couve
Fragmentos, libro La tercera mano. Extractos de entrevistas a Adolfo Couve, Selección, montaje y edición de Macarena García y Catalina Porzio (Alquimia 2015).

Yo no puedo hacer literatura lejos del lugar donde nací.

Uno, acá, está pensando en ir hacia allá, y cuando va allá, por ejemplo a París, uno vuelve y se le olvida cómo es París. Uno siempre tiene el problema de la provincia: eso es lo americano. El ser mestizo y contradictorio es algo que no se arregla yéndose a Europa, porque es ridículo vivir en Europa. Creo que lo local, lo provinciano, es el tema realista… Por eso, además, yo vivo en Cartagena.

Yo tuve dos opciones, o me iba del país en un avión o me iba de Chile a Cartagena, un lugar de libertad que participa de un mar universal; podía estar en Cartagena como otros artistas que se han aislado en la naturaleza y la naturaleza de Chile es privilegiada. Por eso salí del círculo de una competencia estéril, de discusiones banales en el Tavelli o el Mulato y me vine al barro, a la tierra y acá, curiosamente, me he podido comunicar mucho mejor con Chile y con el extranjero.

Me vine a Cartagena inconscientemente. Me tomé un bus, me compré una casa en la Playa Grande y después otra en la Playa Chica y me fui quedando. Tal vez me arranqué de Chile, de la cordillera. Sí, creo que fue eso. Estoy aquí de agregado cultural. No hay por dónde arrancarse.

La verdad es que yo me fui del país. En vez de viajar a Europa o Estados Unidos, me instalé en Cartagena. Es un lugar muy difícil para vivir y me costó mucho que me aceptaran. No basta comprar una casa.

Como yo llegué a Cartagena primero y después mis personajes, pude desplegar con más tranquilidad el amor que siento por los demás y no me salió a pose decir que me gustan las viejas, las gallinas flor de haba, los zapatitos y los moños, porque ¡por dios que he vivido entre moños yo! No tenía cómo equivocarme y me fue bien. Y conseguí una fama aquí, detrás de la cordillera, que se irá diluyendo con el tiempo como la neblina. No importa. Fui famoso en familia.

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[Cartagena representa] un lugar marginal, no burgués. En cierto modo fuera de la cultura, en donde la naturaleza y las personas se muestran en forma intensa. Para mí el arte de la pintura es enfrentar un momento fugaz, esa posibilidad que tengo solo en ese instante. No creo en los talleres ni en los preconceptos: creo en el riesgo. Entonces en Cartagena el desafío es sin distracción.

A Cartagena la salva su pobreza. Eso impide que hagan malls y que la gente pueda pintar sus fachadas color verde baño. Como nadie tiene plata, hacen las cosas mal y quedan bien, ¿entiendes?

Es duro, claro, porque tengo un camino de tierra fuera de mi casa y hay vacas esperando; cuando voy a hacer clases a la Universidad de Chile me encuentro dos vacas sentadas, o caballos que están parados durmiendo, o un pastor que pasa con unas ovejas al mar.

Cartagena es el lugar que más me interesa de Chile. Porque tiene ciento cincuenta años, tiene toda una construcción europea venida a menos, y allí se produce en forma muy obvia el abrazo entre Europa y América.

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Cartagena es un lugar muy distinto a Chile. En Cartagena me hizo muy bien mirar a todo ese gentío en el verano, porque cuando hay ochenta mil personas con unos melones tuna de sombrero pasando por debajo de tu balcón, no hay gobierno militar, ni democracia, ni nada: hay un mar humano que no hay cómo dominarlo, y eso me entusiasmó mucho. Me encantaron las casas, las papas fritas, las radios prendidas, pero no porque yo quisiera ser popular ni marginal, sino porque yo quedé metido en una realidad que no controlaba ninguna autoridad. En Cartagena me sentí en democracia.

Una situación política extrema como la que nos tocó, pesa y exige mucho en cuanto a la estrictez de la forma, porque al estar en un caos lo que se busca desesperadamente es la estructura y eso a veces da resultados estupendos: salen cosas como esos jardines dibujados y simétricos de la época de Luis XIV.

Como la libertad estaba restringida y todo estaba teñido por el apremio, los que nos quedamos en Chile tuvimos que hacer obras muy bien hechas y pensadas para que resistieran una situación que era mucho más fuerte que la literatura. El picadero lo escribí en 1969 y se publicó recién en 1974. El tren de cuerda se hizo en 1976, en una imprenta particular, gracias a Lily Lanz que lo lanzó en su galería. No hubo editorial ni librerías para recibirlo y me quedé con todos los ejemplares guardados aquí en mi casa.

Yo creo que las obras que se hicieron durante la dictadura militar tuvieron un rigor formal muy grande, fueron obras formalmente muy bien realizadas que no se conocen todavía y también tuvieron más relevancia que las que se hicieron afuera, porque aquí tuvimos que hacer obras bien hechas, estábamos en una situación difícil, dura, no nos quedaba otra que hacer las cosas así y hay una gran diferencia entre los que nos quedamos y los que salieron. Ellos sufrieron harto pero los que nos quedamos también sufrimos. Nosotros no teníamos editoriales, no teníamos librerías, ni libertad, ni espacios y, sin embargo, teníamos que hacer nuestro trabajo, y eso es fuerte.

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Me vine [a Cartagena] en una situación difícil, muy dura, terminando una novela que me había dejado muy mal, que fue El pasaje. Muy enfermo, muy deprimido. Había hecho una introspección sin guía, trabajando el espacio y el tiempo literarios y se confundió un poco con mi propia vida. Pero me vine también porque en algún momento uno tiene que afrontar la existencia. Uno está siempre arrancando, ¡porque la vida es tan peligrosa, tan seria, tan dura!, que la gente se programa para no encontrarse arrinconada por la realidad. Entonces dije: ¡está bueno ya! Cumplí cuarenta años, voy a ir a una parte donde no tenga escapatoria. ¡Voy a mirar la vida y la muerte de frente! Y eso fue Cartagena.

El ser humano siente todo el tiempo que está donde no debe. Uno de repente se da cuenta de que el lugar que eligió o le tocó es más feo, menos intenso y menos entretenido que otros. Porque cuando a Madame Bovary la convidaron a ese baile de los nobles en París, se dio cuenta de que la cosa era mucho más divertida en otra parte. Los que se construyen casas, se cambian de casa y viajan tanto, están arrancándose de la muerte. Llega un momento en que uno dice, como en el cuento de los tres chanchitos: «Ya, aquí voy a poner mi kiosco para que me lo sople el lobo, la muerte».

Yo encuentro que una de las valentías del hombre es decir: aquí me quedo. Y eso cuesta. Yo escogí un lugar, Cartagena, y aquí estoy haciendo la vida. Y este es un lugar que se siente muy vivido. Tiene una suavidad, una atmósfera, algo amable…

Tengo una casa que era una villa italiana, y yo la cuido y la restauro, y si tuviera plata restauraría toda Cartagena, porque no me gusta la decadencia, me carga. Yo no estoy en Cartagena porque sea nostálgica, sino porque es fuerte, y aunque es pobre, mantiene la contradicción.

Una cosa es el dolor de que una familia se pueda venir abajo, y otra es la nostalgia. Yo asumo el dolor: ahí hay una cosa grandiosa, mientras que en la nostalgia hay algo mediocre. En el dolor, la pena, hay algo como de dejar de ser, y en Cartagena hay eso: hay más muerte que nostalgia. Gente que ya no está y que tú la recuerdas en todos sus detalles, pero sin nostalgia, solo con el terrible poder de la memoria, y el dolor.

La provincia es donde ensaya la capital; suceden los mismos dramas, pero más intensos y en forma más artística.

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Cuando la casa es grande no importa dónde uno está situado. La única manera de no ser provinciano es estar bien situado respecto de lo que estás haciendo.

Estuve a punto de caer en la tentación de la maleta. Tenía los contactos con agentes literarios y me estaban esperando traductores y una editorial. Me podría haber comprado una pequeña pieza en París, pero una vez me arranqué a Cartagena y hacerlo de nuevo hubiera sido rejuvenecer de mentira. Habría perdido mi lugar y lo habría echado de menos. Al volver tendría que haberme puesto a recuperar algo que no tendría por qué haber perdido. ¿A qué puedo ir yo a París?, ¿de turista? No puedo.

¿Cómo me voy a ir? Tengo un perro y un loro: ¿Qué hago con ellos? Y les debo harto porque no son literatura. El perro me quiere como no me va a querer otro. No tenía derecho a tener perro yo. Pero tuve perro y me enredé. Es un problema grande. Estoy enredado con el loro. El loro me quiere y me conoce. Dice mi nombre. Entonces yo no podría ser feliz en París si sé que el loro va a estar diciéndole «Adolfo» a alguien aquí en Chile. Porque el loro me ha acompañado diez años y no lo puedo hacer leso.

Yo cuando riego y las plantas me hablan… tenemos una relación profunda. Como no se pueden mover las pobres plantas, cuando le falta agua el rosal no puede ir pal frente a que lo riegue la señora del frente, entonces yo tengo una relación muy estrecha con las plantas, tengo que regarlas, si no se mueren. Esa es la relación que yo tengo. No es que me guste tanto, sino que dependen de mí y yo tengo que cumplirles.

Trabajo con mis manos este jardín. Tengo de todo: lantana, heliotropo, rosas, suculenta, cochabambina, hibiscos. Les hago taza, los riego. Nada da más fuerza que meter las manos al barro. Riego cuatro horas diarias en verano. Mientras lo hago, pienso, voy haciendo mis conexiones, mis proyectos, voy armando escenas. Las plantas me están hablando, me reclaman el agua, me conocen más que el perro. Como ellas no pueden moverse, lo requieren mucho a uno. Un jardín seco es peor que un perro con hambre.

Me gusta la naturaleza. Me preocupo de mi jardín, lo riego y me demoro cuatro horas diarias. Y, cuando están aserruchando un árbol… peleo con toda la gente que lo echa abajo. Yo soy panteísta. En el mar y en la espuma encuentro el altar.

La naturaleza me humilla de la mañana a la noche en todo: en su desorden, en su belleza, en su fealdad.

Irse a la provincia, en busca de ese otro destino que es el de la tierra, el de la naturaleza, es una forma de conectarse universalmente, porque el barro es igual en todas partes, la tierra es igual en todas partes, el mar, y el cielo… No hay mares de primera o segunda categoría.

La universalidad de un gran artista es siempre local.

Macarena García Moggia
Macarena García Moggia es profesora del Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso. Vive en Viña. Escribe ocasionalmente para distintos medios. Dirigió la revista Istmo, de Literatura y Psicoanálisis. Prepara un libro sobre Adolfo Couve.