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La vida resulta siempre más imaginativa que cualquier novela. Ningún artista hubiera sido capaz de inventar, para el trágico infortunio que persiguió implacablemente a Mesmer durante toda su vida y más allá de la muerte, un símbolo más irónico que el hecho de que este buscador e investigador desesperado no hiciera él mismo su decisivo descubrimiento y que, por lo tanto, lo que desde entonces se llama mesmerismo no sea la teoría ni el hallazgo de Franz Anton Mesmer. Ciertamente fue el primero en provocar aquella manifestación de energía, decisiva para conocer la dinámica psíquica, pero —¡oh, fatalidad!— no se percató de ella. La vio y a la vez no la vio. Pero, como por acuerdo generalmente aceptado, un descubrimiento no pertenece a quien lo ha ido preparando, sino a quien repara en él y lo formula. Así, la fama de haber demostrado por primera vez la posibilidad de influir psíquicamente en el hombre mediante la hipnosis y haber iluminado de este modo esa inmensa región entre consciencia e inconsciencia, no recae en Mesmer, sino en su fiel discípulo, el conde Maxime de Puységur. Pues en el año fatal de 1784, mientras Mesmer lucha a brazo partido por sus queridos molinos de viento, por el fluido magnético, contra academias y sociedades científicas, su discípulo publica un sobrio y objetivo Rapport des cures opérées à Bayonne par le magnétisme animal, adressé à M. l’abbé de Poulanzet, conseiller-clerc au parlament de Bordeaux, 1784, que explica de forma clara hechos innegables que el metafísico alemán había buscado en vano en lo cósmico y en su místico fluido universal.

Los experimentos de Puységur fuerzan la entrada al mundo psíquico por el lado más insospechado. Desde los tiempos primitivos, tanto en la Edad Media como en la Antigüedad, la ciencia había considerado, siempre con nuevo estupor, el fenómeno del sonámbulo y del sonambulismo como un hecho fuera de lo normal. Entre cientos de miles o millones de personas normales siempre nace uno de esos singulares noctámbulos que, tocado en su sueño por el claro de luna, se levanta de la cama con los ojos cerrados, sube por escaleras y escalerillas hasta el tejado, sin ver ni palpar, una vez allí recorre con los párpados cerrados los peligrosos bordes, los tejadillos y los aleros, y luego vuelve a su lecho sin que, al día siguiente, conserve el más mínimo recuerdo ni la menor idea de su correría nocturna por el mundo del inconsciente. Ante este fenómeno evidente, hasta Puységur fracasaron todas las explicaciones. No se podía llamar dementes a esta clase de personas, pues en estado de vigilia ejercían su profesión con destreza y seguridad. Tampoco se las podía considerar normales, pues su conducta en estado de sonambulismo contradecía todas las leyes vigentes del orden natural: cuando una de estas personas camina a oscuras y, sin embargo, con los párpados cerrados, las pupilas completamente ocultas, sin la vista diurna, percibe las irregularidades más pequeñas del suelo que pisa; cuando sigue los senderos más peligrosos (que jamás superaría despierta) con la seguridad del sonámbulo, ¿quién la guía para que no se caiga? ¿Quién la sostiene? ¿Quién ilumina su sentido de la vista? ¿Qué clase de visión interior detrás de sus párpados cerrados, qué sens intérieur, qué second sight conduce a ese soñador diurno o ensoñado como un ángel alado a través de todos los peligros? Así, los sabios no cesan de preguntarse desde la Antigüedad: a lo largo de mil, dos mil años, el espíritu investigador hace frente aquí a uno de esos juegos mágicos de la vida que de vez en cuando la naturaleza lanza al orden regulado de las cosas, como si con esta desviación incomprensible de sus leyes universales quisiera volver a recordar a la humanidad el respeto que debe a lo irracional.

Entonces, de pronto, tan molesto como inoportuno, un discípulo de ese endiablado Mesmer, que ni siquiera es médico, sino un simple magnetizador aficionado, comprueba con experimentos irrefutables que el fenómeno de este estado crepuscular no es un descuido en el programa de trabajo de la naturaleza, una anomalía aislada, como un niño con cabeza de buey o gemelos siameses, entre las miríadas de casos normales, sino un grupo orgánico de fenómenos, y —¡más importante y delicado aún!— demuestra que este estado de sonambulismo, en el que la voluntad pierde fuerza y el hombre actúa inconsciente durante el sueño magnético (nosotros decimos hipnótico), se puede provocar por medios artificiales en casi todas las personas. Puységur, un conde rico y distinguido, filántropo en sumo grado a tenor de la moda, se había interesado muy pronto y muy apasionadamente por la teoría de Mesmer. Impelido por un dilentantismo humanitario y una curiosidad filosófica, practica desinteresadamente en su hacienda de Buzancy curas magnéticas según las prescripciones del maestro. Sus pacientes no son marquesas histéricas ni aristócratas decadentes, sino soldados de caballería, jóvenes campesinos, material de experimentación en bruto, sano, sin asomo de neurastenias (y por ello doblemente valioso). También ahora una serie de personas ávidas de curación acude a él, y el filantrópico conde, fiel a los preceptos mesmerianos, se afana por provocar en sus enfermos las crisis más violentas. Pero un día se asombra, se asusta incluso. Un joven pastor llamado Victor, en vez de reaccionar a los frotamientos magnéticos con los espasmos, las convulsiones y los temblores esperados, se queda simplemente laxo y se duerme tan tranquilo en manos del magnetizador. Ante tal comportamiento, que va en contra de la regla según la cual el magnetizador provoca ante todo convulsiones y no sueño, Puységur trata de despertar a ese palurdo sacudiéndolo. ¡Pero en vano! Puységur le habla a gritos, sin embargo, el muchacho no se mueve. Lo zarandea, pero, cosa rara, el joven duerme con un sueño completamente distinto del normal. Y, de repente, cuando le ordena de nuevo que se levante, el muchacho realmente obedece y empieza a dar unos cuantos pasos, pero con los ojos cerrados. A pesar de ello, se comporta del todo como una persona despierta, dueña de todos sus sentidos, aunque todavía sumida en el sueño. Se ha convertido en un sonámbulo a pleno día. Desconcertado, Puységur trata de hablar con él, de interrogarlo. Y he aquí que el joven campesino responde a todas las preguntas con total claridad y sensatez, incluso en un lenguaje más refinado que de costumbre. Puységur, enardecido por tan inesperado resultado, repite el experimento. Y, en efecto, no sólo consigue provocar ese estado de duermevela, por medio de la magnetización (más correctamente, sugestión) en el joven pastor, sino también en toda una serie de personas. Puységur, entusiasmado por este inesperado descubrimiento, prosigue sus ensayos con pasión y doble empeño. Da las llamadas órdenes posthipnóticas, es decir, manda a la persona dormida que, al despertar, ejecute determinados actos. Y, en efecto, los médiums, incluso una vez recuperada su consciencia normal, llevan a cabo con absoluta perfección las órdenes recibidas en estado de sonambulismo. Ahora Puységur sólo necesita anotar en su folleto estos sorprendentes procesos y habrá cruzado el Rubicón de la psicología moderna, fijando por vez primera el fenómeno de la hipnosis.

Por supuesto, la hipnosis no apareció en el mundo por primera vez con Puységur, pero sí entonces se tuvo conciencia de ella. Ya Paracelso cuenta que, en un monasterio de Kärntner, los monjes, mientras trataban a los enfermos, distraían su atención con objetos brillantes; en la Antigüedad, desde Apolonio de Tiana, se encuentran indicios de procedimientos hipnóticos. Más allá del ámbito humano, en el reino animal, era conocida desde hacía mucho tiempo la mirada cautivadora y paralizante de la serpiente, que era el mismo símbolo mitológico de la Medusa, ¿qué otra cosa significa sino la neutralización de la voluntad por una fuerza sugestiva? Sólo que este entumecimiento obligado de la atención nunca se había utilizado como método, ni siquiera por el propio Mesmer, que lo había empleado inconscientemente infinidad de veces con sus fricciones y miradas fijas. Claro que a menudo había caído en la cuenta de que, bajo su mirada o por efecto de los roces, algunos de sus pacientes de pronto sentían los ojos pesados, bostezaban y se relajaban, sus párpados empezaban a temblar nerviosamente y se cerraban poco a poco; incluso Jussieu, testigo casual, describe en su informe uno de estos casos: un paciente con los ojos cerrados de pronto se levanta, magnetiza a otros pacientes y, siempre con los ojos cerrados, retrocede y se sienta de nuevo tranquilamente, sin tener noción de sus actos, sonámbulo en pleno día. Docenas de veces, cientos quizá, Mesmer ha visto, durante sus muchos años de consulta, esta relajación de sus pacientes, este abismarse en sí mismos y volverse insensibles. Pero, como sea que él sólo perseguía la crisis, la convulsión como remedio, pasó siempre por alto obstinadamente esos curiosos estados crepusculares. Hipnotizado por su idea del fluido universal, mientras él mismo hipnotiza, este hijo del infortunio se fija sólo en este punto y se pierde en su teoría, en vez de actuar siguiendo las sapientísimas palabras de Goethe: «Lo más importante sería comprender que todo lo real es ya teoría; no se busque tras los fenómenos, pues ellos mismos son la doctrina.» Así, pues, Mesmer deja de lado la idea reina de su vida y de esta manera otro cosecha lo que sembrara el audaz precursor. El fenómeno determinante del «lado nocturno de la naturaleza», el hipnótico, lo descubre su discípulo bajo mano. Y, estrictamente hablando, en cierto modo el mesmerismo toma el nombre de Mesmer con tan poca propiedad como América el de Américo Vespucio.

Las consecuencias futuras de esta observación, al parecer insignificante, realizada en la consulta de Mesmer por su ayudante, difícilmente se pueden abarcar de una ojeada. De la noche a la mañana, el campo de observación se ha ensanchado hacia dentro, como si se hubiera encontrado una tercera dimensión. Pues, al comprobarse en aquel simple campesino de Buzancy que en la esfera del pensamiento, entre blanco y negro, entre sueño y vigilia, entre raciocinio e instinto, entre voluntad y coerción, entre consciencia e inconsciencia, existe toda una serie de estados escurridizos, fluctuantes e inestables, se ha introducido una diferenciación respecto de lo que llamamos alma. Aquel experimento en si tan baladí evidencia de modo irrefutable que incluso los fenómenos psíquicos más extraordinarios, que parecen salir proyectados como meteoros fuera del espacio de la naturaleza, obedecen a unas normas fijas y determinadas. El sueño, considerado hasta entonces un estado negativo, como ausencia de vigilia y por tanto como un vacío negro, revela, en estos estados intermedios de la duermevela o de vigilia-sueño recién descubiertos, un sinnúmero de fuerzas misteriosas que se contraponen en el cerebro humano, más allá de la razón consciente y que, precisamente por efecto de la distracción de la conciencia censora, se manifiesta con toda evidencia la vida psíquica: una idea, aquí sólo torpemente esbozada, que cien años más tarde el psicoanálisis desarrollará y explotará. Con este cambio de rumbo, con la atención puesta en el inconsciente, todos los fenómenos del espíritu adquieren un sentido completamente nuevo, innumerables reacciones se precipitan hacia fuera por una puerta abierta gracias al azar más que a propósito por la mano del hombre: «gracias al mesmerismo el hombre se ve obligado por primera vez a investigar los fenómenos de la concentración y la desconcentración, de la fatiga, la atención, la hipnosis, las crisis nerviosas y la simulación, que, juntos, constituyen la psicología moderna» (Pierre Janet). Por primera vez, la humanidad puede comprender y dar un sentido lógico a muchas cosas que hasta entonces le parecían mágicas y sobrenaturales.

Este súbito ensanchamiento del universo interior a raíz de una pequeña observación de Puységur despierta enseguida un inmenso entusiasmo en todos sus contemporáneos. Y resulta difícil describir el efecto, inquietante y rápido, que el mesmerismo, como primera noción de fenómenos hasta entonces ocultos, provoca en las clases cultas de Europa. Montgolfier acababa de conquistar el éter y Lavoisier de descubrir el orden químico de los elementos, cuando he aquí que a eso se añade con éxito una primera irrupción en el mundo suprasensible: no es de extrañar que toda aquella generación se sienta animada por una delirante esperanza de poder al fin desvelar el misterio del alma, tan primitivo como el hombre mismo. Poetas y filósofos, esos eternos geómetras del reino espiritual, son los primeros, apenas se han explorado las ignotas orillas, en internarse por el nuevo continente: un oscuro presentimiento les dice que hay innumerables tesoros por desenterrar de sus profundidades. El Romanticismo ya no busca lo romántico y extraordinario en los bosques de los druidas, en la caverna de Polifemo y en las cocinas de las brujas, sino en estas nuevas esferas sublunares entre el sueño y la vigilia, entre la voluntad y la coacción. De todos los poetas alemanes, el más fuerte y profundo, es Heinrich von Kleist, el que se siente más penetrado por este «lado nocturno de la naturaleza». Como, por su manera de ser, todo abismo lo atrae, se abandona totalmente al placer de arrojarse a estas profundidades con talante creador y describir como poeta esos estados de vértigo que oscilan entre sueño y vigilia. De golpe, con el ímpetu que lo caracteriza, se adentra en los misterios más profundos de la psicopatología. Nunca se ha descrito de modo más genial un estado crepuscular como en su Marquesa de O, nunca la literatura de ficción ha relatado con tanta perfección clínica y a la vez de modo tan diferente casos de sonambulismo como en Käthchen von Heilbronn y en el Príncipe de Homburg. Mientras Goethe, entonces ya más moderado, sigue de lejos, sólo con mesurada curiosidad, los nuevos descubrimientos, los jóvenes románticos se acercan a ellos apasionadamente. E.T.A. Hoffmann, Tieck y Brentano; en filosofía Schelling, Hegel y Fichte, se confiesan partidarios entusiastas de esta concepción revolucionaria; Schopenhauer encuentra en el mesmerismo el argumento decisivo a favor de la primacía de la voluntad sobre la razón en estado de vigilia, que es lo que trataba de demostrar. En Francia, Balzac, en Louis Lambert, su libro más personal, presenta prácticamente una biología de la fuerza de voluntad, capaz de transformar el mundo, y lamenta que la magnitud de los descubrimientos de Mesmer —si importante et si mal appréciée encore— no hayan triunfado todavía en todas partes. Al otro lado del océano, Edgar Allan Poe crea, con claridad cristalina, la novela clásica de la hipnosis. Se ve, pues, que dondequiera que la ciencia abre una rendija en el negro muro de los secretos de la naturaleza, al instante se infiltra en ella, cual gas de color, la fantasía del escritor y anima las esferas recién descubiertas con hechos y figuras; con la renovación de la psicología —y Freud es un ejemplo en nuestros días— empieza siempre también una nueva literatura psicológica. Y aun si cada palabra, cada teoría y cada pensamiento de Mesmer estuvieran cien veces equivocados (cosa muy dudosa), ha sido más fecundo que todos los eruditos e investigadores de su tiempo y ha señalado la dirección de una ciencia en ciernes, largo tiempo necesaria, atrayendo la mirada de la nueva generación hacia los misterios del alma.

La puerta está abierta, la luz penetra en un espacio nunca hasta entonces iluminado por la ciencia. Pero siempre sucede lo mismo: apenas se abre en algún sitio una puerta a lo nuevo, con los primeros exploradores entra también un confuso tropel de frívolos curiosos, exaltados, locos y charlatanes. Pues es característica de la humanidad, sana y a la vez peligrosa, la ilusión de que puede franquear de golpe y de un salto las fronteras de lo terrenal y unirse al misterio del universo. Y si en algún punto se logra ensanchar siquiera en una pulgada el espacio de la ciencia, en el acto y con este sólo descubrimiento, la crédula insaciabilidad espera poseer la llave del universo entero. También esta vez. Apenas descubierto el hecho de que en el sueño provocado artificialmente, el hipnotizado puede responder a las preguntas, se cree ya que los médiums pueden responderlas todas. Con peligrosa precipitación los soñadores son declarados de inmediato videntes, los sueños diurnos son equiparados a sueños proféticos. Otro sentido del hombre, más profundo, el llamado sentido «interior», se despierta en este encantamiento. «En la clarividencia magnética el espíritu recibe ese instinto que guía al pájaro a través del mar hasta una tierra que nunca ha visto, ese instinto que impulsa al insecto a una actividad profética en pro de sus crías todavía no nacidas; dicho en un lenguaje inteligible: contesta a nuestras preguntas» (Schubert). Los extremistas del mesmerismo pregonan literalmente que «en los estados de crisis los sonámbulos pueden ver el futuro, sus sentidos pueden extenderse a cualquier distancia y en todas las direcciones»; hacen profecías y vaticinios; sumidos en un estado de introspección (un tipo particular de examen interior) son capaces de percibir el interior de su propio cuerpo y del ajeno y así diagnosticar enfermedades infaliblemente. Estando en trance, incluso los analfabetos saben hablar en latín, hebreo, arameo y griego, citar nombres nunca oídos, solucionar los problemas aritméticos más complicados sin ningún esfuerzo; al parecer, los sonámbulos, arrojados al agua, no se hunden; su espíritu adivino les permite leer, «con la fosa epigástrica», libros cerrados y sellados, puestos sobre su cuerpo desnudo; pueden ver con claridad meridiana acontecimientos que ocurren simultáneamente en otras partes del planeta, descubrir mediante su sueño crímenes cometidos décadas antes. En suma, no hay trampería, por absurda que sea, que no se pueda descubrir a través de los médiums. Se lleva a los sonámbulos a cuevas donde se supone que hay tesoros escondidos y se cava un hoyo en la tierra hasta la altura del pecho a fin de que el contacto mediumnístico descubra oro o plata. O se los coloca con los ojos vendados en medio de una farmacia para que, gracias a su «sentido superior», adivinen la medicina correcta para los enfermos, y he aquí que, entre centenares de fármacos, escogen a ciegas el único que es benéfico. Sin el menor escrúpulo se atribuye a los médiums las cosas más increíbles, todos los fenómenos y las prácticas ocultas que proliferan todavía hoy en nuestro despierto mundo como fantasmas errantes: videncia, adivinación del pensamiento, exorcismo espiritista, artes telepáticas y teleplásticas, todo ello proviene del primitivo entusiasmo por «el lado nocturno de la naturaleza». No tarda mucho en tomar cuerpo un nuevo oficio: el del sonámbulo profesional. Y puesto que un médium es más valorado cuanto más sorprendentes son sus revelaciones, los prestidigitadores y simuladores se valen de todos los trucos y engaños para elevar sin escrúpulos su fuerza «magnética» hasta extremos increíbles. Ya en tiempos de Mesmer empiezan a celebrarse aquellas famosas veladas espiritistas en habitaciones oscuras donde se conversa con Julio César o con los apóstoles; los espíritus son enérgicamente conjurados y «realizados». Todos los crédulos, necios y supersticiosos, todos los poetastros como Justinus Kerner y pseudointelectuales como Ennemoser y Kluge, hablan y escriben maravillas sobre el sonambulismo artificial. Es muy comprensible, pues, que, ante sus ruidosas y a menudo ridículas exaltaciones, la ciencia se encoja incrédula de hombros y termine por evitarlos con enojo. Poco a poco, en el siglo XIX, el mesmerismo va cayendo en el descrédito. Demasiado ruido en torno a una idea la vuelve ininteligible. Y nada hace retroceder más fatalmente el efecto de una idea productiva que su exageración.

Stefan Sweig

Stefan Zweig nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881, y falleció en Petrópolis, Brasil, el 22 de febrero de 1942. Criado en una familia judía acomodada, se licenció en la Universidad de Viena, doctorándose en Filosofía. Su origen judío lo obligó a alejarse de su hogar al comenzar la Segunda Guerra Mundial, pero nunca fue particularmente religioso ni era simpatizante del movimiento sionísta. De mentalidad pacifista, su postura anti-belicista queda explícita en su obra Jeremías, una pieza teatral que denunciaba la Primera Guerra Mundial. Además del teatro, Zweig escribió novela, poesía y ensayo, aunque posiblemente sea más conocido por sus biografías, especialmente las de María Estuardo y Erasmo de Rotterdam. Escribió también una autobiografía en 1941, El mundo de ayer. Se le considera uno de los escritores más significativos del periodo de entreguerras. Tras su exilio en 1934 debido a la ocupación nazi, buscó una nueva residencia en Gran Bretaña, Estados Unidos y finalmente Brasil, donde falleció. Su frustración ante lo que consideraba el fracaso de la cultura europea lo empujaron a la desesperación, suicidándose junto con su segunda esposa Lotte (Charlotte Elisabeth Altmann) en Petrópolis.