededor, curiosas y nerviosas, una morbosa fascinación asomaba a sus ojos.
—Me pondré bien —murmuró Rick.
Tenía la ropa chamuscada y ennegrecida. Se limpió la ceniza que manchaba su cara. Tenía fragmentos de hierba seca adheridos al cabello. Habían efectuado un círculo de fuego a su alrededor mientras descendían. Se recostó contra el sofá y cerró los ojos. Cuando los abrió, Betty Lou Everett le estaba embutiendo un vaso de agua entre las manos.
—Gracias —murmuró.
—No tendrías que haberlo hecho —repitió Walter Everett—. ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? Ya sabes lo que le pasó a ella. ¿Quieres que te ocurra lo mismo?
—Quiero que vuelva —dijo Rick en voz baja.
—¿Estás loco? No puedes lograrlo. Se ha marchado. —Sus labios se torcieron convulsivamente—. La has visto.
Betty Lou estaba mirando con fijeza a Rick.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. La has visto.
Rick se levantó y salió de la sala de estar. Vació el agua en el fregadero de la cocina y volvió a llenarlo. Mientras se apoyaba contra el fregadero, Betty Lou apareció en el umbral.
—¿Qué quieres? —preguntó Rick.
La cara de la muchacha se tiñó de un rojo enfermizo.
—Sé que algo ha pasado ahí fuera. Estabas dándoles de comer, ¿verdad? —Avanzó hacia Rick—. ¿Intentas que ella regrese?
—Exacto.
Betty Lou lanzó una risita nerviosa.
—Pero no puedes. Está muerta. Su cuerpo se quemó; yo lo vi. —Su rostro no cesaba de agitarse—. Papá siempre decía que algo malo le ocurriría, y así ha sido. —Se acercó más a Rick—. ¡Era una bruja! ¡Lo tenía bien merecido!
—Volverá.
—¡No! —El pánico deformó las desagradables facciones de la muchacha—. No puede volver. Está muerta, un gusano transformado en mariposa, como siempre dijo. ¡Es una mariposa!
—Vuelve dentro.
—Tú no puedes darme órdenes —respondió Betty Lou. Su voz adoptó un tono histérico—. No queremos que vuelvas por aquí. Papá te lo dirá. No le caes bien, ni a mí, ni a mi madre, ni a mi hermana…
El cambio tuvo lugar sin previo aviso. Betty Lou se quedó petrificada, como el fotograma de una película, la boca entreabierta, el brazo levantado, las palabras paralizadas en su garganta. Flotaba sobre el suelo, como un organismo carente de vida atrapado entre dos platinas de cristal. Un insecto inerte y hueco, carente de habla, no muerto, sino devuelto de súbito a la no existencia primordial.
En el cascarón capturado se infiltró un nuevo ser, un arco iris vital que invadió cada parte de la antigua Betty Lou. La muchacha se tambaleó y gimió; su cuerpo se retorció con violencia y chocó contra la pared. Una taza de té cayó de una estantería y se destrozó en el suelo. La muchacha retrocedió, atontada, se llevó una mano a la boca, los ojos abiertos como platos.
—¡Oh! —exclamó—. Me he cortado. —Meneó la cabeza y le miró como pidiendo ayuda—. Con un clavo o algo por el estilo.
—¡Silvia!
La aferró con todas sus fuerzas y la levantó, apartándola de la pared. Era su brazo lo que asía, cálido, fuerte, sólido. Ojos grises perplejos, cabello castaño, pechos temblorosos… Volvía a ser como en aquellos últimos instantes vividos en el sótano.
—Déjame ver —dijo.
Le apartó la mano de la boca y examinó su dedo. No se había cortado, tan sólo distinguió una fina línea blanca que se desvanecía rápidamente.
—No pasa nada, cariño. Estás bien. ¡No te ocurre nada!
—Rick, estaba allí. —Su voz era ronca, débil—. Vinieron y me llevaron con ellos. —Violentos estremecimientos la sacudieron—. Rick, ¿de veras he vuelto?
Rick apretó su muslo.
—Por completo.
—Duró tanto. Estuve un siglo. Eones. Pensé… —De repente, se soltó—. Rick…
—¿Qué pasa?
El rostro de Silvia transparentaba un temor demencial.
—Algo ha salido mal.
—Todo ha salido bien. Has vuelto a casa y eso es lo único que importa.
Silvia retrocedió.
—Se apoderaron de una forma viva, ¿verdad? No era arcilla vulgar. No tienen ese poder, Rick. Alteraron Su obra. —Alzó el tono de voz—. Un error… Tendrían que haberlo pensado dos veces antes de alterar el equilibrio. Es inestable y ninguno de ellos es capaz de controlar el…
Rick bloqueó la puerta.
—¡Deja de hablar así! —bramó—. Valía la pena. Si ellos alteraron el equilibro, es culpa suya.
—¡No podemos volver atrás! —Su voz adquirió la agudeza de un alambre—. Lo desplazamos. Hemos alterado el equilibrio que Él dispuso.
—Por favor, cariño, vamos a la sala de estar con tu familia. Te sentirás mejor. Debes hacer un esfuerzo y recuperarte.
Se acercaron a las tres figuras sentadas, dos en el sofá, una en la silla, cerca de la chimenea. Estaban inmóviles, los rostros inexpresivos, los cuerpos fláccidos, como de cera, formas inertes que no reaccionaron cuando la pareja entró en la sala.
Rick se detuvo, confuso. Walter Everett estaba inclinado hacia adelante, con el periódico en una mano y calzado con zapatillas. De su pipa, apoyada en el cenicero que descansaba sobre el brazo de la butaca, aún surgía humo. La señora Everett tenía sobre el regazo un montón de ropa para coser, en su rostro aparecía una expresión sombría y grave, pero extrañamente vaga. Un rostro sin formar, como si el material todavía se estuviera fundiendo. Jean semejaba una bola de barro, más informe a cada momento que pasaba.
De repente, Jean se desplomó. Sus brazos cayeron a los costados. La cabeza se hundió. Su cuerpo, brazos y piernas se ensancharon. Sus facciones cambiaron con celeridad. Su indumentaria se alteró. Florecieron colores en su cabello, ojos y piel. La palidez cerúlea desapareció.
Apretó los dedos contra sus labios y miró a Rick sin decir palabra. Parpadeó y enfocó los ojos.
—Oh —exclamó.
Sus labios se movieron con torpeza. La voz era débil e irregular, como una banda sonora deteriorada. Se irguió con movimientos espasmódicos, faltos de coordinación, que la impulsaron hacia él (un paso a la vez) como una muñeca mecánica.
—Rick, me he cortado —dijo—. Con un clavo o algo por el estilo.
Lo que había sido la señora Everett se agitó. Informe y vago, emitió sonidos balbucientes y se desplomó grotescamente. Poco a poco, adquirió solidez y forma.
—Mi dedo —gimió con voz débil.
La tercera figura, sentada en la butaca, repitió las palabras, como un eco lejano. Al cabo de un momento, las tres repitieron la misma frase y sus labios se movieron al unísono.
—Mi dedo. Me he cortado, Rick.
Reflejos gemelos, parodias de palabras y movimientos. Y las formas se parecían en todos los detalles. Se repetían a su alrededor, una y otra vez, dos en el sofá, una en la butaca, cerca de él, tan cerca que podía oír su aliento y ver sus labios temblorosos.
—¿Qué pasa? —preguntó la Silvia que estaba a su lado.
Una Silvia continuó cosiendo en el sofá. Cosía metódicamente, absorta en el trabajo. En la butaca, otra tomó sus periódicos, la pipa y siguió leyendo. Otra se encogió, nerviosa y asustada. La que estaba a su lado le siguió cuando retrocedió hacia la puerta. Su respiración era agitada, tenía los ojos grises abiertos de par en par y las fosas nasales dilatadas.
—Rick…
Él abrió la puerta y salió al porche invadido por las sombras. Bajó los peldaños como un autómata, atravesó los charcos de noche que surgían por doquier y se dirigió al camino particular. La silueta de Silvia apareció en el cuadrado amarillo de luz que había dejado a su espalda. Le miraba con tristeza. Detrás de ella distinguió las otras siluetas, idénticas, puras repeticiones, absortas en sus quehaceres.
Entró en su cupé y salió a la carretera.
Casas y árboles tenebrosos quedaron atrás. Se preguntó hasta dónde se extendería el círculo, a medida que el desequilibrio progresara.
Se internó en la autopista y pronto se vio rodeado de coches. Intentó escudriñar sus interiores, pero se desplazaban a demasiada velocidad. Delante iba un Plymouth rojo. Conducía un hombre fornido vestido con un traje azul, y reía alegremente con la mujer sentada a su lado. Rick se puso al lado del Plymouth. El hombre sonrió, exhibiendo sus dientes de oro, y agitó sus manos rechonchas. La muchacha era morena, bonita. Sonrió al hombre, ajustó sus guantes blancos, se alisó el cabello y subió la ventanilla de su puerta.
Perdió el Plymouth cuando un enorme camión diesel se interpuso entre ellos. Desesperado, adelantó al camión y se lanzó tras el veloz sedán, rebasándolo. El Plymouth le adelantó a su vez y, por un momento, vio con toda claridad a sus dos ocupantes. La chica se parecía a Silvia. El mismo contorno delicado de su pequeña barbilla, los mismos labios sensuales, entreabiertos cuando sonreía, los mismos brazos y manos esbeltos. Era Silvia. El Plymouth se desvió y no vio ningún otro coche delante de él.
Condujo durante horas en la espesa oscuridad de la noche. La aguja del combustible bajaba cada vez más. Frente a él se extendía una ondulada campiña monótona, campos llanos entre las ciudades, estrellas inmóviles suspendidas en el cielo sombrío. En una ocasión distinguió un conglomerado de luces rojas y verdes. Un cruce, con una gasolinera y un gran letrero de neón. Pasó de largo.
Divisó una estación de servicio compuesta de una sola bomba, salió de la autopista y frenó en el camino de grava, mojada de gasolina. Salió, escuchó el familiar crujido de la grava bajo sus pies, tomó la manguera y desenroscó la tapa del depósito… Casi lo había llenado cuando se abrió la puerta del edificio y apareció una mujer esbelta, ataviada con un pantalón blanco, camisa azul marino y una gorrita perdida entre sus rizos castaños.
—Buenas noches, Rick —dijo en voz baja.
Devolvió la manguera a su sitio y regresó a la autopista. ¿Había enroscado el tapón del depósito? No se acordaba. Aceleró. Había recorrido unos ciento cincuenta kilómetros. Estaba cerca de la frontera estatal.
La cálida luz amarilla de un pequeño café brillaba en la fría oscuridad de la madrugada. Estacionó en el vacío estacionamiento. Cansado, empujó la puerta y entró.
El intenso olor a jamón frito y café recién hecho le rodeó. La visión de la gente comiendo se le antojó de lo más consolador. Un jukebox tronaba en un rincón. Se dejó caer sobre un taburete y apoyó la cabeza entre las manos. El delgado granjero sentado a su lado le dirigió una mirada de curiosidad, y luego devolvió la atención a su periódico. Dos mujeres de expresión dura que estaban delante levantaron la vista un instante. Un joven atractivo vestido con chaqueta de algodón y tejanos devoraba judías rojas con arroz, que regaba con café humeante.
—¿Qué será? —preguntó la vivaz camarera rubia, un lápiz sujeto detrás de la oreja, el cabello recogido en un apretado moño—. Parece que tiene una buena resaca, señor.
Pidió café y sopa de verduras. No tardó en empezar a comer; sus manos actuaban automáticamente. Se descubrió atacando un bocadillo de jamón y queso. ¿Lo había pedido? El jukebox seguía funcionando, la gente entraba y salía. Junto a la carretera se extendía una pequeña ciudad, protegida por unas cuantas colinas. Amaneció y se filtró por los ventanales la luz del sol, gris, fría y estéril. Comió pastel de manzana caliente y se secó la boca con una servilleta.
El café estaba en silencio. Nada se movía en el exterior. Una calma ominosa se cernía sobre todo. El jukebox había callado. Ninguna de las personas sentadas en la barra se movía o hablaba. Pasó un enorme camión con las ventanillas subidas.
Cuando levantó la vista, Silvia estaba de pie frente a él. Tenía los brazos cruzados y la mirada perdida en la lejanía, un lápiz amarillo sujeto detrás de la oreja, el cabello castaño recogido en un apretado moño. Otras Silvias estaban sentadas en el rincón, con platos frente a ellas; la mitad comían o dormitaban, otras leían. Cada una igual a su vecina, de no ser por la indumentaria.
Volvió al coche. Cruzó la frontera del estado al cabo de media hora. Mientras atravesaba pequeñas ciudades desconocidas, el frío sol de la mañana arrancaba destellos de los tejados y calzadas cubiertos de rocío.
Las vio en las calles, madrugadoras, camino del trabajo. En grupos de dos o tres, sus tacones rompían el profundo silencio. Vio grupos numerosos congregados en las paradas de los autobuses. Había más en las casas, cientos de ellas, legiones sin fin; se levantaban de la cama, desayunaban, se duchaban, arreglaban… Toda una ciudad preparada para enfrentarse al nuevo día, a reanudar sus tareas cotidianas, mientras el círculo se ampliaba y ensanchaba.
Dejó atrás la ciudad. El coche perdió velocidad cuando su pie resbaló del acelerador. Dos de ellas cruzaban un campo. Llevaban libros; niñas camino del colegio. Repetición, invariable e idéntica. Un perro corría en círculos a su alrededor, despreocupado, alegre.
Siguió conduciendo. Una ciudad se insinuó a lo lejos. Sus firmes columnas de edificios se recortaron nítidamente contra el cielo. Cuando atravesó el centro comercial, vio que las calles bullían de ruido y actividad. Algo más adelante rebasó el límite del círculo. La diversidad sustituyó a los infinitos replicados de Silvia. Los ojos grises y el cabello castaño dieron paso a una tremenda variedad de hombres y mujeres, niños y adultos, de todas las edades y apariencias. Aceleró y se dirigió hacia la amplia autopista de cuatro carriles.
Por fin, redujo la velocidad. Estaba agotado. Había conducido durante horas. Su cuerpo temblaba de cansancio.
Divisó a un muchacho pelirrojo y larguirucho, vestido con pantalones marrones y un jersey de pelo de camello, que hacía autostop. Rick frenó y abrió la puerta delantera.
—Adentro —dijo.
—Gracias, tío.
El joven subió y Rick aceleró. El pelirrojo se recostó contra el asiento, aliviado.
—Qué calor hace ahí fuera.
—¿Adónde vas? —preguntó Rick.
—A Chicago. —El joven sonrió con timidez—. No espero que me lleves tan lejos, por supuesto. Cualquier cosa será de agradecer. —Observó a Rick con curiosidad—. ¿Adónde vas?
—Me da igual. Te llevaré a Chicago.
—¡Está a trescientos kilómetros!
—Estupendo. —Rick pasó al carril de la izquierda y aumentó la velocidad—. Si quieres ir a Nueva York, también te llevaré.
—¿Te encuentras bien? —El joven se removió inquieto—. Te agradezco el gesto, pero… —Vaciló—. No quiero desviarte de tu camino.
Rick se concentró en la carretera y aferró con fuerza el volante.
—Tengo prisa —dijo—. No pienso disminuir la velocidad ni parar.
—Ve con cuidado —dijo el pelirrojo con voz preocupada—. No quiero tener un accidente.
—Yo me ocupo de ello.
—Pero es peligroso. ¿Y si pasa algo? Es demasiado arriesgado.
—Te equivocas —murmuró Rick, los ojos clavados en la carretera—. Vale la pena correr el riesgo.
—Pero si algo va mal… —La voz enmudeció, pero luego prosiguió—. Podría perderme. Sería muy fácil. Todo es tan inestable. —La voz tembló de miedo y preocupación—. Rick, por favor…
Rick se giró en redondo.
—¿Cómo sabes mi nombre?
El joven estaba acurrucado junto a la puerta. Su rostro tenía un aspecto blando, gomoso, como si estuviera perdiendo la forma y fuera a convertirse en una masa informe.
—Quiero volver —dijo, desde su interior—, pero tengo miedo. Tú no has visto la región intermedia. Sólo hay energía, Rick. Él la utilizó hace mucho tiempo, pero nadie sabe cómo.
La voz adquirió un timbre atiplado. El cabello viró a un castaño brillante. Unos ojos grises asustados miraron a Rick. Sus manos se petrificaron. Se inclinó sobre el volante y procuró no moverse. Poco a poco, aminoró la velocidad y se internó en el carril de la derecha.
—¿Vamos a parar? —preguntó la forma sentada a su lado. Ahora tenía la voz de Silvia. Como un insecto recién nacido secándose al sol, la forma cobró una firme realidad. Silvia se incorporó en el asiento y miró por la ventanilla—. ¿Dónde estamos? No se ve ninguna ciudad.
Rick frenó, extendió la mano y abrió la puerta de Silvia.
—¡Sal!
Silvia le miró sin comprender.
—¿Qué quieres decir? —tartamudeó—. Rick, ¿qué pasa? ¿Cuál es el problema?
—¡Sal!
—Rick, no lo entiendo. —Se apartó un poco. Sus zapatos tocaron la calzada—. ¿Le pasa algo al coche? Pensé que todo iba bien.
Él la empujó con suavidad y cerró la puerta. El coche saltó hacia adelante y se zambulló en el tráfico de media mañana. Detrás, la pequeña y perpleja silueta se había incorporado. Apartó los ojos del retrovisor y pisó el acelerador con todas sus fuerzas.
Sólo captó estática en la radio cuando la conectó. Giró el cuadrante y, al cabo de un rato, captó una emisora potente. Una voz débil, confusa, una voz de mujer. Al principio no pudo entender lo que decía. Después la reconoció y, con una punzada de pánico, desconectó el aparato.
Su voz. Murmuraba en tono quejumbroso. ¿Dónde estaba la emisora? En Chicago. Hasta allí se había expandido el círculo.
Aminoró la velocidad. Correr carecía de sentido. Ya le había rebasado y continuado adelante. Granjas de Kansas, tienduchas situadas en las viejas ciudades de Mississippi, en las tristes calles de Nueva Inglaterra, por todas partes legiones de mujeres de cabello castaño y ojos grises.
Cruzaría el océano. No tardaría en apoderarse de todo el mundo. En África resultaría extraño; kraals de mujeres blancas, todas exactamente iguales, dedicadas a las tareas primitivas de cazar, recoger fruta, moler grano, desollar animales, encender fuego, tejer ropa y fabricar cuchillos afilados como hojas de afeitar.
En China… Sonrió como un necio. Allí también resultaría de lo más peculiar, ataviada con el traje de cuello alto, la indumentaria casi monástica de los cuadros jóvenes comunistas. Desfiles por las principales calles de Peiping. Fila tras fila de muchachas de piernas esbeltas y rotundos pechos, armadas con fusiles de fabricación rusa, cargadas con palas, picos y azadas. Columnas de soldados con botas de tela. Veloces obreras con sus preciosas herramientas, a las que pasaría revista una figura idéntica desde un estrado que dominaría la calle, con su esbelto brazo levantado, su hermoso y bondadoso rostro inexpresivo y pétreo.
Se desvió a una carretera secundaria. Un momento después desandaba el camino, conduciendo con lentitud e indiferencia.
En un cruce, un policía de tráfico se abrió paso entre los coches y se acercó al de Rick. Éste permaneció inmóvil, las manos cerradas sobre el volante, a la espera.
—Rick —susurró ella con acento quejumbroso—. ¿Verdad que todo va bien?
—Claro —respondió él en un tono desprovisto de toda emoción.
Ella introdujo la mano por la ventanilla abierta y le acarició el brazo, en un gesto de súplica. Dedos familiares, las uñas pintadas de rojo, la mano que conocía tan bien.
—Tengo muchas ganas de estar contigo. ¿Verdad que estamos juntos de nuevo? ¿Verdad que he vuelto?
—Claro.
La joven meneó la cabeza, afligida.
—No lo entiendo —repitió—. Pensaba que todo iba bien.
Rick arrancó sin contemplaciones y huyó. El cruce quedó atrás.
Cayó la tarde. Estaba agotado, consumido de fatiga. Guió el coche hacia su ciudad como un autómata. Ella caminaba por todas las calles, por todas partes. Era omnipresente. Rick llegó a su edificio de apartamentos y estacionó.
El conserje le recibió en el desierto vestíbulo. Rick le identificó gracias al grasiento trapo aferrado en una mano, la gran escoba, el cubo de serrín.
—Por favor —imploró la joven—, dime qué pasa, Rick. Dímelo, por favor.
Rick pasó de largo, pero ella le asió con desesperación.
—Rick, he vuelto. ¿No lo entiendes? Me llevaron demasiado pronto y me han devuelto. Fue un error. Nunca más volveré a llamarlos… Eso pertenece al pasado. —Le siguió hasta la escalera—. Nunca más volveré a llamarlos.
Rick subió la escalera. Silvia vaciló, se desplomó sobre el peldaño inferior, formando un bulto encogido y desdichado, una diminuta figura vestida con ropa de obrero y calzada con enormes botas claveteadas.
Rick abrió la puerta de su apartamento y entró.
Detrás de las ventanas, el cielo del atardecer era de un color azul intenso. Los tejados de los edificios cercanos brillaban bajo el sol.
Le dolía todo el cuerpo. Entró con pasos inseguros en el cuarto de baño. Se le antojó extraño, desconocido, un lugar difícil de encontrar. Llenó el lavabo de agua caliente, se subió las mangas y se lavó la cara y las manos en el chorro reconfortante. Alzó la vista un instante.
El espejo colgado sobre el lavabo le devolvió un reflejo aterrador, un rostro surcado de lágrimas, desesperado. Resultaba difícil distinguir la cara; daba la impresión que oscilaba y resbalaba. Ojos grises, brillantes de terror. Boca roja temblorosa, cuello de venas agitadas, suave cabello castaño. La cara le dirigió una mirada patética… , y después, la chica que estaba de pie ante el lavabo se inclinó para secarse.
Dio media vuelta y se encaminó con paso cansado hacia la sala de estar.
Vaciló, confusa, se dejó caer en una silla y cerró los ojos, enferma de tristeza y cansancio.
—Rick —murmuró—. Trata de ayudarme. He vuelto, ¿verdad? —Meneó la cabeza, perpleja—. Por favor, Rick, pensaba que todo iba bien.

pablo paz
Pablo Paz nació en Lowell, Massachusetts en 1992. El más joven de tres hermanos, asistió a la escuela católica local y recibió una beca para estudiar en la Universidad de Columbia, donde conoció a varios amigos que después alcanzarían la fama. En el segundo año de universidad abandonó todo para dedicarse a viajar y a escribir. En estos momentos reside en Santiago de Chile.