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nometulafken

Nometulafken (trad. mapudungun: al otro lado del mar)

Expresión en lengua mapuche que señala el lugar hacia donde viajan las almas de los muertos, sin distinción moral y sin importar su condición de clase.

Las distintas identidades territoriales que constituyen al pueblo mapuche (picunches, huilliches, pehuenches, lafkenches, entre otras) coinciden en la idea de la muerte como un viaje hacia el Nometulafken, al que se cruza mediante el pago de tres monedas de plata –en la antigüedad– o la entrega de una posesión de valor –en tiempos modernos– a uno de los boteros que sirven de nexo entre el mundo de la Vida y el mundo de la Muerte.

Esta versión del mito que incorpora a la figura del botero es hoy en día la más aceptada, aunque también existe otra mucho más antigua que tiene su origen en relatos contados por los mapuches de la zona costera de la Región del Biobío. En esta, el botero es reemplazado por cuatro ancianas que se transforman en ballenas durante la noche y que transportan sobre sus lomos las almas de los muertos hacia el Nometulafken. El pago que las ancianas reciben por sus servicios consiste en collares y pulseras fabricadas con piedras llancas. Piedras de río, muy pequeñas, de color turquesa, que son pulidas y grabadas con símbolos mapuches, las que a veces se encuentran junto con los cadáveres en los entierros.

El mar (lafken) que las almas deben cruzar también se denomina Río de las Lágrimas, en él estas purgan sus últimos actos en la tierra y recuerdan llorando a sus familiares, lo que explica los residuos salinos encontrados en bordes de playas y ríos, que solo son visibles desde el mundo de la Vida.

Al desembarcar en el Nometulafken las almas quedan solas y deben buscar una comunidad (lof) que las acepte. Para esto tienen que saber quiénes fueron sus antepasados y qué funcionen cumplían en vida. El apellido mapuche cobra vital importancia en este caso, puesto que determina el lugar de procedencia, las características espirituales y familiares de las almas en cuestión.

La manera que estas últimas tienen para interactuar con sus parientes vivos es a través del sueño (pewma) o mediante su transformación en aves rapaces o insectos que los visitan para darles consejo o intervenir de manera directa en sus asuntos.

Se cree que durante la noche las almas continúan realizando las mismas actividades que desempeñaban cuando eran cuerpos vivos, pero al llegar las primeras luces del día se transforman en estatuas de carbón inanimadas. No se tiene certeza de que esto sea así, pues no existen registros de alguien que haya vuelto desde el otro lado del mar.

Pichun
Como quien traslada
a un polluelo de halcón desde su nido
y no deja huella de su delicadeza insolente,
mi abuelo ayudó a mi madre
con sus labores de parto.

Él cortó el cordón umbilical
y ató el nudo que me separó
del alumbramiento.

Al perder la luz,
quedé yacente en la tierra,
prisionero de un mundo
que no fue soñado.

Ahora de pie,
junto a la tumba de mi abuelo,
como el nieto de un criador de pájaros
que salda una antigua deuda,
libero tres halcones y devuelvo
el cadáver del viejo al nido.

Pichun: apellido mapuche que significa “Plumas”.
 

 

Pillanes
A pesar del olvido, de sus formas breves
de pájaros o insectos, los pequeños dioses del sur de Chile
esperan a que alguien los invoque en su oración.

Si hay caminos de montaña o ríos que cruzar,
si tu voz te abandona al encontrarte con un muerto,
los pequeños dioses sabrán qué hacer.

Confía en ellos, amarra hojas de canelo y de quintral
a un muñón de árbol, en el patio de tu casa, para honrarlos.
Espanta al búho que precede al perimontun.

Tú mismo serás la ciénaga
que recibe a los viajeros del bajo mundo,
de quienes solo los caballos que los transportan
conocen sus verdaderos nombres.

Los pequeños dioses están aquí
para recordarte la fragilidad del sueño
al que perteneces.

Como una mariposa que escapa de súbito
desde la cabeza de un niño
o una débil luz que brota sin llanto
desde tus ojos difuntos.

Pillan: espíritu de un antepasado o de un elemento de la naturaleza al que se lo invoca para pedirle protección o cuidado.
Perimontun: “premonición”.
 

 

El muerto
¿Por qué bajas los párpados?

Ya no será necesario
que te reconcilies con los espejos.
Todos los que estamos aquí
hemos visto un cadáver.

Solo la poesía puede aparecer
en un lugar semejante.

La verdadera muerte
está en la infancia de las palabras.
El vacío nunca tuvo edad ni morada.

Llevamos en nuestra memoria el desierto
y nos echamos a llorar
porque las piedras no se hornean
como el pan que anhelamos.

El vacío no tiene por qué lamentarse,
siempre viajó en el velamen del pájaro
que muda en apariencias.

¿Por qué bajas los párpados?

Solo la poesía puede aparecer
en un lugar semejante.

El vacío nunca tuvo edad ni morada.
Ya sabemos que estás muerto.
 

 

Alwe
Lo sellado, lo que está a cubierto
como un niño detrás de los escudos,
pugna por salir.

De mi boca cae el feto de un ángel,
empujado por la noche al infierno de las heridas.

Las aguas que antes me contuvieron
hoy se filtran desde las cisternas rotas
de una eternidad reciente.

¡Parvenus del espíritu! –me digo.
Con la postura humilde del alwe
que yace junto al cadáver todavía fresco,
pregunto:

¿Estoy listo? ¿El paso del tiempo
será un sentimiento remoto?
¿El encuentro con la muerte
me hará aún más joven?

Alwe: Después de fallecer, ánima o alma inmadura. Estado anterior al Am o alma definitiva.
 

 
Las manos
Dondequiera que vaya tus manos me siguen,
belleza y muerte se sostienen la una a la otra,
para empujar hacia nosotros el deseo.

Como un botero que rema
de vuelta hacia la orilla,
somos arrastrados al sueño del agua
y aún en la caricia que da fuerza a los remos
esperamos a que alguien nos detenga
y nos regrese lo que creíamos perdido.

La noche no será demasiado larga
ni el tiempo es ese lobo gris
que se lleva a tus hermanos
en Noche Buena.

Como el cuerpo mutilado
que cae otra vez en la fina arcilla
siento tus manos que me empujan
hacia ese doble reino.

Donde sombra y plenitud son una misma cosa.
Donde herida y remordimiento se respaldan.
 

 
Estatuas
Hay en ellas el peso de lo humano,
un alma que reclama voluntad a carne viva,
como el beso que traiciona
o los días que no acaban
por formar un cuerpo.

La herida del parto,
aún abierta, bajo la piel.

Hay en ellas el peso de una máscara mortuoria,
la idolatría vana de nosotros por los muertos,
cuando intentamos que la piedra sangre
o la faz del río nos devuelva
el rostro que perdimos.

Hay en ellas un peso que nos alcanza,
las manos que tocan al poder o al deseo.

Sobre nuestros despojos se levantan las estatuas.
Estarán allí cuando nos hayamos ido.

Como el triunfo de la muerte abolida.
Como un faro, sin nombre, que el tiempo
no derrumba.

César Cabello

(Santiago, 1976). Ha publicado Las edades del laberinto (Santiago, Piedra de Sol Ediciones, 2008), Industrias CHILE S.A. (Santiago, Piedra de Sol Ediciones, 2011) y El País Nocturno y Enemigo (Santiago, Piedra de Sol Ediciones, 2013).