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«El humo atravesó su boca», fue la frase que dio término a la novela. Cerró el libro con una sensación nueva. Esta vez era distinta, ahora el personaje de esa historia se le había impregnado como tatuaje en la piel. No era muy aficionado a la escritura, pero de alguna manera logró escribir a eso de la medianoche. Eran frases sin sentido. La mayoría se referían al personaje, pero eso él no podía descifrarlo. Cuando terminó de escribir cerró su laptop y se acostó. Durmió igual que todas las noches. Ella no apareció en sus sueños.

—Hay personajes que atrapan —afirmó Cintia, la puta de turno.

—No es eso —soltó él, reticente.

—Estás extraño hoy.

—No viene al caso, déjalo.

—Cuéntame.

—No quiero. Vístete y vete.

Cintia salió rauda de la habitación. Él quedó dubitativo; imaginándola en sueños difusos. No quería tomar el libro, pero algo parecido a un demonio lo obligó a hacerlo. Leyó algunos párrafos que había marcado con un lápiz mina. Pensó que no era la historia, la historia había quedado a merced de ella. ¿Por qué no podía ignorar el hecho de que ella fuese la protagonista? Quizás hablaría de ella en sus clases, quizás.

Cuando hubo llegado a esa sala oscura un sonido pesado se interpuso. Ordenó un par de papeles y escribió en la pizarra: «El humo atravesó su boca». Se fumó un cigarro y echó un poco de vino en una copa. Sonó el timbre. Uno a uno fueron llegando los nueve alumnos que asistían desde hacía dos meses a su taller literario. Nadie reparó en la frase, pero él sentía una excitación inexplicable al pensar que la frase estaba ahí.

«El humo atravesó su boca».

—Quiero que analicen esa oración —ordenó expectante.

—Me parece que le falta algo —opinó Camila, una de las más jóvenes del grupo.

—Ilústrame —continuó él.

—Veamos… por la intención de la frase, tal vez pasó algo antes de ese acto. De pronto hubo algo de tensión; alguna discusión…

A él no le gustó ese análisis, pero de todas maneras siguió escuchando atento.

—Creo que es el fin de algo… de algo importante —concluyó.

Le preguntó al resto si estaban de acuerdo. Percibió en ellos un aire de somnolencia. Tal vez no querían estar ahí, tal vez.

—Esa frase… ¿alguien puede decirme qué le provoca esa frase? —prosiguió esperanzado.

Cuando Héctor se acomodaba para dar su impresión, la puerta sonó tres veces.

Él se extrañó. No era usual que alguien tocara la puerta después del último que llegaba. No a esa hora.

—Leonor, ¿puedes abrir?

Ella hizo caso y con un poco de modorra la abrió. Era una chica. Su apariencia lo cautivó de inmediato. Algo misterioso le decoraba el rostro. Le indicó que pasara. La chica titubeó. Todos la miraron. Se produjo un silencio incómodo. Bastián ―así se llamaba él― le preguntó cuál era la razón de tan sorpresiva visita.

—Sólo quería tomar un taller —respondió ella sin muchas ganas de ser interrogada.

—Entonces me parece pertinente que te sumes al análisis. —La miró tratando de encontrar sus ojos, pero no pudo.

—Es sólo una frase.

El resto soltó una carcajada y al ver el rostro de Bastián se retractó.

Meneó la cabeza, alcanzó su cajetilla del bolso y prendió un cigarrillo.

«El humo atravesó su boca».

—Dices que es sólo una frase, ¿eh? —Se arregló la chaqueta—. Entonces, me pregunto qué haces acá si… es sólo una frase.

La chica se sonrojó. Cruzó una pierna y los ojos de Bastián se instalaron, curiosos, en su muslo derecho.

—Creo que me expliqué mal…

Todos voltearon a verla.

—Creo que la respuesta a su… —advirtió la mirada de Bastián—, tu pregunta es decir que es sólo una frase. En lo personal no me provoca mucho y creo que a ti te provoca algo porque le das otro significado. La literatura me parece tan subjetiva… —Abrió su cuaderno. Dibujó pequeños círculos con su lápiz—. De pronto, lo mejor sería inventar un contexto para esa frase, ¿no crees?

Bastián quedó perplejo. Cuánta razón tenía esa desconocida. Lo había desnudado en menos de cinco minutos.

—Interesante… —No se le ocurrió nada más.

No recordaba una clase con tantos silencios. Tampoco recordaba que sus alumnos proyectaran tanto sueño. ¿Era la fecha? ¿El día? ¿La hora? Les propuso un pequeño ejercicio para la semana venidera. Miró la pizarra. Tomó el borrador, pero algo lo detuvo. Sin duda, eran los ojos de ella, posados como sol sediento sobre su espalda. Respiró profundo y optó por no borrar la frase.

—Van a escribir un cuento con esa frase incrustada. Debe tener sentido, claro está.

La mayoría anotó las instrucciones, tomó sus cosas y se largó. Efectivamente era una mala fecha. Se aproximaban las vacaciones de invierno y todos querían huir de la ciudad; aún con el frío acechándolos.

Ella no salió.

Él suspiró.

—Esa frase —comenzó la chica—. ¿De dónde la sacó?

—Puedes tutearme, ya lo habías hecho.

—Lo había hecho, ahora no lo hago.

—Hazlo, por favor.

—¿De dónde sacaste esa frase…? —Le arregló el cuello de la camisa.

—Bastián.

—¿De dónde sacaste esa frase, Bastián?

La proximidad de sus cuerpos lo inquietó.

—De una novela.

—Lo imaginé. Y así terminaba, ¿no?

—¿Qué cosa?

—La novela…

—Así es. —La cercanía le restó autoridad.

—Entonces, tú quieres que escribamos algo con esa frase porque tú no eres capaz de hacerlo, veo.

No supo qué decir.

—Veré qué tal me va, pero… creo que ese ejercicio debería ser para ti. Soy Angelina, ha sido un gusto.

Sus labios se estamparon suave en su mejilla. Él lo sintió en cámara lenta. Ordenó sus cosas y apagó las luces. Cuando salió a la calle la buscó, pero no estaba. Caminó largas cuadras y entró a un bar. Era lunes y aun así había gente. Pidió una cerveza. Luego otra y otra. Se emborrachó en medio del jazz (sonaba Charlie Parker). La chica apareció en una mesa contigua. La vio fumar; la vio cruzar las piernas; la vio arreglándose el cabello; la vio besándolo en una pieza oscura. ¿Por qué todo era tan oscuro?

Pagó la cuenta y demoró en salir. Fue al baño y se miró al espejo. No se había cuestionado su atractivo hasta ese momento. ¿Habría la chica reparado en sus ojos? ¿Se sentiría igual de atraída que él? Se sintió patético pensando en eso y salió del baño. Dio las gracias a la mesera que lo había atendido y tomó un taxi.

Al llegar, un gato negro se le acercó a las piernas. Le hizo cariño y al agacharse se le cayó una nota. ¿En qué momento había llegado esa nota hasta él? La guardó preocupado y subió las escaleras del edificio. Abrió la puerta y arrojó el bolso en un sillón. Encendió la radio y se percató de la hora: las 00:00. Nuevamente sentía ganas de escribir, pero ahora ya no aparecía esa figura difusa de la novela. Ahora aparecía Angelina. Su presencia lo había mareado a tal punto que ahora no podía evitar las ganas de tocarse. Era ella la que lo tocaba. Recordó la nota y la abrió: «El humo atravesó su boca», decía. Pero no era su letra. No recordaba cómo había llegado la nota hasta sus cosas. ¿Se estaba volviendo loco? Durmió a saltos esa noche.

Los días pasaron sin ninguna relevancia. Leyó un par de cuentos de otro grupo del taller y corrigió la gramática. Ninguno le llamó particularmente la atención. Esa tarde tenía clase y la vería nuevamente. Llegó más temprano que lo habitual. Se preparó un café y fumó con ganas. Eran las ocho y nadie aparecía. De pronto sonó la puerta. Su rostro mostró sorpresa al verla. Venía vestida, pero él la desvistió con los ojos.

—No ha llegado nadie más —dijo con vergüenza de saber lo evidente de su afirmación.

—Así veo.

—¿Qué tal tu semana?

—Estuvo increíble…

Se detuvo en ese «increíble». Quizás algún tipo afortunado se la había tirado un par de veces. Su molestia fue evidente.

—Qué bien.

—¿Y la tuya? —preguntó ella.

Pensó que llevaba varios días imaginándola entre sus brazos. No pudo evitar sentirse ridículo y caliente.

—Han habido mejores.

—Necesito preguntarte algo, Bastián.

Él abandonó su autocrítica.

—Dime.

—¿Qué haces aquí un día viernes? Nuestras clases son los lunes. Me he fijado que sólo dictas clases los lunes y martes. Estudio cerca de aquí.

La información le llegó como estocada.

—¿Qué dices?

—Es viernes, Bastián. ¿No tienes ningún panorama mejor que venir aquí?

—No sé de qué hablas. —Sacó su celular y vio la fecha, efectivamente era viernes—. No entiendo… estaba casi seguro que…

—Tranquilo, a veces pasa. Te ves cansado, ¿qué haces aparte de esto?

Bastián se sintió intimidado. No solía hablar con sus alumnos temas ajenos a la literatura.

—Quizás pueda explicarte mejor si vamos por una copa de vino.

—Claro, es viernes.

Caminaron en silencio. Ella hablaba de sus clases, él sentía que todo se le había escapado de las manos. No dejaba de pensar en la equivocación. Aún dudaba si realmente era viernes. Cuando vio los bares llenos se tranquilizó un poco. La gente tenía cara de viernes. Angelina sugirió un bar, él accedió, pero antes le pidió que lo acompañara a comprar cigarrillos.

—Fumas harto.

—No es tema —esquivó.

En el bar pidieron un vino.

—Antes no tomaba vino, pero mi círculo terminó por convencerme —comentó ella.

—Ah.

—Te pregunté qué hacías y dijiste que podías contarme con una copa de vino.

—Sí, eso dije.

—Te escucho.

—A veces escribo.

Angelina lo miró curiosa, esperando que dijera algo más, pero nada salió de su boca.

—A veces escribes, ¿y?

—No podría decir nada más sobre eso.

La conversación no fluiría si ella no le preguntaba.

—¿Qué tipo de cosas escribes?

—Cartas.

—Eso pasó de moda —rio—. Me parece tierno.

—No es tierno y tampoco es gracioso.

—Disculpa, no debí reírme.

—No te preocupes. No debí contarte.

—¿A quién van destinadas esas cartas?

Bastián llenó las copas. Luego fumó husmeando alrededor.

—A ti.

—¿Disculpa?

—Olvídalo.

Angelina se sintió presa de una broma. Bastián le parecía impenetrable, pero tenía experiencia en abordar a la gente. Había escuchado claramente esa respuesta: «A ti», pero no insistiría.

—Ya veo, entonces son cartas ficcionales.

—Quizás.

—Ah.

El tema no fluyó. Ambos se sintieron en distintos lugares. No había sido una buena idea la de ir por unas copas.

—¿Qué estudias? —preguntó Bastián de pronto.

—Bibliotecología.

—¿Te gusta?

—¿Podría estudiar algo que no me gusta?

—Dímelo tú.

—Por supuesto que no. ¿Estudiaste algo que no te gusta?

—Sí.

Angelina se sorprendió.

—¿Qué estudiaste…? —No quería saber.

—Literatura.

—¿No te gusta lo que haces?

—No.

—Siempre puedes hacer otra cosa.

—Por eso escribo cartas.

—¿Qué dicen tus cartas?

—No puedo decirlo.

—Escríbeme una. Ahora.

—No podría.

—¿Por qué?

—No estoy concentrado.

—¿Qué puedo hacer para que te concentres?

—Irte.

Angelina tragó saliva y su boca se transformó en una pequeña sonrisa.

—¿Estás coqueteando conmigo? —Se arrepintió al decirlo.

—No.

—Disculpa, debe ser el vino.

—Sí, el vino siempre tiene la culpa.

—Quiero contarte lo que escribí.

—No estamos en clases.

—Por lo mismo… estoy un poco insegura.

—No tengo cabeza para analizarlo ahora, Angelina.

Su nombre sonó bello de sus labios.

—Sí, es cierto. Creo que estoy excediéndome en el trato profesor alumna.

—Yo también, de hecho…

—Sí, entiendo… Alguien podría vernos.

—Y luego hay que dar explicaciones tontas.

—Sí, y entonces empezarían a hablar y…

—Vamos a mi casa.

—¿Qué?

Bastián sacó su libreta de notas y anotó una dirección. Se la pasó por debajo de la mesa y ella la examinó.

—¿Cuándo?

—Ahora. Yo iré después, voy a pedir la cuenta.

—¿Me vas a mostrar tus cartas?

—Te voy a escribir una carta.

La excitación la acompañó durante el trayecto en metro. Sentía que todos los pasajeros, sin excepción, la miraban con complicidad. De alguna manera sabía a lo que iba y le gustaba. Aunque quizás todo había sido muy rápido. ¿Debería esperar a que él diera el primer paso? ¿Y si realmente sólo quería mostrarle las cartas?

Llegó al edificio de la dirección. Cuando se bajó del metro pensó en que ese día no se había puesto ropa interior muy ad hoc pero no importaba, a veces esas cosas pasaban inadvertidas, concluyó.

Bastián no llegó. Lo esperó alrededor de dos horas en la entrada del edificio y nada.

Él había pedido otra botella de vino.

—¿Y la señorita? —preguntó el mesero.

—Se fue… —respondió recibiendo la copa.

Pánico. Eso era lo que sentía. Perdió la cuenta de todo el rato que la dejó esperando. En el taxi pensó en una excusa convincente, pero de todas maneras sería una excusa y no siempre son convincentes. Cuando llegó, una nota en la entrada lo sobresaltó. La arrugó y la metió en el bolsillo de su chaqueta. Subió corriendo las escaleras. Ella tenía que estar, ella no podía haberse ido.

Abrió la puerta y estúpidamente creyó que estaría en el sofá, esperándolo impaciente.

Encendió un cigarrillo y sacó el papel. Tiritaba.

«Yo también escribo cartas», decía.

Y entonces el humo atravesó su boca.