
Llego temprano, aunque no sea ésa la costumbre mía ni de nadie. Desde la calle he podido constatar, a través de la puerta de vidrio, que el bar está casi vacío. Todavía han de pasar unas cuantas horas para que el grueso de los parroquianos aparezca. Cruzo el umbral de la puerta y reconozco de inmediato al señor P., que bebe una copa de vino frente a la barra. Uno de los cantineros me saluda; antes de que yo diga nada, destapará mi primera cerveza de medio litro y la pondrá junto a mí.
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