Chris Malbon

1

En aquel tiempo vinieron ante el rey Salomón dos prostitutas. Una de ellas dijo:

—¡Ah, señor mío! Yo y esta mujer habitábamos en una misma casa, y yo di a luz estando con ella en la casa. Aconteció que al tercer día de dar yo a luz, ésta dio a luz también, y habitábamos nosotras juntas; ningún extraño estaba en la casa, fuera de nosotras dos.  Una noche el hijo de esta mujer murió, porque ella se acostó sobre él.  Ella se levantó a medianoche y quitó a mi hijo de mi lado, mientras yo, tu sierva, estaba durmiendo; lo puso a su lado y colocó al lado mío a su hijo muerto.  Cuando me levanté de madrugada para dar el pecho a mi hijo, encontré que estaba muerto; pero lo observé por la mañana y vi que no era mi hijo, el que yo había dado a luz.

Entonces la otra mujer dijo:

—No; mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto.

—No; tu hijo es el muerto, y mi hijo es el que vive —volvió a decir la otra.

Así discutían delante del rey.  Un sacerdote se acercó a él y le dijo al oído, muy bajo:

—Señor, estas mujeres no son de bien, son rameras. Antas que resolver los desórdenes que resultan de su vida promiscua, habría que someterlas a juicio y lapidarlas.

El rey guardó silencio, el sacerdote se retiró.

El rey entonces dijo:

—Ésta mujer afirma: “mi hijo es el que vive y tu hijo es el que ha muerto”; la otra dice: “no, el tuyo es el muerto y mi hijo es el que vive”.  —Y añadió el rey: — Traedme una espada.

Y trajeron al rey una espada.  En seguida el rey dijo:

—Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra.

Entonces la mujer de quien era el hijo vivo habló al rey (porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo), y le dijo:

—¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis.

—Ni a mí ni a ti; ¡partidlo! —dijo la otra.

Entonces el rey respondió:

—Entregad a aquélla el niño vivo, y no lo matéis; ella es su madre.

Todo Israel oyó aquel juicio que había pronunciado el rey, y temieron al rey, pues vieron que Dios le había dado sabiduría para juzgar.

 

2

En aquel tiempo vinieron ante el rey dos mujeres. Una venía ataviada a la manera de una princesa. Primero vino el aroma de su perfume, luego criados anunciaron su entrada. Ella traía el cabello ensortijado. La otra mujer se abrió paso con dificultad entre las cientos de mujeres del rey. Parecía una criada porque sus brazos eran gruesos y sus manos estaban notoriamente agrietadas. La primera fue hacia el trono, invitó al rey a seguirla, osó tomarlo del brazo. Ël fue con ella.

—Salomón —le dijo— esta persona habitaba mi casa, o más bien la cocina. Yo di a luz y sucedió que al tercer día, una sublevación de los esclavos me hizo huir con tantos de mis vestidos a cuesta que no hubo espacio donde poner al recién nacido. Pues bien, una vez la revuelta fue amagada y pude volver a mi lecho, encontré que esa persona que vino después de mí se hacía llamar la madre de mi hijo.

Siempre del brazo de la gran dama, el rey Salomón regresó a su trono. Una vez sentado, confirió la palabra a la otra mujer.

Entonces la otra mujer dijo:

—La señora dice que el niño es su hijo. Es verdad lo que la señora dice. Pero yo soy la madre pues yo he sido la que lo ha cuidado cuando el niño no ha tenido más que mi arrullo.

Comenzaron a discutir delante del rey acerca de quién había alimentado al niño, quién hecho dormir, quién mudado. La gran dama apenas miraba a su criada y cuando le respondía, lo hacía con meneos de cabeza. El rey entonces dijo:

—Ésta afirma: “Mi hijo me pertenece porque ha nacido de mis entrañas”; la otra dice: “No, el niño me pertenece porque he sido yo quien he sido su madre.” —Y añadió el rey— Traedme una espada.

Y trajeron al rey una espada. En seguida el rey dijo:

—Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a la una y la otra mitad a la otra.

Entonces la mujer que había adoptado al hijo habló al rey (porque su corazón se estremeció por su hijo), y le dijo:

—¡Ah, señor mío! Devolved a la señora el niño vivo, y no lo matéis.

La otra mujer sonrió complacida, mirando a los ojos al rey y dispuesta a retirarse.

Entonces el rey dispuso:

—Entregad a la sirvienta el niño vivo, y no lo matéis; ella es su madre.

Todo Israel oyó aquel juicio que había pronunciado el rey, y temieron al rey, pues vieron que Dios le había dado sabiduría para juzgar.

 

3

En aquel tiempo el rey Salomón estaba viejo. Sentábase en su trono y tan erguido como podía conservarse iba impartiendo justicia a quienes se le aproximaban.

Vinieron ante el rey ahora dos hombres. Uno montaba un caballo, el otro parecía deslizarse sobrevolando los suelos. Nadie en la corte les conocía.  El más ligero de ellos dijo:

—Señor mío. Este hombre tiene este hijo. El niño está enfermo y agoniza. El hombre no ha salido cabalgando con el niño a buscar ningún médico ni ha traído alguno hasta el lecho de la criatura. He tomado al niño para llevármelo conmigo, para que conozca la salud y el juego, para que mis hijas lo mimen, pero este hombre se ha interpuesto para que el niño muera fuera del alcance de mis cuidados.

Entonces el otro hombre dijo:

—Mi hijo está sano y salvo. Ese espectro del desierto, que ha adquirido presencia de prole de Adán para mostrarse ante ti, rey y señor, ha querido robarlo, pero al ser descubierto lo ha hechizado, ha alegado que en verdad quería curar una enfermedad que no existía. Dice defender al niño de mi, que soy su propio padre, para así hacerlo esclavo suyo y de los demonios sobre los que rige en las arenas oscuras.

—No —dijo el otro hombre— tú no puedes ser el padre porque tú sí eres el demonio que lo mata, sin cuidados lo arruinas lentamente. Tu odio a mis cuidados es más fuerte que el empeño que pones en cuidarlo.

Así discutían delante del rey.  El rey entonces dijo:

—Este dice: “El niño es mío porque lo salvaré de la muerte”. Este otro alega: “es hijo mío y yo cuido de él; quien lo reclama lo ha enfermado”.  —Y añadió el rey:— Traedme una espada.

Y trajeron al rey una espada.  En seguida el rey dijo:

—Partid en dos al niño vivo, y dad la mitad a uno y la otra mitad al otro.

Todos quedaron en silencio. Ambos hombres se dijeron palabras en voz baja, como en otra lengua. Parecían conocer ya la jurisprudencia del rey Salomón. Luego uno dijo:

—Está bien, partidlo y distribuirlo.

—Quizá tu magia lo duplique, pues además de sabio y justo eres hechicero famoso —asistió el otro.

Con el acuerdo de ambas partes, la espada iba a precipitarse sobre el niño cuando el rey, justo a tiempo, la detuvo.

Después el rey dijo:

—Que el niño viva, no lo matéis. Yo seré su padre.

En ese mismo tiempo, es decir, asa misma noche, el rey fue con las antorchas ante la cuna en que dormía el niño. Se inclinó sobre el niño y le pareció que estaba muerto. Pero cuando acercó más su cabeza oyó latir el pequeño corazón. Recordó el rey que poco a poco iba quedando sordo.

 

4

—Ahora te mueres —le dijo la serpiente al oído. El rey Salomón dormitaba. La serpiente consiguió rondarle la cabeza después de haber pasado entre muchas sandalias y bajo filos de tantas espadas.

—Dices “vanidad de vanidades”. No me insultes —continuó la serpiente—. ¿Crees que tu padre David pudo haber derrotado a mi gigante Goliat sin mi ayuda? Nada es vanidad. La vanidad no es el asunto. Dios no está muerto. Dios está durmiendo. Duerme desde que se dispuso a descansar allá por el séptimo día. Las gentes viven gracias a este sueño, cuando por fin despierte ninguna quedará viva. Mientras tanto yo rijo el mundo y dejo hacer. Con mis ojos abiertos como dos perlas relucientes sobre las que el universo se refleja, por dos, todo lo percibo. Y es que siempre ando despierta. A pesar de esto, rey sabio y justo, mi ansia no es juzgarte. Quiero, más bien, ayudarte a nacer. Sí, a nacer, ahora en el fin.

Eres sabio e ingenioso. Tus juicios son famosos: partes, repartes, reintegras y compartes. Sentencias y luego juzgas para así descubrir el alma. A la larga, valdrá poco. Tu reino se dividirá en dos por causa de dos hijos de tu sangre y dos imperios caerán primero sobre una parte y luego sobre la otra. A estos imperios los gobernarán animales hermanos míos, más allá de los cuales, a pesar de reptar, yo me elevo. Cada imperio caerá, es verdad, pero antes, tu pueblo volverá  a vagar por desiertos más lejanos. Yo estoy vieja, viajo a ras de suelo desde que el hombre muere. Quiero, como Dios, dormir. Por eso, ahora que conoces mis planes y también mi debilidad, te ofrezco un trato. Mis ojos serán tuyos pero reemplázame, haz primar tu criterio sobre todo ser viviente e inerte. Hazte rey y juez cuyo reino y cuya justicia sean eternas y hagan necio el despertad de Dios. Esta vejez mía durará lo que dure mi piel. Apresúrate a aceptar antes que la cambie y me haga otra vez joven y sedienta. Si lo haces, acaso llegues a planear el futuro de otra forma.

Hablaba así la serpiente cuando oyó un ronquido; un ronquido como el de un oso inmenso al fondo de una gruta. El viejo rey Salomón estaba dormido, profundamente.

Joaquín Trujillo
Joaquín Trujillo Silva (1983) Escritor y abogado. Es autor de Ema Fumante o la Nueva Gog derrumbada (2004); Mariana y diconisa (2005); Anamorfosis (2006); El cielo contra un beso (2008); La paz de las dos damas (2012), El valor de los idiotas (2012) artículos especializados sobre historia y literatura como microensayos, entrre otros. Dicta el curso "Derecho y Literatura" en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y actualmente cursa el magíster en Estudios Culturales Latinoamericanos. Obtuvo la beca de creación literaria profesional del Ministerio de Culturas y las Artes en 2008.