Keith Negley

Abel toca la base del teléfono inalámbrico. El número junto a la luz titilante es el de su madre. En lo que va del año ésta es la sexta vez que lo llama a esa hora de la madrugada. Sabe que si atiende tendrá que soportar su llanto, y al menos veinte minutos oyéndola hablar de su padre.

Son las dos de la mañana ─dice─ ¿qué pasa, mamá?

¿Dónde carajo estabas, Abelito? Hay un tipo ahí afuera.

La madre llama desde la antigua quinta familiar, a ciento setenta y cinco kilómetros, arrodillada en la oscuridad del piso de arriba, con el tubo del teléfono al oído, con su pollera de algodón y sus medias a cuadritos, con una caja de municiones al lado, y el cañón de una vieja carabina en la ventana.

¿Un tipo? ─dice Abel.

Sí, un tipo, está al lado de la pileta, fuma sentado en la reposera ─la madre baja el tubo del teléfono, gira la cabeza hacia la nada de la habitación, hacia la silla vacía en la penumbra, murmura como si alguien estuviese sentado allí. Vuelve a girar la cabeza y, levanta el tubo─. Papá quiere que deje las luces apagadas, Abelito.

¡Te dije que papá ya no te puede hablar! ─dice Abel.

La madre apunta la carabina hacia la pileta.

Papá tiene razón, ese tipo viene por mi máquina de cortar pasto. No voy a permitir que se la lleve como hicieron con la de Dora.

No salgas, mamá ¿Pusiste llave a las puertas?

Una Wayra Corsario auténtica, una Wayra Corsario.

¿Estás segura de que es un tipo?

Lo estoy apuntado con la carabina, le voy a volar la cabeza.

Vos no sabés disparar, mamá.

Pero papá sí sabe. ¿Dónde pusiste la otra caja de municiones?

Dejá de joder con las municiones. Llamá a la policía.

¿Ya te olvidaste lo que es la policía de acá, Abelito?

¿Y a los de la seguridad privada?, ¿para qué carajo los contrataron los vecinos?

¿Los de seguridad? ─dice la madre, con un dedo sube los anteojos─. Papá dice que no sirve de nada llamarlos.

No me hablés más de papá. ¿Cómo es el tipo? Decime cómo es el tipo.

Fuma como un asesino. Un asesino que quiere mi Wayra Corsario ─dice y apoya la carabina en la pared, se sienta y frota su pierna derecha.

Miles de renacuajos mueven las colas en el agua, entre trenzas de algas, bajo una capa de hojas de tilo y flores de paraíso y musgo, donde los mosquitos apoyan sus largas patas en la superficie de la pileta, y tantean con sus picos, a poca distancia del borde donde Fernando fuma sentado en la reposera. Esta noche cumple dos semanas y tres días como guardia de seguridad. Ha salido de rondín en el móvil 08, un destartalado Fiat Uno con el logo de la empresa estampado sobre las puertas: una rosa de los vientos amarilla y verde. Patrulló entre calles de zanjones anchos y árboles altos. Se detuvo a metros de una esquina desde donde alcanzó a ver las luces de los autos que pasaban por la ruta. Puso las luces de la sirena a girar en silencio. Luego continuó hasta una calle de tierra. Apagó el motor frente a una ligustrina. Al rato bajó y orinó contra un portón oxidado. Observó la casona en penumbra, el pasto crecido, un árbol volteado por alguna tormenta. Alguien le había dicho que era una zona de antiguas residencias, deshabitadas gran parte del año, que sus dueños solo vienen para el verano.

¿Tenés el número de la seguridad privada? ─pregunta Abel.

En algún lado ─contesta la madre─, tal vez abajo, junto al otro teléfono.

Bueno, no cortes, yo también lo debo tener por acá ─Abel toma una agenda del estante, comienza a pasar las hojas rápido.

Sé que había otra caja de municiones, Abelito, ¿dónde la pusiste?

No sé, mamá ─Abel continúa con la agenda. Se acerca a la ventana. Ve las luces de una aplanadora allá abajo, y a un grupo de hombres con cascos amarillos y chalecos fluorescentes que, con palas, emparejan la brea humeante.

Abelito, no le mientas a tu madre.

¿Y Caruso?, ¿está con vos Caruso? ─dice Abel, oye el ruido que hace su madre al apoyar el tubo del teléfono sobre el piso─ ¿Mamá, estás ahí?, mamá, ya encontré el número de la seguridad privada, no vayas a cortar, yo los llamo ─pone la llamada en espera, y marca.

Fernando mueve el cigarrillo en el aire para espantar a los mosquitos. Da una larga pitada y suelta el humo sobre sus brazos como si fuese un curandero. Se desprende la camisa. Se recuesta en la reposera y pasa una mano por debajo de la nuca.

¿Quién anda ahí? ─dice. Se pone de pie. Tantea el handy.

Un perro grande sale de entre el yuyal, arrastra la parte trasera a un lado y al otro como si tuviera parásitos. Va hacia Fernando, le olfatea la entrepierna y con el hocico busca la mano.

Fernando le rasca la cabeza.

¿Cómo te llamas? ─pregunta.

El perro se sienta, saca la lengua y jadea.

¿Cachilo? ─dice Fernando y mira hacia la noche alrededor de los árboles─, ¿o Sultán?, ¿o Toby? No, vos tenés cara de Chicho.

El perro agacha la cabeza, azota la cola contra el pasto.

Chicho ─Fernando pita el cigarrillo. Suelta el humo─. Así que te llamás Chicho.

Subida en una silla, la madre tantea arriba del ropero. Se ha levantado con agilidad, parece haber olvidado su artrosis, su reuma. Antes de subir a la silla, deambuló por la habitación a oscuras, diciendo cosas sueltas.

Oeste Segurity, buenas noches ─oye de pronto Abel─, en qué podemos ayudarlo.

Llamo porque hay alguien en el jardín de mi madre.

Dígame la dirección de su madre.

República del Salvador 2450. Barrio Podestá.

¿Hay ingreso a la vivienda?

Abel se rasca la barbilla. Le viene una imagen de su infancia, una noche de tormenta eléctrica en la quinta, en la que salió descalzo y con fiebre a buscar unos soldaditos olvidados junto a una parra.

No ─contesta─, por ahora no.

¿Puede describir al sospechoso?

No, yo no estoy en el lugar.

Aguarde, por favor.

Aguardo ─Abel aprieta el botón de llamada en espera y dice─. ¿Mamá estás ahí?

¡Se desnudó, Abelito! ─dice la madre─, se desnudó y se tiró a la pileta.

¿Se tiró a la pileta? ─Abel piensa que el tipo debe ser un loco o un depravado.

Caruso está en el borde, está con él ─indica la madre─, siempre fue un perro traidor.

Olvidate del perro, ya hablé con los de seguridad. Seguí esperando en línea.

La madre vuelve a arrodillarse, toma la carabina, apoya el cañón en la ventana, cierra un ojo.

Nos estamos poniendo en contacto con nuestro móvil ─oye Abel─. ¿Qué edad tiene su madre?

Va a cumplir ochenta.

Preguntamos porque a veces la gente mayor da falsas alarmas.

Mi madre no da falsas alarmas, en este preciso instante el tipo está metido en su pileta ─Abel se queda con el teléfono pegado al oído. Piensa que tal vez sí puede ser una falsa alarma, pero jamás lo admitirá, al menos en esa conversación.

Aguarde.

Fernando nada por entre las hojas de tilo y flores de paraíso. Deja un surco verdoso y oscuro que vuelve a cerrarse. Toma aire y se sumerge. Siente el zumbido de la superficie, lejanos ladridos del perro y un sonido que al principio no reconoce, y luego descubre que es la resonancia de su handy. Emerge y bracea hasta el borde, sale. Ve al perro adelantar y retroceder, ladra alrededor de su pantalón.

¡Cucha! ─dice─ ¡Cucha!

El perro gruñe, levanta las orejas. Fernando desprende el handy del cinto.

¡Base, copio! ─dice, con hojas de tilo pegadas en la espalda.

Con el teléfono al oído, Abel mira el Cristo Redentor sobre el estante, tiene un brazo quebrado, dice recuerdo de Río de Janeiro. Vuelve a la ventana, la aplanadora todavía sigue allí, con las luces encendidas, aunque ya no ve a ningún hombre trabajando.

Gracias por esperar ─oye de pronto─. Hubo un error operativo, ya identificamos la situación. El que se encuentra dentro de la quinta de su madre es un vigilador nuestro. Pensó que la propiedad estaba deshabitada, ingresó para verificar. Le pedimos mil disculpas.

¿Cómo puede ser? Se supone que tienen que estar notificados al entrar a un lugar, ¿es así o no es así? ¿Está seguro que es un vigilador?

El perro ataca y recula. Fernando se agacha, siente el ardor en su pierna izquierda.

¡Lo mordió, Abelito! ─dice la madre─ ¡Caruso lo mordió!

Es un vigilador ─dice Abel─, el tipo es un vigilador.

Y qué sé yo qué es, salió así, desnudo de la pileta, y parecía que discutía con alguien por teléfono y miraba hacia acá, y hacía señas con la mano, yo tuve mucho miedo. Caruso se puso a aullar, a girar como un loco, y lo mordió, ¿qué hago?

¡No sé, mamá!, ¡no sé! ¿Disparaste?

¡Yo no disparé! ─la madre se ajusta la dentadura con el pulgar, siente que el reuma, la artrosis vuelve a subir por las articulaciones de sus piernas─ ¡Papá sabe que yo no disparé!

Fernando se sienta sobre el pasto, otra vez mira la mordedura en su pierna, ve sangre.

El handy vuelve a sonar. Caruso gruñe, muestra los dientes, avanza despacio.

Ilustración: Keith Negley

Héctor Prahim
Héctor Prahim (Tucumán, Argentina 1975) Creció en el barrio porteño de Flores y actualmente vive en Lanús. Sus relatos han sido publicados en antologías como la colección de la editorial PelosDePunta, en diarios nacionales e internacionales. Colabora con las revista Solo Tempestad y El Narratorio, narrativa hispanoamericana. Recibió el Premio Municipal de Cuentos Manuel Mujica Láinez 2014 – Premio Certamen Nacional e Internacional de relatos el Escriba 2011 – Mención de Honor Concurso Anual de Relatos Crepúsculo 2009 Fundación Tres Pinos – Premio de Relatos Yo te cuento Buenos Aires. La Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2008. [email protected]