Gelrev Ongbico

Página 42, línea 12: “Me concentro en la textura que tiene la pintura del techo en mal estado, las trizaduras de un temblor, las líneas que forman una especie de mapa”. Así describe un muro, un muro cualquiera del norte de Chile, el narrador del relato “El mapa de mi hijo”. Es un muro, sin embargo podría corresponder también a la descripción de los estados de ánimo de varios de los personajes que pueblan este Historial de navegación. Líneas como las trizaduras de un temblor que van formando un mapa humano. “Las paredes hablan” se titula otro de los relatos, y podríamos agregar que no son sólo las paredes (los muros) quienes hablan acá sino también el viento, la luz que se cuela por la ventana, la carretera sobre el desierto, las zapatillas de un hijo, un cepillo de dientes con las cerdas desgastadas o las lágrimas de un perro. Carlos Araya Díaz da voz en este libro a un puñado de personajes, pero también registra y proyecta lo que dicen los espacios y los objetos que rodean a estos personajes. Los espacios geográficos y los atmosféricos; los paisajes mentales y los trayectos físicos de estos seres que navegan en un tiempo vertiginoso.

Tal como ocurría en el primer libro de Araya, la novela Ejercicios de encuadre, en estas páginas las historias se articulan como un conjunto de imágenes puestas en movimiento. Las anécdotas, a veces, funcionan como una suerte de accidente para desplegar esas imágenes capturadas. Narrar a partir de los encuadres, de los movimientos de cámara, del enfoque preciso, del desenfoque, del fundido a negro. De la obturación. Y no es casual que diga “accidente” para referirme a algunas tramas, a algunas anécdotas. Es justamente la ruptura de lo ordinario, la grieta en la tranquilidad de todos los días (la pérdida o de un ser querido, por ejemplo, o los ladridos persistentes de un perro), lo que gatilla esa alteración de la mirada. A veces la cámara se detiene en los detalles, y las acciones (siempre mínimas, nunca ampulosas) se ralentizan y la arena del desierto parece colarse en cada frase. A veces, por el contrario, la cinta parece correr veloz y la perspectiva va de un lado a otro, del muchacho uno al muchacho dos. Y de ambos a la mujer que podría ser su madre, pero es su amante. De uno a otro, de unos a otra: todos armando un envolvente monólogo colectivo. Escuchemos un fragmento del relato titulado “La última película”:

“Bájate los pantalones y te traigo el desayuno a la cama. Dame más de eso, pero desde tu boca. ¿Se consiguieron el auto? ¿Y si nos vas a buscar al liceo y nos vamos a tomar al río, bajo la línea del tren? Besito de buenas noches, canción de cuna. Cómete un durazno y dame un beso con lengua, por favor, Sandra. Mordida de buenos días. ¿Te gustan las películas de ciencia ficción? Danos una semana más, por favor. Sin auto no hay más lengua. Soñé que el río Loa se secaba, pero después renacía, la corriente ya no llevaba agua, llevaba cerveza. ¿Por qué no quieren volver a sus casas? ¿Y si nos acompañas a la fiesta de graduación? Váyanse de aquí, pendejos alumbrados. Por favor, una vez más. ¿Si alguien dice que Calama es la ciudad más fea de Chile, puedo pegarle un combo en el hocico? No me dejes. ¿Cómo te gustaría morir? Tienes que amarrarte a las cañerías antes de probar esto. Sin auto no hay más pajas, niños. Este país es un pedazo de tierra no más. ¿Te gustan las películas de terror? Estamos enamorados de ti, cómo mierda tenemos que decírtelo. ¿Por qué les gusta tanto el drama? Si no me das el último sorbo, te duermes sola hoy. Este es un pedazo de tierra visto por los ojos borrosos de un minero. Un minero recién pagado, borracho y sin saber qué hacer con la plata que gana. ¿Te gusta el fuego? Si no hay auto esto se acaba, niños” (13-14).

Calama, las películas y el agónico río Loa son tres presencias recurrentes en estos relatos. Más que Calama, en realidad, es la idea de una ciudad que no existe para el resto del país. Un lugar obliterado, ninguneado. “A veces iba a los bares y bebía con desconocidos para decirles que era de Calama”, dice el narrador del mismo cuento. Y sigue: “una palabra que le daba poderes especiales, porque haber nacido y crecido aquí lo hacían sentir el tipo más poderoso del mundo, aunque lo miraran como si viniera de un basurero. Era un pasaporte para no tenerle miedo a nada” (17). Y el protagonista del relato de otro cuento dice que “los calameños quieren ser chilenos pero todo Chile los ignora” (59).

Pero hay más puntos comunes, más cruces. Porque éste es un libro de historias entrelazadas, con personajes que van y vienen, que comparten la tristeza y el hastío, pero también la capacidad de ver lo que otros ya no ven; de sorprenderse con lo que ha dejado de causar sorpresa en los demás. Éste es un elenco de personajes anónimos, de los que sin embargo a veces tenemos un nombre y un apellido, como si se tratara de una lista de víctimas de alguna catástrofe en tierra ajena: Fernando Jopia, Matt y Emily Lekker, Julia Cardona, Eduardo Choque, Guillermina Vega, Tai Hiromi, Manuel Ríos, Enrique Bas. Ellos y los demás personajes sin nombre podrían ser parte de una única historia fragmentada. Una historia que va dando un pase a la otra, como en un rompecabezas o en una posta de palabras. A veces un pequeño guiño, a veces una imagen fija, recurrente: el punto en el mapa donde el río Loa desemboca en el mar, el aire que parece agua hirviendo sobre las carreteras, la vista de las chimeneas y los bloques de humo que salen de la mina de Chuquicamata, el agua con arsénico que toman los habitantes a diario, la luz del atardecer, del amanecer, del mediodía; la luz del sol atravesando las ramas de un árbol que se resisten al viento, la sombra de las nubes sobre la tierra, el invierno altiplánico, el recuerdo macabro de la Caravana de la Muerte, el Blockbuster que ya no existe, la población migrante, los sueños recurrentes de los personajes, los correos electrónicos, el chateo, las sesiones solitarias en Facebook, las piezas de residenciales baratas, los cubrecamas de diseño floreado, el mall de Calama, una bolsa plástica celeste que vuela por el desierto de Atacama, hombres y mujeres, padres e hijos que corren y que, al correr, recuerdan a sus hijos o a sus padres ausentes.

La filiación aparece como un eje a partir del cual todos (o casi todos) los protagonistas se movilizan. Seguir los pasos de un hijo muerto hasta llegar al punto donde el río se junta con el mar, prostituirse en esta tierra extranjera para enviar fotos del desierto y dinero a una hija que cree que su madre es astronauta, viajar al entierro del padre y empezar tal vez a conocerlo, espiar a la hija adolescente que no sabe que este hombre que la observa es su padre. Sólo uno de estos relatos no transcurre en el norte de Chile, sino en Santiago. Pero el nexo con Calama estará, nuevamente, en la filiación. Durante un año (el año más caluroso de la historia, según nos dirá el protagonista que ha dicho su madre y así lo habrá escrito también uno de los personajes del primer relato del libro) asistimos al registro minucioso, obsesivo, de un mismo paisaje: la textura continua de la cordillera de los Andes, el cielo con sus nubes o su celeste blanquecino, un mirador en el cerro Santa Lucía, las ramas de un árbol allá, al otro lado de la ventana. Vemos el paisaje inmediato que registra el protagonista en esta suerte de diario de quietud. Un cuadro de fotografías que van cambiando casi imperceptiblemente. Como si una cámara registrara el mismo encuadre durante un año. Pero vemos también el transcurrir noticioso del tiempo en el mundo y, sobre todo, el ciclo de vida que acompaña al protagonista. Cómo va cambiando el clima, cómo va cambiando el mundo, cómo el que observa experimenta variaciones en su mirada. Un cambio minúsculo que será, sin embargo, una vuelta de página irrevocable. La madre allá lejos; el hijo navegando, a fin de cuentas, por estas ciento veintiocho páginas directo hacia ella.

Ilustración: Gelrev Ongbico