Oso

Su pelo estaba apelmazado, sus ojos no parpadeaban. No había dormido en varios días y tampoco había podido comer. Caminó por la Alameda con la sola idea de despedirse de su familia; tal vez pedir ayuda si lo llegaban a entender, pues no podía hablar; todo lo que salía de su garganta eran gruñidos ininteligibles. Sus pasos eran lentos y su caminar tambaleante y triste, y sin embargo la gente comenzó a seguirlo; a cada paso que daba se le unían más y más personas, jóvenes y viejos; algunos llevaban perros, otros gallinas. Luego vinieron las pancartas y los tambores y después las muchachas desnudas con cuerpos pintados con diseños que semejaban animales salvajes: cebras, tigres, leopardos. Chicas vertiéndose cubetas llenas de tintura roja sobre el cuerpo. La policía paró el tránsito y los periodistas pusieron sus micrófonos delante de su boca, pero él solo caminaba, un paso vacilante tras el otro.

Armando Gutiérrez había sido joven, tenía dos hijos y una mujer que alimentar y no tenía trabajo, así que cuando el viernes de esa semana le ofrecieron que se disfrazara de oso para promocionar un nuevo caramelo en un colegio de Talagante, no lo dudó ni un segundo. Su amigo le ayudó a sacarse la ropa y a meterse en el traje que incluía pies y manos antes de subir el cierre de la espalda.

Cuando se calzó la enorme cabeza peluda, se sintió como una alfombra con patas, pero bajó de la furgoneta feliz ante la perspectiva de dinero “fácil”. Los ejecutivos de la promotora BTL, encargados del evento, le habían dado unas instrucciones someras: los profesores sacarían a los alumnos a los pasillos y él los recorrería saludando y repartiendo muestras del nuevo producto entre los educandos.

Los niños de básica lo ovacionaban fascinados, y a pesar del calor sofocante se sintió bien. Hubo algunos que se acercaban para tirarle las orejas o la pequeña cola, mientras su rostro sonreía flamante y los enormes ojos saltaban felices de un lado a otro. Nada de qué preocuparse, el traje no era suyo.

Al pasar a los cursos de enseñanza media, su rostro continuó alegre, pero su cuerpo acolchado comenzó a moverse a la deriva de derecha a izquierda mientras le gritaban y asestaban patadas y puñetazos; su campo de visión era pequeño y apenas podía individualizar a sus agresores entre la turba ruidosa… Sus costillas y muslos ya estaban adoloridos, y solo había pasado por dos cursos; aún le quedaban tres más. Trató de correr, desesperado dentro de una cara siempre feliz y un cuerpo mullido, mientras los púberes sonreían y gritaban maliciosos, esperando su turno para golpearlo. Recordó cumpleaños infantiles. Celebraciones de una época en que ignoraba qué eran las deudas y la pobreza, gritos, risas, una piñata hecha añicos.

En su carrera tropezó varias veces, pero a golpes y empujones lo levantaron para que terminara el recorrido. Faltaban aún dos cursos cuando vio una puerta abierta. No supo cómo se metió en la sala y viendo una ventana se lanzó sin pensarlo. La ventana daba a una quebrada llena de árboles que amortiguaron su caída, aunque de todas formas sintió cómo se quebraban varias ramas antes de que se golpeara la cabeza.

Cuando despertó, atardecía; estaba de espaldas despatarrado en la orilla de un estero en medio del campo. Su pelaje se hallaba mojado y hediondo, con basura y barro pegados, y cuando intentó levantarse el dolor de los golpes recorrió todo su cuerpo. Con torpeza hurgó en su bolsillo y sacó su celular, pero sus enormes dedos peludos de oso le resultaron inútiles. Acto seguido intentó sacarse la cabeza; tiró hasta que el dolor lo hizo desistir. Luego trató de alcanzar el cierre de su espalda, pero tampoco lo logró. Sintió cómo el miedo le recorría el espinazo, pero se obligó a calmarse; no podía ser que su amigo y la agencia lo hubiesen abandonado. Alguien debería de estar buscándolo, y si no era así, los golpes de seguro no habían sido tan graves como para impedirle caminar hasta encontrar ayuda. No era para preocuparse tanto, en pocas horas estaría en su casa tomando once, se dijo.

La tarde progresaba desde un color anaranjado hacia un azul oscuro y estrellado. Debía moverse pronto, antes de que la noche lo dejase atrapado allí hasta la mañana siguiente. Se levantó tambaleante y buscó las luces del camino rural por donde habían llegado al colegio. Cruzó el vado y subió al camino en cuatro patas, luchando con los arbustos que le impedían el avance pero al mismo tiempo le daban algo para agarrarse. Jadeando, mojado, hambriento y hediondo comenzó a transitar por el camino. No llevaba más de un kilómetro en dirección a la ciudad cuando un par de jóvenes se le cruzaron y, cuchillo en mano, le exigieron el traje y todo lo que llevase encima. Él levantó las manos y trató de explicar su situación, pero de su boca sonriente no salieron más que alaridos: en la caída se había desencajado la mandíbula. Les entregó el celular y dio vuelta sus bolsillos. Los jóvenes, frustrados por lo exiguo del botín, comenzaron a golpearlo para que se quitase el traje. Le tironearon la cabeza e intentaron bajar el cierre que lo aprisionaba, pero sus tentativas fueron inútiles, así que se conformaron con golpearlo un poco más, orinarlo y luego huir entre los predios de remolachas que había alrededor.

El frío lo hizo levantarse de nuevo y reemprender el camino. La cabeza le pesaba, tenía una oreja desgarrada y le faltaba la cola; se sentía miserable, pero quería llegar a su casa. Sabía que su mujer lo ayudaría a sacarse el traje y lo llevaría al hospital, así que caminó y caminó hasta que divisó un paradero del recorrido Talagante-Estación Central. La noche era oscura y helada y la carretera para llegar a Santiago se divisaba a lo lejos. Se entretuvo imaginando que viajaba en automóvil a su casa, que su esposa lo esperaba con una comida caliente mientras su hijo jugaba videojuegos en el modesto living-comedor de su pequeño departamento. El microbús lo sorprendió tratando de meterse los dedos entre el cuello y el traje y se detuvo junto a él. El oso subió tambaleante y se adentró por el pasillo, sin pagar, ante la mirada de desagrado del chofer. Cuando se sentó experimentó un alivio inefable: por fin estaba haciendo la primera parte del camino que lo llevaría hasta su distante hogar, en La Florida. Casi dulcemente, se durmió.

Lo despertó una mano que se posó en el hombro adolorido. Una pareja de carabineros lo levantó y lo sacó a rastras del bus por evadir el pago del pasaje. Le pidieron los documentos, pero él no los tenía. Al no poseer identificación, lo llevaron a la comisaría de Talagante, donde, después de un largo papeleo y un nuevo intento por quitarle el traje y hacerlo hablar, lo metieron a un calabozo. Ahí durmió, al lado de asaltantes y borrachos más o menos escandalosos, hasta que en la mañana lo echaron a la calle con una citación judicial en el bolsillo.

Caminó desorientado, soñoliento y con un vacío en el estómago hasta llegar a la Plaza de Armas de Talagante; allí, un pollo enorme y un perro con la lengua afuera vendían globos a los niños que paseaban con sus padres. Los animales no tardaron en notar su presencia y echarlo casi a patadas del lugar, para no compartir la clientela, así que no tuvo más alternativa que seguir caminando. Ya no se atrevía a tomar un bus y no tenía dinero para un taxi, ni monedas para un teléfono público; su única alternativa era llegar caminando hasta su casa. Sediento y adolorido, dio un paso tras otro en dirección a la cordillera. A medio día llegó a la plaza de Maipú. La gente y los niños lo evitaban, el olor que expelía el pelaje y su cuerpo sudado era insoportable. Nadie lo llevaría ni lo ayudaría a llegar al centro de la ciudad, pero necesitaba descansar. Se sentó bajo un roble para capear el calor y un hombre vestido con bolsas de basura, barbudo y con el pelo enmarañado, se sentó junto a él sin decir palabra. El sujeto le ofreció pan y una caja de vino… pero el oso no tenía boca, solo una inmutable sonrisa que no lo dejaba alimentarse. El vagabundo de las bolsas lo escuchó sollozar dentro del disfraz, y lo abrazó dándole palmaditas en la espalda.

Cuando se recompuso, quiso darle las gracias al hombre vestido con bolsas de aseo, pero no pudo articular palabra. Avergonzado, se levantó y siguió caminando por Avenida Pajaritos hasta llegar a la Alameda. A la altura de la Escuela de Investigaciones, juntó unas cajas que encontró tiradas a la vera del camino y pasó la noche acurrucado en una canal de aguas lluvias que en ese momento estaba seco. Apenas amaneció, comenzó a caminar nuevamente por la Alameda; avanzaba lento debido a la fatiga y la deshidratación; los pies le ardían y tosía con dolor.

De pronto, un grupo de jóvenes empezaron a seguirlo. Levantaban sus celulares y convocaban a más y más jóvenes; sus cinco acompañantes se convirtieron en diez y esos diez en cien. Vio su propia imagen en los televisores de un aparador. Decían en el aparato: “Enorme marcha animalista se dirige a La Moneda”.

En ese momento sintió ganas de llorar, pero sus enormes ojos alegres de oso no lo dejaban. La gente se tomó la calle y pudo caminar con más tranquilidad. La muchedumbre lo felicitaba por su iniciativa y su creativa forma de mostrarles a las autoridades que los animales también son personas y tienen derechos. Cuando llegaron los tambores y las jovencitas desnudas, todos se olvidaron de él, quien se confundió entre una turba que coreaba gritos y consignas pro liberación animal. De pronto se sintió mareado y su vista se tornó borrosa…

El oso calló de bruces, pero nadie se fijó en él.

El oso se convirtió en una alfombra por sobre la cual pasaron miles de personas que, con un rostro tan feliz como el de él, caminaban para hacer valer los derechos de los cientos de seres desvalidos que pueblan la tierra.