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Tu padre está a punto de hacerme la pregunta. Éste es el momento más importante de nuestras vidas, y quiero prestar atención, captar cada detalle. Tu padre y yo acabamos de volver de una noche en la ciudad, con cena y espectáculo; es pasada la medianoche. Salimos al patio para mirar la luna llena; luego le dije a tu padre que quería bailar, así que me sigue la corriente y ahora estamos bailando lentamente, un par de treintañeros oscilando de un lado a otro bajo la luz de la luna como niños. No siento el fresco de la noche en absoluto. Y entonces tu padre dice:
—¿Quieres tener un hijo?

En este momento tu padre y yo llevamos casados unos dos años y vivimos en la avenida Ellis; cuando nos mudemos serás demasiado pequeña para acordarte de la casa, pero te enseñaremos las fotos, te contaremos las historias. Me encantaría contarte la historia de esta noche, la noche en que fuiste concebida, pero el momento adecuado para hacerlo sería cuando estés preparada para tener tus propios hijos, y nunca tendremos esa oportunidad.

Contártelo antes no serviría de nada; durante la mayor parte de tu vida no tendrás paciencia para escuchar una historia tan romántica (o cursi, como dirías tú). Recuerdo la idea sobre tu origen que me sugerirás cuando tengas doce años.
—La única razón por la que me tuvisteis fue para poder conseguir una criada a la que no tuvieseis que pagar —dirás con amargura, sacando la aspiradora del cuarto de las escobas.
—Efectivamente —diré yo—. Hace trece años supe que las alfombras necesitarían que alguien pasara la aspiradora más o menos por estas fechas, y tener un hijo parecía ser la forma más barata y fácil de solucionar el problema. Ahora ponte a ello, si eres tan amable.
—Si no fueras mi madre, esto sería ilegal —dirás, indignada, mientras desenrollas el cable y lo metes en el enchufe.

Eso será en la casa de la calle Belmont. Yo viviré para ver a desconocidos ocupando ambas casas: aquélla en la que fuiste concebida y aquélla en la que creciste. Tu padre y yo venderemos la primera un par de años después de tu llegada. Yo venderé la segunda poco después de tu partida. Para entonces Nelson y yo nos habremos mudado a nuestra granja, y tu padre estará viviendo con esa mujer.
Sé cómo termina esta historia; pienso mucho en ello. También pienso mucho en cómo comenzó, hace sólo unos años, cuando unas naves aparecieron en órbita y unos artefactos aparecieron en las praderas. El gobierno apenas dijo nada sobre ellos, mientras que la prensa amarilla no dejó casi nada sin decir.

Y entonces recibí una llamada telefónica, la petición de una reunión.
Los vi esperando en el pasillo, ante mi despacho. Formaban una pareja extraña; uno vestía uniforme militar, tenía el pelo cortado a cepillo y llevaba un maletín de aluminio. Parecía estar inspeccionando lo que le rodeaba con ojo crítico. El otro era fácilmente identificable como académico: barba y bigotes crecidos, traje de pana. Estaba hojeando las diversas páginas superpuestas grapadas a un tablón de anuncios.
—¿El coronel Weber, supongo? —Le di la mano al soldado—. Louise Banks.
—Doctora Banks. Gracias por aceptar hablar con nosotros —dijo.
—No es nada; cualquier excusa es buena para eludir la reunión de profesores.
El coronel Weber señaló a su acompañante.
—Éste es el doctor Gary Donelly, el físico que le mencioné cuando hablamos por teléfono.
—Llámeme Gary —dijo mientras nos dábamos la mano—. Estoy ansioso por oír su opinión.
Entramos en mi despacho. Aparté un par de pilas de libros de la segunda silla de invitados y nos sentamos.
—Dijo que quería que escuchase una grabación. Supongo que esto tiene algo que ver con los extraterrestres.
—Lo único que puedo darle es la grabación —dijo el coronel Weber.
—De acuerdo, escuchémosla.
El coronel Weber sacó una grabadora del maletín y apretó el play. La grabación sonaba vagamente como la de un perro mojado que se sacudiese el agua del pelo.
—¿Qué le ha parecido esto? —preguntó.
Me reservé la comparación con el perro mojado.
—¿En qué contexto se hizo esta grabación?
—No estoy autorizado a revelarlo.
—Me ayudaría a interpretar esos sonidos. ¿Podían ustedes ver al extraterrestre mientras hablaba? ¿Estaba haciendo algo en ese momento?
—Lo único que puedo darle es la grabación.
—No me revelará nada inapropiado si me cuenta que han visto a los extraterrestres; todo el mundo supone que es así.
El coronel Weber no varió su posición ni un milímetro.
—¿Tiene usted una opinión sobre sus propiedades lingüísticas? —preguntó.
—Bueno, está claro que su aparato vocal es esencialmente diferente del de un humano. Supongo que estos extraterrestres no tienen aspecto humano.
El coronel estaba a punto de decir algo sin comprometerse cuando Gary Donelly preguntó:
—¿Puede hacer alguna suposición basándose en la cinta?
—En realidad no. No suena como si estuvieran usando una laringe para producir esos sonidos, pero eso no me dice qué aspecto tienen.
—¿Algo m…? ¿Hay alguna otra cosa que pueda decirnos? —preguntó el coronel Weber.
Estaba claro que no estaba acostumbrado a consultar con civiles.
—Sólo que establecer comunicaciones va a ser realmente difícil por la diferencia anatómica. Es casi seguro que estarán usando sonidos que el aparato vocal humano no puede reproducir, y quizá sonidos que el oído humano no puede captar.
—¿Se refiere a frecuencias infra o ultrasónicas? —preguntó Gary Donelly.
—No específicamente. Sólo me refiero a que el sistema humano de audición no es un instrumento acústico absoluto; está diseñado para reconocer los sonidos que emite una laringe humana. Con un sistema vocal extraterrestre, no podemos estar seguros. —Me encogí de hombros—. Quizá seamos capaces de oír la diferencia entre los fonemas extraterrestres, si practicamos lo suficiente, pero es posible que nuestros oídos sean simplemente incapaces de reconocer las distinciones que consideren significativas. En ese caso necesitaríamos espectrografías de sonido para saber lo que dice un extraterrestre.
—¿Y si le diera una hora de grabaciones? —preguntó el coronel Weber—. ¿Cuánto tiempo necesitaría para decidir si necesitamos o no esas espectrografías de sonido?
—No podría decidirlo sólo con una grabación, por mucho tiempo que pudiera dedicarle. Necesitaría hablar con los extraterrestres directamente.
El coronel negó con la cabeza.
—No es posible.
Intenté que se diera cuenta de la situación poco a poco.
—Es decisión suya, por supuesto. Pero la única forma de aprender un idioma desconocido es interactuar con un hablante nativo, y con eso me refiero a hacer preguntas, mantener una conversación, ese tipo de cosas. Sin eso, sencillamente no es posible. Así que si quieren aprender el idioma de los extraterrestres, alguien con preparación en lingüística sobre el terreno, sea yo u otra persona, tendrá que hablar con un extraterrestre. Las grabaciones por sí solas no son suficiente.
El coronel Weber frunció el ceño.
—Parece sugerir que ningún extraterrestre podría haber aprendido los idiomas humanos observando nuestras emisiones.
—Lo dudo. Necesitaría material de instrucciones específicamente diseñado para enseñar idiomas humanos a alguien que no es humano. O eso, o interacción con un humano. Si disponen de cualquiera de las dos cosas, podrían aprender mucho de la televisión, pero de otra manera, no sabrían por dónde empezar.

Claramente, el coronel encontraba esto interesante; obviamente, su filosofía era que cuanto menos supieran los extraterrestres, mejor. Gary Donelly interpretó también la expresión del coronel y puso los ojos en blanco. Tuve que controlarme para no sonreír.
Entonces el coronel Weber preguntó:
—Imagine que estuviera aprendiendo un nuevo idioma hablando con los nativos. ¿Podría hacerlo sin enseñarles a ellos inglés?
—Eso dependería de lo cooperativos que fueran los hablantes nativos. Es casi seguro que comprenderían algunas palabras mientras uno aprende su idioma, pero no tendrían que ser demasiadas si están dispuestos a enseñarlo. Por otra parte, si prefieren aprender inglés a enseñarnos su idioma, eso haría que las cosas fueran mucho más difíciles.
El coronel asintió.
—Volveremos a hablar con usted sobre este asunto.
La petición de esa reunión fue la segunda llamada telefónica más importante de mi vida. La primera, por supuesto, será la de Rescate de Montaña. En ese momento tu padre y yo nos hablaremos quizá una vez al año, como máximo. Pero después de recibir esa llamada telefónica, lo primero que haré será llamar a tu padre.

Él y yo viajaremos juntos para realizar la identificación, un viaje en coche largo y en silencio. Recuerdo el depósito de cadáveres, todo baldosas y acero inoxidable, el zumbido del aire acondicionado y el olor del antiséptico. Un asistente retirará la sábana para mostrar tu cara. Tu cara tendrá un aspecto indefiniblemente extraño, pero sabré que eres tú.
—Sí, es ella —diré—. Es mi hija.
Entonces tendrás veinticinco años.

El policía militar comprobó mi identificación, tomó nota en su cuaderno y abrió la verja; entré con el todoterreno en el campamento, un pequeño pueblo de tiendas alzadas por el Ejército sobre los pastos abrasados por el sol de un granjero. En el centro del campamento se encontraba uno de los artefactos extraterrestres, llamados «espejos».
De acuerdo con las reuniones informativas a las que había asistido, había nueve en los Estados Unidos, y ciento doce en el mundo. Los espejos actuaban como artefactos de comunicación bidireccional, presumiblemente en contacto con las naves en órbita. Nadie sabía por qué los extraterrestres no querían hablar con nosotros en persona; quizá temían a los piojos. A cada espejo se le asignó un equipo de científicos que incluía un físico y un lingüista; Gary Donelly y yo estábamos en éste.

Gary me estaba esperando en el aparcamiento. Nos orientamos a través de un laberinto circular de parapetos de hormigón hasta que llegamos a la gran tienda que cubría al propio espejo. Frente a la tienda había una carretilla de equipo cargada con cosas sacadas del laboratorio de fonología de la universidad; la había enviado de antemano para que el Ejército la examinase.

También había, dispuestas sobre trípodes, tres cámaras de video cuyos objetivos enfocaban, a través de una ventanas en la pared de tela, el interior de la tienda. Todo lo que hiciéramos Gary y yo sería revisado por muchas otras personas, incluyendo miembros de la inteligencia militar. Además, enviaríamos informes diarios, y los míos debían incluir una estimación de cuánto inglés pensaba que podían entender los extraterrestres.
Gary abrió la lona de la tienda y me hizo un gesto para que entrase.
—Pasen y vean —dijo, al estilo de un pregonero circense—. Maravíllense ante criaturas como nunca se han visto sobre esta verde tierra de Dios.
—Y todo por sólo diez centavos —murmuré, pasando por la puerta. En ese momento el espejo estaba inactivo, y tenía la apariencia de un espejo semicircular de más de tres metros de alto y seis metros de ancho. Sobre la hierba parda frente al espejo, una marca de aerosol blanco demarcaba la zona de activación. La zona sólo contenía una mesa, dos sillas plegables y una toma de electricidad con un cable que conducía hasta un generador en el exterior. El zumbido de las lámparas fluorescentes, que colgaban de los postes en los márgenes de la habitación, se entremezclaba con el zumbido de las moscas en el calor sofocante.

Gary y yo nos miramos y luego empezamos a acercar la carretilla de equipo hasta la mesa. Cuando cruzamos la línea pintada, el espejo pareció volverse transparente; era como si alguien estuviera aumentando poco a poco la iluminación detrás de un cristal tintado. La ilusión de profundidad era increíble; parecía como si uno pudiera entrar en él. Cuando el espejo quedó completamente iluminado, presentaba el aspecto de un diorama a escala real de una habitación semicircular. La habitación contenía varios objetos grandes que quizá fueran muebles, pero ningún extraterrestre. Había una puerta en la pared del fondo.

Nos entretuvimos conectando todo entre sí: el microscopio, el espectrógrafo de sonido, el ordenador portátil y el altavoz. Mientras trabajábamos, yo miraba con frecuencia al espejo, anticipando la llegada de los extraterrestres. Aun así, di un salto cuando uno de ellos entró.
Parecía un barril suspendido en la intersección de siete miembros. Poseía simetría radial, y cualquiera de sus miembros podía servir como brazo o como pierna. El que tenía ante mí caminaba sobre cuatro piernas, con tres brazos no consecutivos recogidos contra sus costados. Gary los llamaba «heptápodos».

Me habían mostrado grabaciones de video, pero aún así me quedé con la boca abierta. Sus miembros no tenían articulaciones apreciables; los anatomistas suponían que quizá estuvieran sostenidos por columnas vertebrales. Fuera cual fuera su estructura subyacente, los miembros de los heptápodos se las arreglaban para moverse de forma desconcertantemente fluida. Su «torso» se deslizaba sobre los miembros oscilantes con la suavidad de un hovercraft.

Siete ojos sin párpado formaban un anillo en la parte superior del cuerpo del heptápodo. Volvió hasta el umbral por el que había entrado, hizo un breve sonido chisporroteante, y volvió al centro de la habitación seguido por otro heptápodo; en ningún momento se dio la vuelta. Escalofriante, pero lógico; con ojos en todas direcciones, cualquier dirección podía ser «delante».
Gary había estado observando mi reacción.
—¿Lista? —preguntó.
Respiré hondo.
—Tan lista como puedo. —Ya había hecho mucho trabajo de campo antes, en el Amazonas, pero siempre había seguido un método bilingüe: o mis informadores sabían un poco de portugués, que podía usar yo, o había recibido una introducción a su idioma por parte de los misioneros de la zona. Éste sería mi primer intento de poner en práctica un auténtico método de descubrimiento monolingüe. Pero en la teoría todo estaba bastante claro.
Me acerqué al espejo y el heptápodo del otro lado hizo lo mismo. La imagen era tan realista que se me puso la piel de gallina. Podía ver la textura de su piel gris, como hebras de pana dispuestas en espirales y bucles. No había ningún olor procedente del espejo, lo que en cierta forma hacía que la situación fuera aún más extraña.
Me señalé a mí misma y dije lentamente:
—Humano. —Luego señalé a Gary—. Humano. —Luego señalé a los dos heptápodos y dije—: ¿Qué sois vosotros?
No hubo reacción. Volví a intentarlo, y luego otra vez.
Uno de los heptápodos se señaló a sí mismo con un miembro, manteniendo juntos los cuatro dígitos de su extremo. Era una suerte. En algunas culturas una persona señala con la barbilla; si el heptápodo no hubiera usado uno de sus miembros, no hubiera sabido qué gesto buscar. Oí un breve sonido de aleteo, y vi cómo vibraba un orificio arrugado en la parte superior de su cuerpo; estaba hablando. Luego señaló a su acompañante y volvió a emitir el aleteo.

Me dirigí a mi ordenador; en su pantalla había dos espectrografías virtualmente idénticas que representaban esos sonidos. Marqué una de ellas para reproducirla. Me señalé a mí misma y dije «humano» de nuevo, e hice lo mismo con Gary. Luego señalé al heptápodo, y emití el aleteo por el altavoz.
El heptápodo aleteó un poco más. La segunda mitad de la espectrografía de su frase parecía una repetición: si llamábamos a la frase anterior [aleteo1], entonces esta otra era [aleteo2—aleteo1].
Señalé a algo que podía ser una silla para heptápodos.
—¿Qué es eso?
El heptápodo se lo pensó, y luego señaló a la «silla» y habló algo más. La espectrografía para esto difería claramente de los sonidos anteriores: [aleteo3]. De nuevo, señalé a la «silla» mientras reproducía [aleteo3].
El heptápodo contestó; juzgando por la espectrografía, parecía como [aleteo3—aleteo2]. Interpretación optimista: el heptápodo estaba confirmando que mis frases eran correctas, lo que implicaba que las pautas del discurso heptápodo y humano eran compatibles. Interpretación pesimista: tenía tos crónica.
En el ordenador delimité ciertas secciones de la espectrografía y tecleé un significado tentativo para cada una: «heptápodo» para [aleteo1], «sí» para [aleteo2], y «silla» para [aleteo3]. Luego escribí «Idioma: heptápodo A» como cabecera para todas las frases.
Gary miraba mientras yo escribía.
—¿Qué representa la «A»?
—Sólo es para distinguir este idioma de cualquier otro que puedan usar los heptápodos —dije. Él asintió—. Ahora vamos a intentar algo, sólo para divertirnos.

Señalé a cada heptápodo e intenté imitar el sonido de [aleteo1], «heptápodo». Después de una larga pausa, el primer heptápodo dijo algo y luego el segundo dijo otra cosa, pero ninguna de las espectrografías se parecía a nada dicho antes. No podía adivinar si estaban hablando entre ellos o a mí, puesto que no tenían caras que pudieran dirigir a un lado o a otro. Intenté pronunciar [aleteo1] de nuevo, pero no hubo ninguna reacción.
—Ni me he acercado —gruñí.
—A mí me impresiona el mero hecho de que puedas producir esos sonidos —dijo Gary.
—Deberías oír mi llamada del alce. Los espanta a todos.
Volví a intentarlo varias veces más, pero ningún heptápodo respondió con nada que yo pudiera reconocer.
Sólo cuando reproduje la grabación de la pronunciación del heptápodo obtuve una confirmación; el heptápodo respondió con [aleteo2], «sí».
—¿Así que no hay más remedio que usar grabaciones? —preguntó Gary.
—Al menos por el momento —asentí.
—¿Y ahora qué?
—Ahora nos aseguramos de que no haya estado diciendo en realidad «mira qué monos» o «fíjate lo que hacen ahora». Luego vemos si podemos identificar cualquiera de estas palabras cuando ese otro heptápodo las pronuncie. —Le hice un gesto para que se sentase—. Ponte cómodo; esto va a tomar cierto tiempo.

En 1770, la nave Endeavour del capitán Cook encalló en la costa de Queensland, Australia. Mientras una parte de sus hombres hacía las reparaciones, Cook encabezó un equipo de exploración y se encontró con los aborígenes. Uno de los marineros señaló a los animales que daban saltos a su alrededor con sus crías metidas en bolsas, y le preguntó a un aborigen cómo se llamaban. El aborigen contestó: «Kanguru». Desde entonces, Cook y sus marineros se refirieron a estos animales con esta palabra. No fue hasta después que supieron que significaba:
«¿Qué has dicho?».

Cuento esa historia en mi curso introductorio todos los años. Es casi seguramente falsa, y explico eso después, pero es una anécdota clásica. Por supuesto, las anécdotas que mis estudiantes realmente querrán escuchar son las que tienen a los heptápodos como protagonistas; durante el resto de mi carrera como profesora, ésa será la razón por la que muchos de ellos se apuntarán a mis clases. Así que les enseñaré las viejas cintas de video de mis sesiones ante el espejo, y las sesiones dirigidas por otros lingüistas; las cintas son instructivas, y serán útiles si volvemos a ser visitados por extraterrestres de nuevo, pero no generan demasiadas anécdotas de las buenas.

Cuando se trata de anécdotas relacionadas con el aprendizaje de un idioma, mi fuente favorita es la adquisición infantil de vocabulario. Recuerdo una tarde cuando tienes cinco años, después de que vuelvas a casa de la guardería. Estarás coloreando con los lápices de colores mientras yo puntúo trabajos.
—Mamá —dirás, usando el tono cuidadosamente espontáneo reservado para pedir favores—, ¿puedo pedirte una cosa?
—Claro, cariño. Adelante.
—¿Puedo ser, hum, de honor?
Levantaré la vista del trabajo que estaré puntuando.
—¿Qué quieres decir?
—En la escuela Sharon dijo que era de honor.
—¿En serio? ¿Te dijo por qué?
—Fue cuando su hermana mayor se casó. Dijo que sólo una persona podía ser, hum, de honor, y fue ella.
—Ah, ya veo. ¿Quieres decir que Sharon fue dama de honor?
—Sí, eso es. ¿Puedo ser de honor?

Gary y yo entramos en el edificio prefabricado donde se encuentra el centro de operaciones del campamento del espejo. Allí dentro parecía como si estuvieran preparando una invasión, o quizá una evacuación: soldados con el pelo a cepillo trabajaban en torno a un gran mapa de la zona, o estaban sentados ante grandes máquinas metálicas mientras hablaban por micrófonos incorporados a los auriculares. Nos condujeron al despacho del coronel Weber, una habitación al fondo que estaba fresca por el aire acondicionado.
Informamos al coronel sobre los resultados de nuestro primer día.
—No parece que hayan llegado muy lejos —dijo.
—Tengo una idea para avanzar más rápidamente —dije—. Pero tendrá usted que aprobar el uso de más equipo.
—¿Qué más necesita?
—Una cámara digital, y una gran pantalla de video. —Le mostré un dibujo de la instalación que había planeado—. Quiero intentar llevar a cabo el método de descubrimiento usando la escritura; mostraré palabras en la pantalla, y usaré la cámara para grabar las palabras que ellos escriban. Mi esperanza es que los heptápodos hagan lo mismo.
Weber miró el dibujo, dubitativo.
—¿Cuál sería la ventaja de hacer eso?
—Hasta ahora me he comportado como lo haría con hablantes de un idioma sin escritura. Entonces se me ocurrió que los heptápodos deben de tener también escritura.
—¿Y?
—Si los heptápodos tienen una forma mecánica de escritura, entonces ésta debe ser muy regular, muy consistente. Para nosotros sería más fácil identificar grafemas que fonemas. Es como descifrar las letras en una frase escrita en lugar de intentar oírlas cuando la frase se pronuncia en voz alta.
—Entiendo su argumento —admitió—. ¿Y cómo les respondería usted? ¿Les mostraría las palabras que le enseñasen a usted?
—Básicamente. Y si ponen espacios entre las palabras, cualquier frase que escribamos será mucho más inteligible que cualquier frase hablada que fabriquemos empalmando grabaciones.
Se recostó en su sillón.
—Como sabe, queremos mostrarles lo menos posible de nuestra tecnología.
—Lo entiendo, pero ya estamos usando máquinas como intermediarios. Si podemos conseguir que usen la escritura, creo que avanzaremos mucho más rápido que si nos limitamos a las espectrografías de sonido.
El coronel se volvió hacia Gary.
—¿Cuál es su opinión?
—A mí me parece una buena idea. Siento curiosidad por ver si los heptápodos tienen alguna dificultad para ver en nuestros monitores. Sus espejos se basan en una tecnología completamente diferente a la de nuestras pantallas de video. Hasta donde podemos saberlo, no usan píxeles ni líneas de barrido, y no renuevan la imagen fotograma a fotograma.
—¿Piensa que las líneas de barrido de nuestras pantallas de video pueden hacer que sean ilegibles para los heptápodos?
—Es posible —dijo Gary—. Tendremos que probar a ver qué pasa.
Weber reflexionó. Para mí no había nada que pensar, pero desde su punto de vista era una decisión difícil; como buen soldado, sin embargo, la tomó rápidamente.
—Petición concedida. Hablen con el sargento a la salida para traer lo que necesiten. Que esté listo para mañana.
Recuerdo un día de verano cuando tienes dieciséis años. Por una vez, la persona que espera a que llegue su cita soy yo. Por supuesto, tu estarás por allí, con curiosidad por ver qué aspecto tiene. Contigo estará una amiga tuya, una chica rubia con el improbable nombre de Roxie, que ha venido a pasar la tarde contigo riéndose por nada.
—Puede que sintáis la tentación de hacer comentarios sobre él —diré, mientras me miro en el espejo del recibidor—. Por favor, conteneos hasta que nos hayamos ido.
—No te preocupes, mamá —dirás—. Lo haremos de tal forma que no lo sepa. Roxie, pregúntame qué tiempo creo que hará esta noche. Entonces diré lo que pienso de la cita de mamá.
—Vale —dirá Roxie.
—No, definitivamente no —diré yo.
—Tranquila, mamá. Él no se dará cuenta de nada; hacemos esto todo el rato.
—Qué tranquila me quedo.
Un poco después, Nelson llegará para recogerme. Me encargaré de las presentaciones, y nos pondremos a hablar de trivialidades en el porche delantero. Nelson es ásperamente guapo, para tu evidente aprobación. Justo cuando estamos a punto de marcharnos, Roxie te dirá como si tal cosa:
—¿Qué tiempo crees que hará esta noche?
—Creo que muy bueno —será tu respuesta.
Roxie asentirá para demostrar su acuerdo. Nelson dirá:
—Ah, ¿sí? Creía que habían dicho que iba a hacer fresco.
—Tengo un sexto sentido para estas cosas —dirás. Tu cara no traicionará nada—. Tengo la sensación de que va a ser una noche abrasadora. Menos mal que estás vestida apropiadamente, mamá.
Yo te miraré ferozmente, y os diré buenas noches.
Mientras voy con Nelson hacia su coche, me preguntará, divertido:
—Me he perdido algo, ¿verdad?
—Una broma privada —murmuraré—. No me pidas que te la explique.

En nuestra siguiente sesión ante el espejo, repetimos el método que habíamos seguido antes, esta vez mostrando una palabra humana en la pantalla de nuestro ordenador al mismo tiempo que hablábamos: enseñando HUMANO mientras decíamos «humano», y así con todo. Al cabo, los heptápodos entendieron lo que queríamos, y dispusieron una pantalla plana circular sobre un pequeño pedestal. Un heptápodo habló, y luego insertó un miembro en un amplio hueco en el pedestal; un garabato de escritura, vagamente cursiva, apareció en la pantalla.
Pronto nos hicimos a la rutina, y yo fui haciendo dos listas paralelas: una de las frases habladas, y otra de las muestras de escritura. Basándonos en las primeras impresiones, su escritura parecía ser logográfica, lo que constituía una decepción; yo había esperado una escritura alfabética que nos ayudase a entender su habla. Sus logogramas quizá incluyesen alguna información fonética, pero encontrarla sería mucho más difícil que con una escritura alfabética.

Acercándome al espejo, pude señalar diversas partes del cuerpo del heptápodo, como los miembros, los dígitos y los ojos, y obtener palabras para cada una. Resultó que tenían un orificio en la parte inferior de su cuerpo, rodeado de bordes óseos articulados: probablemente lo usaban para comer, mientras que el orificio de arriba era para respirar y hablar. No había otros orificios aparentes; quizá su boca era además su ano. Ese tipo de preguntas tendrían que esperar.

También intenté preguntar a nuestros dos informadores las palabras para dirigirnos a cada uno individualmente; sus nombres personales, si es que los tenían. Sus respuestas fueron, por supuesto, impronunciables, así que para nuestros propósitos les puse Aleteo y Pedorreta. Esperaba ser capaz de distinguirlos.
Al día siguiente hablé con Gary antes de entrar en la tienda de campaña del espejo.
—Voy a necesitar tu ayuda en esta sesión —le dije.
—Claro. ¿Qué quieres que haga?
—Necesitamos obtener algunos verbos, y es más fácil con las formas de tercera persona. ¿Podrías representar varios verbos mientras yo tecleo la forma escrita en el ordenador? Con suerte, los heptápodos se darán cuenta de lo que estamos haciendo y harán lo mismo. He traído unos cuantos objetos que puedes utilizar.
—No hay problema —dijo Gary, haciendo crujir los nudillos—. Estoy listo si tú lo estás.

Comenzamos con varios verbos intransitivos sencillos: caminar, saltar, hablar, escribir. Gary demostró cada uno con encantadora falta de vergüenza; la presencia de las cámaras de video no le inhibía en absoluto. Tras cada una de las primeras acciones que realizó, pregunté a los heptápodos: «¿Cómo llamáis a eso?». En poco tiempo, los heptápodos captaron lo que estábamos intentando hacer; Pedorreta empezó a imitar a Gary, o al menos a realizar la acción equivalente en los heptápodos, mientras Aleteo manejaba su ordenador, mostrando una descripción escrita y pronunciándola en voz alta.
En las espectrografías de sus frases habladas se podía reconocer la palabra que había clasificado como «heptápodo». El resto de cada frase era presumiblemente el predicado; parecía que tenían análogos de sustantivos y verbos, gracias a Dios.
En su escritura, sin embargo, las cosas no estaban tan claras. Para cada acción, habían mostrado un simple logograma en lugar de dos distintos. Al principio pensé que habían escrito algo así como «camina», con el sujeto implícito. Pero ¿por qué iba a decir Aleteo «el heptápodo camina» si escribía «camina», en lugar de conservar el paralelismo? Luego me di cuenta de que algunos de los logogramas se parecían al logograma de «heptápodo» con algunos trazos añadidos a un lado o a otro. Quizá sus verbos podían escribirse como afijos al sustantivo. Pero si era así, ¿por qué escribía Aleteo el sustantivo en algunas ocasiones pero no en otras?

Decidí probar con un verbo transitivo; sustituir las palabras para los objetos quizá clarificase las cosas.
Entre las cosas que había traído había una manzana y una rebanada de pan.
—Vale —le dije a Gary—, enséñales la comida, y luego come un poco. Primero la manzana, luego el pan.
Gary señaló la Golden Delicious y luego le dio un bocado, mientras que yo mostraba la expresión «¿cómo llamáis a eso?». Luego lo repetimos con la rebanada de pan integral.

Pedorreta salió de la habitación y volvió con una especie de calabaza o nuez gigante y un elipsoide gelatinoso. Pedorreta señaló a la calabaza mientras que Aleteo decía una palabra y mostraba un logograma. Luego Pedorreta se metió la calabaza entre las piernas, se oyó el sonido de un mordisco, y la calabaza reapareció con un trozo de menos; había unas semillas parecidas al maíz bajo la cáscara. Aleteo habló y mostró un gran logograma en su pantalla. La espectrografía de sonido para «calabaza» cambiaba cuando se usaba en la frase; posiblemente se trataba de la marca de un caso. El logograma era extraño; después de examinarlo un rato, pude identificar los elementos gráficos que se parecían a los logogramas individuales de «heptápodo» y «calabaza». Parecía como si se hubieran fusionado, con varios trazos extra que supuestamente significaban «comer». ¿Se trataba de un ligado entre múltiples palabras?

Luego nos dieron los nombres oral y escrito del huevo de gelatina, y descripciones del acto de comerlo. La espectrografía de sonido para «heptápodo come huevo de gelatina» era analizable; «huevo de gelatina» llevaba una marca de caso, como era de esperar, aunque el orden de las palabras de la frase difería de la vez anterior. La forma escrita, otro enorme logograma, era otro asunto. Esta vez me llevó mucho más tiempo reconocer nada en él; no sólo estaban los logogramas individuales fundidos entre sí de nuevo, sino que parecía como si el de «heptápodo» estuviera tumbado, mientras que, sobre él, el logograma de «huevo de gelatina» estaba boca abajo.
—Oh, oh. —Volví a mirar la escritura de los ejemplos de verbos y sustantivos sencillos, los que antes había parecido que eran inconsistentes. Ahora me di cuenta de que todos contenían el logograma de «heptápodo»; algunos estaban rotados y distorsionados al estar combinados con los diversos verbos, así que al principio no los había reconocido—. Chicos, debéis de estar de broma —murmuré.
—¿Qué sucede? —preguntó Gary.
—Su escritura no está dividida en palabras; una frase se escribe uniendo los logogramas de las palabras componentes. Unen los logogramas rotándolos y modificándolos. Echa un vistazo. —Le mostré cómo rotaban los logogramas.
—Así que pueden leer una palabra con la misma facilidad por muy rotada que esté —dijo Gary. Se volvió para mirar a los heptápodos, impresionado—. Me pregunto si es consecuencia de la simetría radial de su cuerpo: ellos no tienen sentido de «delante», así que quizá tampoco lo tiene su escritura. Totalmente guay.
No podía creerlo; estaba trabajando con una persona que modificaba la palabra «guay» con «totalmente».
—Ciertamente, es interesante —dije—, pero también significa que no hay una forma sencilla de que escribamos nuestras frases con su idioma. No podemos cortar sus frases en palabras individuales y recombinarlas; tendremos que aprender las reglas de su escritura antes de poder escribir algo legible. Es el mismo problema de continuidad que hubiéramos tenido si pegásemos fragmentos de discurso oral, salvo que esta vez se aplica a la escritura.
Miré en el espejo a Aleteo y Pedorreta, que estaban esperando a que continuásemos, y suspiré.
—No nos lo vais a poner fácil, ¿verdad?

Para ser justos, los heptápodos eran completamente cooperativos. En los días que siguieron, estuvieron dispuestos a enseñarnos su idioma sin pedirnos que les enseñásemos más inglés. El coronel Weber y sus secuaces reflexionaron sobre lo que esto implicaba, mientras que yo me entrevistaba por videoconferencia con los lingüistas de los otros espejos para compartir lo que habíamos aprendido sobre el idioma heptápodo. La videoconferencia era una forma incómoda de trabajar: nuestras pantallas de video eran primitivas comparadas con los espejos de los heptápodos, de forma que mis colegas me parecían más ajenos que los extraterrestres. Lo familiar estaba muy lejos, mientras que lo extraño estaba al alcance de la mano.

Pasaría algún tiempo antes de que estuviésemos listos para preguntar a los heptápodos por qué habían venido, o para conversar sobre física con suficiente profundidad para preguntarles por su tecnología. Por el momento, trabajábamos sobre lo básico: fonémica y grafémica, vocabulario, sintaxis. Los heptápodos de todos los espejos usaban el mismo idioma, así que pudimos compartir nuestros datos y coordinar nuestros esfuerzos.
Nuestra mayor fuente de confusión fue la «escritura» de los heptápodos. No parecía ser una escritura en absoluto; parecía más un puñado de diseños gráficos complicados. Los logogramas no estaban dispuestos en hileras, ni espirales, ni de ninguna forma lineal. En vez de eso, Aleteo o Pedorreta escribían una frase juntando cuantos logogramas fueran precisos en una aglomeración gigantesca.

Esta forma de escritura recordaba a los sistemas de signos primitivos, que requerían que el lector conociera el contexto de un mensaje para poder entenderlo. Esos sistemas se consideraban demasiado limitados para el registro sistemático de la información. Sin embargo, no era probable que los heptápodos hubieran desarrollado su nivel de tecnología basándose sólo en la tradición oral. Eso podía querer decir tres cosas: la primera, que los heptápodos tenían un auténtico sistema de escritura, pero no querían usarlo con nosotros; el coronel Weber suscribiría esta posibilidad. La segunda era que los heptápodos no hubieran creado la tecnología que estaban usando; eran analfabetos que utilizaban la tecnología de otros. La tercera, y más interesante para mí, era que los heptápodos estaban usando un sistema no linear de ortografía que sí que era una auténtica escritura.
Recuerdo una conversación que tendremos cuando estés en el primer año de instituto. Será un domingo por la mañana, y yo estaré batiendo unos huevos mientras tú pones la mesa para desayunar. Te estarás riendo mientras me cuentas acerca de la fiesta a la que fuiste anoche.
—Oh, Dios —dirás—, es verdad eso que dicen de que el peso corporal importa. No bebí más que los chicos, pero me emborraché mucho más.
Yo intentaré mantener una expresión neutra y agradable. Lo intentaré de veras. Entonces dirás:
—Oh, venga, mamá.
—¿Qué?
—Sabes que hiciste exactamente las mismas cosas cuando tenías mi edad.
No hice nada parecido, pero sé que si lo confesase perderías completamente el respeto que me tienes.
—Sabes que no debes conducir, ni subir a un coche, cuando…
—Dios, claro que lo sé. ¿Crees que soy idiota?
—No, claro que no.

Lo que pensaré es que eres clara y enloquecedoramente diferente de mí. Me recordará, de nuevo, que no serás un clon mío; puedes ser maravillosa, una delicia cotidiana, pero no serás alguien a quien yo hubiera podido crear por mí misma.
Los militares han instalado un trailer con nuestros despachos en el campamento del espejo. Vi a Gary caminando hacia el trailer y eché a correr para ponerme a su altura.
—Es un sistema de escritura semasiográfica —le dije cuando le alcancé.
—¿Perdón? —dijo Gary.
—Ven, deja que te lo enseñe. —Señalé a Gary hacia mi despacho. Cuando estuvimos dentro, me acerqué a la pizarra y dibujé un círculo con una línea diagonal que lo cortaba en dos—. ¿Qué quiere decir esto?
—¿«Prohibido»?
—Exacto. —Luego, escribí la palabra prohibido en la pizarra—. Y esto también. Pero sólo uno es una representación del habla.
—De acuerdo —asintió Gary.
—Los lingüistas describen este tipo de escritura —señalé la palabra escrita— como «glotográfico», porque representa el habla. Todos los lenguajes escritos humanos pertenecen a esta categoría. Sin embargo, este símbolo —indiqué el círculo con la línea diagonal— es escritura «semasiográfica», porque transmite un significado sin referirse al habla. No existe una correspondencia entre sus componentes y ningún sonido en particular.
—¿Y crees que toda la escritura de los heptápodos es así?
—Por lo que he visto hasta ahora, sí. No es una escritura de símbolos, es mucho más compleja. Tiene su propio sistema de reglas para construir frases, una especie de sintaxis visual que no guarda relación con la sintaxis de su lenguaje hablado.
—¿Una sintaxis visual? ¿Puedes darme un ejemplo?
—Al instante. —Me senté a la mesa y, utilizando el ordenador, extraje un fotograma de la grabación de la conversación del día anterior con Pedorreta. Giré el monitor para que pudiera verlo—. En su lenguaje oral, los sustantivos tienen una marca para el caso que indica si es sujeto u objeto. En su lenguaje escrito, sin embargo, los sustantivos se identifican como sujeto u objeto basándose en la orientación de su logograma en relación con la del verbo. Mira esto. —Señalé una de las figuras—. Por ejemplo, cuando «heptápodo» está integrado con «oye» de esta forma, con estos trazos en paralelo, significa que el heptápodo es el que oye. —Le enseñé otra distinta—. Cuando se combinan de esta otra forma, con los trazos en perpendicular, significa que el heptápodo esta siendo oído. Esta morfología se aplica a varios verbos.
»Otro ejemplo es el sistema de inflexiones. —Recuperé otro fotograma de la grabación—. En su lenguaje escrito, este logograma significa más o menos “oír fácilmente” u “oír claramente”. ¿Ves los elementos que tiene en común con el logograma para “oír”? Aún se puede combinar con “heptápodo” de la misma forma que antes, para indicar que el heptápodo puede oír algo con claridad o que el heptápodo es oído con claridad. Pero lo realmente interesante es que la modulación de “oír” para convertirse en “oír claramente” no es un caso especial. ¿Ves la modificación que aplicaron?
Gary asintió, señalando:
—Es como si expresaran la idea de «claramente» cambiando la curva de esos trazos del medio.
—Exacto. Esa modulación se aplica a muchos verbos. El logograma para «ver» puede ser modulado de la misma forma para dar «ver claramente», e igualmente el logograma de «leer» y otros. Y cambiar la curva de esos trazos no guarda paralelismo con su habla; en la versión oral de estos verbos, añaden un prefijo al verbo para expresar facilidad, y los prefijos para «ver» y «oír» son diferentes.
»Hay otros ejemplos, pero ya te puedes hacer una idea. Es esencialmente una gramática en dos dimensiones.
Gary comenzó a pasearse por la habitación con aire reflexivo.
—¿Existe algo como esto en los sistemas humanos de escritura?
—Las ecuaciones matemáticas, la notación de música y de danza. Pero son muy especializados; no podríamos registrar esta conversación usándolos. Pero sospecho que, si lo conociéramos lo suficiente, podríamos registrar esta conversación con el sistema heptápodo de escritura. Creo que es un lenguaje gráfico completo y de propósito general.
Gary frunció el ceño.
—¿Así que su escritura constituye un lenguaje completamente diferente de su habla, no?
—Exacto. De hecho, sería más preciso referirse al sistema escrito como «heptápodo B», y usar «heptápodo A» estrictamente para referirse a su lenguaje oral.
—Espera un momento. ¿Por qué usan dos lenguajes cuando uno sería suficiente? Parece innecesariamente difícil de aprender.
—¿Como la ortografía inglesa? —dije—. La facilidad de aprendizaje no es la fuerza primaria en la evolución del lenguaje. Para los heptápodos, escribir y hablar pueden ser tan diferentes cultural o cognitivamente que usar lenguajes diferentes tiene más sentido que usar diferentes formas del mismo idioma.
Lo pensó un momento.
—Veo a lo que te refieres. Quizá piensan que nuestra forma de escritura es redundante, como si estuviésemos desperdiciando un segundo canal de comunicación.
—Eso es perfectamente posible. Averiguar por qué usan un segundo lenguaje para escribir nos dirá mucho sobre ellos.
—Así que entiendo que esto quiere decir que no podremos usar su escritura para ayudarnos a aprender su lenguaje oral.
—Sí, ésa es la implicación más inmediata. —Suspiré—. Pero no creo que debamos ignorar ni el heptápodo A ni el B; necesitamos atender a ambos a la vez. —Señalé a la pantalla—. Te apuesto que aprender su gramática bidimensional te ayudará cuando tengas que aprender su notación matemática.
—Ahí tienes razón. Entonces, ¿estamos listos para empezar a preguntarles por sus matemáticas?
—Aún no. Necesitamos una mayor comprensión de este sistema de escritura antes de comenzar con nada más —dije, y sonreí cuando él hizo un gesto burlón de frustración—. Paciencia, buen señor. La paciencia es una virtud.

Tendrás seis años cuando tu padre deba asistir a un congreso en Hawai, y le acompañaremos. Estarás tan emocionada que harás preparativos con varias semanas de adelanto. Me preguntarás por los cocos, los volcanes y el surf, y practicarás el baile hula ante el espejo. Harás la maleta con la ropa y los juguetes que quieres llevarte, y la arrastrarás por la casa para ver durante cuánto tiempo puedes llevarla. Me preguntarás si puedo llevar tu pantalla de dibujo en mi maleta, puesto que no habrá más espacio en la tuya y no hay forma de que viajes sin ella.
—No vas a necesitar nada de esto —te diré—. Habrá tantas cosas divertidas que hacer allí que no tendrás tiempo para jugar con tantos juguetes.
Pensarás sobre ello; aparecerán hoyuelos sobre tus cejas cuando reflexiones sobre algo. Al cabo estarás de acuerdo en llevarte menos juguetes, pero tus expectativas habrán aumentado.
—Quiero estar en Hawai ya —gemirás.
—A veces es bueno esperar —te diré—. La anticipación hace que sea más divertido cuando llegas allí.
Pero tú harás pucheros.

En el siguiente informe que envié, planteé que el término «logograma» no era adecuado porque sugería que cada gráfico representaba una palabra hablada, cuando de hecho los gráficos no se correspondían con nuestra idea de palabras habladas en absoluto. No quería tampoco usar en su lugar el término «ideograma» por cómo había sido usado en el pasado; propuse el término «semagrama» en su lugar.
Al parecer, un semagrama se correspondía vagamente con una palabra escrita en los idiomas humanos: tenía significado por sí mismo, y combinado con otros semagramas podía formar un número infinito de frases. No podíamos definirlo con precisión, pero por otra parte tampoco nadie había definido nunca «palabra» satisfactoriamente en los idiomas humanos. A la hora de hablar de las frases en heptápodo B, sin embargo, las cosas se volvían mucho más confusas. El lenguaje no tenía puntuación escrita: su sintaxis estaba indicada por la forma en que se combinaban los semagramas, y no había necesidad de marcar la cadencia del habla. Ciertamente, no había forma de distinguir claramente parejas de sujeto y predicado para formar frases. Una «frase» parecía ser cualquier número de semagramas que un heptápodo quisiera unir; la única diferencia entre una frase y un párrafo, o una página, era el tamaño.

Cuando una frase en heptápodo B crecía hasta un buen tamaño, su impacto visual era notable. Si no estaba intentando descifrarla, la escritura parecía una sucesión de caprichosas mantis religiosas dibujadas en cursiva, cada una aferrada a la siguiente para formar una celosía a lo Escher, todas en posturas ligeramente diferentes. Y las frases más grandes tenían un efecto parecido al de los pósters psicodélicos: a veces molestaban a la vista, a veces eran hipnóticos.

Recuerdo una foto tuya tomada en la graduación de la universidad. En la foto estás posando para la cámara, con el birrete ligeramente ladeado en la cabeza, una mano tocando las gafas de sol, la otra en la cadera, abriendo la toga para revelar el top y los pantalones cortos que llevas por debajo.
Recuerdo tu graduación. Tendremos la distracción de estar con Nelson, tu padre y esa mujer al mismo tiempo, pero eso no será lo importante. Todo ese fin de semana, mientras me presentas a tus compañeros de clase y abrazas a todo el mundo sin cesar, yo estaré prácticamente muda de asombro. No puedo creer que tú, una mujer adulta más alta que yo y tan hermosa que me duele el corazón al verte, serás la misma niña que levantaba en brazos para que alcanzases la fuente, la misma niña que salía de mi dormitorio envuelta en un vestido, un sombrero y cuatro bufandas robadas de mi armario.

Y después de la graduación, te dedicarás a trabajar como analista financiera. No entenderé lo que haces allí, ni siquiera entenderé tu fascinación con el dinero, la preeminencia que concedes al salario cuando negocias ofertas de empleo. Preferiría que te dedicases a algo sin pensar en su recompensa económica, pero no tendré motivo de queja. Mi propia madre nunca pudo entender por qué yo no me limitaba a ser profesora de Lengua en un instituto.
Harás lo que te haga feliz, y eso será lo único que yo pediré.

Con el paso del tiempo, los equipos de cada espejo comenzaron a trabajar seriamente en aprender la terminología heptápoda para las matemáticas y la física elemental. Trabajamos juntos en presentaciones, con los lingüistas centrándose en el método y los físicos centrándose en el contenido. Los físicos nos mostraron sistemas antiguos diseñados para comunicarse con extraterrestres basados en las matemáticas, pero estaban previstos para usarlos con un radiotelescopio. Los reconstruimos para comunicarnos cara a cara.

Nuestros equipos tuvieron éxito con la aritmética básica, pero nos encontramos con un obstáculo en la geometría y el álgebra. Intentamos usar un sistema de coordenadas esférico en lugar de rectangular, pensando que podría ser más natural para los heptápodos dada su anatomía, pero ese intento no fue fructífero. Los heptápodos no parecían entender a qué nos referíamos.

Igualmente, las conversaciones sobre física no avanzaban mucho. Sólo con los términos más concretos, como los nombres de los elementos, tuvimos algún éxito; después de varios intentos de representar la tabla periódica, los heptápodos captaron la idea. Para cualquier cosa remotamente abstracta, era como si estuviésemos desvariando. Intentamos demostrar atributos físicos básicos como masa y aceleración para poder obtener los términos que usaban para ellos, pero los heptápodos se limitaron a responder con peticiones de clarificación. Para evitar problemas de percepción que podrían estar asociados a un medio en particular, probamos con demostraciones físicas, ilustraciones de líneas simples, fotografías y animaciones; ninguna fue efectiva. Los días sin progreso ninguno se volvieron semanas, y los físicos comenzaron a descorazonarse.

Por contra, los lingüistas estaban teniendo mucho más éxito. Hacíamos avances constantes en el desciframiento de la gramática del lenguaje oral, el heptápodo A. No seguía la pauta de los idiomas humanos, como era de esperar, pero era comprensible hasta el momento: libertad de orden de palabras, incluso hasta el extremo de que no había un orden preferible para las cláusulas de una frase condicional, desafiando algo considerado «universal» en los idiomas humanos. También parecía que los heptápodos no tenían objeciones a usar mucho niveles de cláusulas una dentro de la otra, algo que no estaba al alcance de los humanos. Peculiar, pero no ininteligible.

Mucho más interesantes eran los procesos morfológicos y gramaticales del heptápodo B recientemente descubiertos, que eran esencialmente bidimensionales. Dependiendo de la declinación de un semagrama, las inflexiones podían indicarse mediante la variación de la curvatura, el grosor o la forma de la ondulación de un trazo, o mediante la variación de los tamaños relativos de dos raíces, o su distancia relativa a otra raíz, o sus orientaciones; o mediante diversos métodos distintos. Eran grafemas no segmentados; no podían ser aislados del resto del semagrama. Y a pesar de la forma en que se usaban esos rasgos en la escritura humana, éstos no tenían nada que ver con el estilo caligráfico; sus significados estaban definidos de acuerdo con una gramática consistente y precisa.

Con frecuencia preguntábamos a los heptápodos por qué habían venido. Siempre respondían «para ver» o «para observar». De hecho, a veces preferían observarnos en silencio en lugar de responder a nuestras preguntas.
Quizá eran científicos, quizá eran turistas. El Departamento de Estado nos dio instrucciones de que revelásemos lo menos que pudiéramos sobre la humanidad, en caso de que la información pudiera utilizarse como objeto de regateo en posibles negociaciones. Así lo hicimos, aunque no costaba demasiado esfuerzo: los heptápodos nunca hacían preguntas sobre nada. Fueran científicos o turistas, eran unos tipos sin una pizca de curiosidad.
Recuerdo una vez que iremos al centro comercial a comprarte ropa nueva. Tendrás trece años. En un momento estarás despatarrada en el asiento, completamente satisfecha, como una niña; al siguiente, te apartarás el pelo con una espontaneidad calculada, como una modelo en prácticas.
Me darás instrucciones mientras aparco el coche.
—Vale, mamá, dame una tarjeta de crédito, y podemos encontrarnos en la entrada dentro de dos horas.
Yo me reiré.
—Ni lo sueñes. Todas las tarjetas de crédito se quedan conmigo.
—Estás de broma. —Te convertirás en la personificación de la exasperación. Saldremos del coche y yo comenzaré a caminar hacia la entrada del centro comercial. Después de darte cuenta que no pienso ceder en este asunto, reformularás rápidamente tus planes.
—De acuerdo, mamá, de acuerdo. Puedes venir conmigo, sólo que debes caminar un poco detrás de mí, para que no parezca que vamos juntas. Si veo a algunas amigas, me pararé a hablar con ellas, pero tú sigue caminando, ¿vale? Y luego te encontraré.
Me pararé en seco.
—¿Perdona? No soy tu asistenta, ni soy un familiar mutante del que debas sentirte avergonzada.
—Pero mamá, no puedo dejar que nadie te vea conmigo.
—¿De qué estás hablando? Ya conozco a tus amigas; han estado en casa.
—Eso era diferente —dirás, sin poder creer que tengas que explicarlo—. Esto es ir de compras.
—Pues lo siento.
Entonces llegará la explosión:
—¡No haces lo más mínimo para que yo sea feliz! ¡No te importo en absoluto!
No hará tanto tiempo desde que te lo pasabas bien yendo de compras conmigo; siempre me asombrará lo rápidamente que pasas de una fase y entras en otra. Vivir contigo será como apuntar a una diana en movimiento; siempre estarás más lejos de lo que espero.

Miré a la frase en heptápodo B que acababa de escribir, usando sólo papel y lápiz. Como todas las frases que había generado yo misma, ésta tenía un aspecto deforme, como una frase escrita por un heptápodo que hubiera sido destruida con un martillo y vuelta a pegar de forma inexperta. Tenía páginas enteras de esos semagramas tan poco elegantes por toda la mesa, aleteando de vez en cuando al paso del ventilador.
Era extraño intentar aprender un idioma que no tenía forma oral. En lugar de practicar la pronunciación, había cogido la costumbre de cerrar los ojos e intentar pintar semagramas en el interior de los párpados.
Llamaron a la puerta, y antes de que pudiera contestar Gary entró con aire entusiasmado.
—Illinois ha conseguido una repetición en física.
—¿En serio? Estupendo. ¿Cuándo ha sido?
—Hace unas horas; acabamos de tener una videoconferencia. Deja que te lo enseñe. —Comenzó a borrar mi pizarra.
—No te preocupes, no necesitaba nada de eso.
—Bien. —Tomó un trozo de tiza y dibujo un diagrama:
—Muy bien, éste es el camino que un rayo de luz traza cuando cruza del aire al agua. El rayo de luz viaja en línea recta hasta que toca el agua; el agua tiene un índice de refracción diferente, así que la luz cambia de dirección. Ya habrás oído esto antes, ¿verdad?
—Claro —asentí.
—Ahora viene lo interesante sobre el camino que toma la luz. El camino es la ruta más rápida posible entre esos dos puntos.
—¿Cómo es eso?
—Imagínate, sólo para ver qué pasa, que el rayo de luz recorriese este camino. —Añadió una línea de puntos al diagrama:
—Este camino hipotético es más corto que el camino que en realidad toma la luz. Pero la luz viaja más lentamente en el agua de lo que lo hace por el aire, y en este camino hay un mayor recorrido bajo el agua. Así que la luz tardaría más tiempo en viajar por este camino que el que tarda en viajar por el camino real.
—Vale, ya lo entiendo.
—Ahora imagínate que la luz viajase por este otro camino. —Dibujó un segundo camino de puntos:
—Este camino reduce el recorrido bajo el agua, pero la longitud total es mayor. La luz tardaría también más tiempo en viajar por este camino que por el real.
Gary dejó la tiza e hizo un gesto hacia el diagrama de la pizarra con los dedos manchados de blanco.
—Cualquier camino hipotético requeriría más tiempo que el que realmente se tarda. En otras palabras, la ruta que el rayo de luz toma es siempre la más rápida posible. Ése es el principio de tiempo mínimo de Fermat.
—Hmm, interesante. ¿Y esto es a lo que respondieron los heptápodos?
—Eso mismo. Moorehead les dio una representación animada del principio de Fermat en el espejo de Illinois, y los heptápodos lo repitieron. Ahora está intentando obtener una descripción simbólica. —Sonrió—. ¿A que es totalmente guay?
—Sí que es guay, pero ¿cómo es posible que nunca haya oído hablar antes del principio de Fermat? —Tomé una carpeta y la agité ante él; era un manual de los temas de física sugeridos para usarlos en la comunicación con los heptápodos—. Esta cosa habla sin parar de la masa de Planck y el cambio de spin del átomo de hidrógeno, y ni una palabra sobre la refracción de la luz.
—Nos equivocamos al suponer lo que sería más útil que supieras —dijo Gary sin parecer avergonzado—. De hecho, es curioso que el principio de Fermat fuera el primer éxito; a pesar de que es fácil de explicar, se necesita cálculo para describirlo matemáticamente. Y no cálculo ordinario; se necesita cálculo de variaciones. Pensábamos que el primer éxito sería con algún teorema sencillo de geometría o álgebra.
—Sí que es curioso. ¿Crees que la idea que tienen los heptápodos de lo que es sencillo no se corresponde con la nuestra?
—Exactamente, y ésa es la razón por la que me muero por ver el aspecto de su descripción matemática del principio de Fermat. —Dio vueltas mientras hablaba—. Si su versión del cálculo de variaciones es más sencilla para ellos que su equivalente del álgebra, eso podría explicar por qué hemos tenido tantos problemas para hablar de física; su sistema de matemáticas entero puede estar al revés comparado con el nuestro. —Señaló al manual de física—. Puedes estar segura de que vamos a revisar eso.
—¿Así que podéis pasar del principio de Fermat a otras áreas de la física?
—Probablemente. Hay muchos principios físicos como el de Fermat.
—¿O sea, como el principio de Louise de espacio mínimo en los armarios, por ejemplo? ¿Desde cuando es tan minimalista la física?
—Bueno, la palabra «mínimo» es engañosa. Verás, el principio de tiempo mínimo de Fermat es incompleto; en ciertas situaciones la luz sigue un camino que le lleva más tiempo que cualquiera de las demás posibilidades. Es más preciso decir que la luz siempre sigue un camino extremo, sea uno que minimiza el tiempo que tarda, sea uno que lo maximiza. Un mínimo y un máximo comparten ciertas propiedades matemáticas, así que ambas situaciones pueden ser descritas con una sola ecuación. Luego, para ser precisos, el principio de Fermat no es un principio de mínimos, sino lo que se conoce como un principio «variacional».
—¿Y hay más principios variacionales de éstos?
—En todas las ramas de la física —asintió—. Casi cualquier ley física puede ser redefinida como un principio variacional. La única diferencia entre estos principios es qué atributo se minimiza o maximiza. —Hizo un gesto como si las diferentes ramas de la física estuvieran dispuestas ante él sobre la mesa—. En óptica, donde el principio de Fermat se aplica, el tiempo es el atributo que debe ser extremo. En mecánica, es un atributo diferente. En electromagnetismo, otra cosa distinta. Pero todos estos principios son similares matemáticamente.
—Así que una vez que obtengáis su descripción matemática del principio de Fermat, deberíais poder descifrar los demás.
—Por Dios, eso espero. Creo que ésta es la cuña que hemos estado buscando, la que abrirá su formulación de la física. Esto hay que celebrarlo. —Dejó de pasearse y se volvió hacia mí—. Oye, Louise, ¿quieres salir a cenar? Invito yo.
Me quedé un poco sorprendida.
—Claro —dije.

Cuando aprendas a caminar tendré una demostración cotidiana de la asimetría de nuestra relación. Correrás incesantemente de un lado para otro, y cada vez que choques contra el marco de una puerta o te hagas un arañazo en la rodilla, sentiré el dolor como si fuera mío. Será como si me creciera un miembro errante, una extensión de mí misma cuyos nervios sensores transmiten el dolor perfectamente, pero cuyos nervios motores no obedecen en absoluto a mis órdenes. Es tan injusto: voy a dar a luz a un muñeco vudú de mí misma que está dotado de vida. No vi esto en el contrato cuando me apunté. ¿Era esto parte del trato?

Y luego habrá veces en que veré cómo te ríes. Como la vez en que jugarás con el cachorro del vecino, metiendo las manos por la verja que separa nuestros patios traseros, y te reirás tanto que te entrará hipo. El cachorro echará a correr a la casa del vecino, y tu risa cesará poco a poco, permitiendo que tomes aliento. Luego el cachorro volverá a la verja para lamerte los dedos de nuevo, y tú gritarás y comenzarás a reírte otra vez. Será el sonido más maravilloso que jamás pudiera imaginar, un sonido que me hará sentirme como una fuente, o un manantial.Si sólo pudiera recordar ese sonido cada vez que tu absoluto desprecio por la autoconservación hace que me dé un ataque al corazón…

Tras el éxito con el principio de Fermat, las conversaciones sobre conceptos científicos se hicieron más fructíferas. No fue como si de repente toda la física heptápoda se volviera transparente, pero se avanzaba regularmente. Según Gary, la formulación de la física heptápoda estaba efectivamente al revés respecto a la nuestra. Los atributos físicos que los humanos definían usando cálculo integral eran considerados fundamentales por los heptápodos. Como ejemplo, Gary describió un atributo que, en la jerga física, llevaba el nombre engañosamente simple de «acción», que representaba «la diferencia entre energía cinética y potencial, integrada en el tiempo», significara eso lo que significara. Cálculo para nosotros; elemental para ellos.
A la inversa, para definir atributos que los humanos consideraban fundamentales, como la velocidad, los heptápodos empleaban matemáticas que eran, según me aseguró Gary, «totalmente bizarras». Los físicos fueron capaces de demostrar al final la equivalencia de las matemáticas heptápodas y humanas; aunque sus acercamientos eran casi contrarios, ambos eran sistemas para describir el mismo universo físico.
Intenté seguir algunas de las ecuaciones que los físicos estaban encontrando, pero no lo conseguí. No podía captar realmente el significado de los atributos físicos como «acción»; no podía reflexionar con suficiente confianza sobre el significado de considerar fundamental ese atributo. Aun así, intenté pensar en preguntas formuladas en términos que me eran más familiares: ¿qué clase de visión del mundo tenían los heptápodos, de forma que consideraban el principio de Fermat como la explicación más sencilla de la refracción de la luz? ¿Qué clase de percepción hacía que un mínimo o un máximo fuera instantáneamente evidente para ellos?

Tus ojos serán azules como los de tu padre, no marrón barro como los míos. Los chicos mirarán esos ojos como yo miré los de tu padre, sorprendidos y encantados, como yo estuve y lo estoy, de encontrarlos combinados con el pelo moreno. Tendrás muchos pretendientes.
Recuerdo cuando tienes quince años, volviendo a casa después de un fin de semana en casa de tu padre, incrédula por el interrogatorio al que te habrá sometido respecto al chico con el que estás saliendo. Te repantigarás en el sofá, contándome el último disparate de tu padre:
—¿Sabes lo que me dijo? Dijo: «Sé cómo son los adolescentes». —Ojos en blanco de exasperación—. ¿Qué pasa, que yo no lo sé?
—No se lo tengas en cuenta —te diré—. Es un padre; no puede evitarlo. —Al haberte visto interactuar con tus amigos, no me preocuparé demasiado de que un chico se aproveche de ti; en todo caso, es más probable lo contrario. Eso es lo que me preocupará.
—Él desearía que yo fuera todavía una niña. No ha sabido cómo comportarse conmigo desde que me salieron los pechos.
—Bueno, ese desarrollo fue una sorpresa para él. Dale tiempo para que se recupere.
—¡Hace años ya, mamá! ¿Cuánto va a tardar?
—Te avisaré cuando mi padre se haya acostumbrado a los míos.

Durante una de las videoconferencias de lingüistas, Cisneros, del espejo de Massachusetts, había planteado una pregunta interesante: ¿había algún orden en particular para escribir los semagramas en una frase de heptápodo B? Estaba claro que el orden de las palabras no quería decir prácticamente nada cuando se hablaba en heptápodo A; cuando se le pedía a un heptápodo que repitiera lo que acababa de decir, usaba un orden de palabras diferente a menos que le pidiésemos específicamente que no lo hiciera. ¿Era el orden de las palabras igualmente carente de importancia al escribir el heptápodo B?

Previamente, habíamos centrado nuestra atención sólo en el aspecto que tenía una frase en heptápodo B una vez que estaba completa. Hasta donde podíamos ver, no había un orden preferido cuando se leían los semagramas de una frase; se podía empezar en casi cualquier punto del ovillo, y seguir las cláusulas que se ramificaban hasta haber leído la cosa entera. Pero eso era la lectura. ¿Era la escritura igual?
Durante mi siguiente sesión con Aleteo y Pedorreta les pregunté si, en lugar de enseñarme un semagrama sólo una vez estaba completo, podían enseñármelo mientras lo escribían. Se habían mostrado conformes. Inserté la cinta de video de la sesión en el reproductor, y consulté en mi ordenador la trascripción.

Escogí una de las frases más largas de la conversación. Lo que Aleteo había señalado como el planeta de los heptápodos tenía dos lunas, una mucho mayor que la otra; los tres componentes fundamentales de la atmósfera del planeta eran nitrógeno, argón y oxígeno; y quince veintiochoavas partes de la superficie del planeta estaban cubiertas de agua. Las primeras palabras de la frase hablada se traducían literalmente como «diferencia-de-tamaño orbitador-rocoso orbitadores-rocosos relación-de-primario-a-secundario».
Luego rebobiné la cinta hasta que la marca de tiempo coincidió con la de la trascripción. Comencé a ver la cinta, observando la red de semagramas que tejían con seda de araña hecha de tinta. Lo rebobiné y vi varias veces.
Finalmente congelé la imagen justo después de que hicieran el primer trazo y antes de que comenzasen el segundo; lo único que se veía en pantalla era una sola línea sinuosa.

Comparando el trazo inicial con la frase completa, me di cuenta de que el trazo participaba en varias cláusulas diferentes del mensaje. Comenzaba en el semagrama de «oxígeno», cumpliendo la función de determinante que lo diferenciaba de otros diversos elementos; luego bajaba para convertirse en el morfema de comparación en la descripción del tamaño de las dos lunas; y por último trazaba un arco para convertirse en la espina dorsal del semagrama para «océano». Sin embargo, este trazo era una sola línea continua, y era el primero que escribió Aleteo. Eso significaba que el heptápodo tenía que saber cómo sería la frase entera antes de poder escribir el primer trazo.

Los otros trazos de la frase también atravesaban varias cláusulas, volviéndolas tan interconectadas que ninguna podía eliminarse sin rehacer la frase entera. Los heptápodos no escribían una frase semagrama a semagrama; la construían con trazos independientes de los semagramas individuales. Yo había visto antes un grado semejante de integración de diseños caligráficos, en especial los que empleaban el alfabeto árabe. Pero esos diseños habían requerido una cuidadosa planificación por parte de calígrafos expertos. Nadie podía escribir un diseño tan complejo a la velocidad necesaria para mantener una conversación. Al menos, nadie humano.

Hay un chiste que oí contar una vez a una humorista. Dice así: «No sé si estoy lista para tener hijos. Le pregunté a una amiga que los tiene: ‘Imagina que tengo hijos. ¿Qué probabilidad hay de que al hacerse mayores me echen la culpa de todo lo que no funciona en su vida?’. Ella se rió y me dijo: ‘¿Probabilidad?’».
Ése es mi chiste favorito.

Gary yo estábamos en un pequeño restaurante chino, uno de los lugares de la zona que nos habíamos acostumbrado a frecuentar para huir del campamento. Estábamos comiendo los aperitivos: empanadillas, con olor a carne de cerdo y aceite de sésamo. Mis favoritos.
Mojé uno en la salsa de soja y vinagre.
—¿Cómo te va con las prácticas de heptápodo B? —pregunté.
Gary miró de soslayo al techo. Intenté mirarle a los ojos, pero no dejaba de moverlos.
—Las has abandonado, ¿verdad? —dije—. Ya ni siquiera lo intentas.
Adoptó una maravillosa expresión de vergüenza.
—Lo que pasa es que no se me dan bien los idiomas —confesó—. Pensé que aprender heptápodo B sería más parecido a aprender matemáticas que a intentar hablar otro idioma, pero no es así. Es demasiado extraño para mí.
—Te ayudaría a hablar de física con ellos.
—Probablemente, pero desde que hicimos nuestro gran avance, me las puedo arreglar con sólo unas pocas frases.
—Supongo que eso es justo —suspiré—. Tengo que admitir que he renunciado a intentar aprender sus matemáticas.
—¿Así que estamos en paz?
—Estamos en paz. —Bebí un poco de té—. Aunque quería preguntarte por el principio de Fermat. Hay algo que me parece raro, pero no puedo precisarlo. Lo que pasa es que no suena como una ley física.
Una chispa apareció en los ojos de Gary.
—Apuesto a que sé a qué te refieres. —Cortó una empanadilla en dos con sus palillos—. Estás acostumbrada a pensar en la refracción en términos de causa y efecto: alcanzar la superficie del agua es la causa, y el cambio de dirección es el efecto. Pero el principio de Fermat suena raro porque describe el comportamiento de la luz en términos orientados a objetivos. Suena como un mandamiento dirigido a un rayo de luz: «Minimizarás o maximizarás el tiempo que tardes en llegar a tu destino».
Pensé en ello.
—Continúa.
—Es un viejo problema de filosofía de la física. La gente ha estado hablando sobre él desde que Fermat lo formuló en el siglo XVI; Planck escribió libros enteros sobre él. La cuestión es que, aunque la formulación habitual de las leyes físicas es causal, un principio variacional como el de Fermat es intencionado, casi teleológico.
—Hmm, es una forma interesante de expresarlo. Déjame pensarlo un momento. —Saqué un rotulador y, sobre mi servilleta de papel, dibujé una copia del diagrama que Gary había trazado en mi pizarra—. De acuerdo —dije, pensando en voz alta—, digamos que el objetivo de un rayo de luz es tomar el camino más rápido. ¿Cómo lo consigue la luz?
—Bueno, si puedo hablar haciendo una proyección antropomórfica, la luz tiene que examinar los caminos posibles y calcular cuánto tardará con cada uno. —Tomó la última empanadilla de la bandeja.
—Y para hacer eso —continué—, el rayo de luz tiene que saber exactamente dónde está su destino. Si el destino estuviera en otro lugar, el camino más rápido sería diferente.
Gary volvió a asentir.
—Eso es; la idea de un «camino más rápido» no tiene sentido a menos que se especifique el destino. Y calcular cuánto se tarda por un camino dado también requiere información sobre lo que hay en ese camino, como por ejemplo, dónde está la superficie del agua.
Yo seguía mirando fijamente el diagrama de la servilleta.
—Y el rayo de luz tiene que saber todo eso de antemano, antes de empezar a moverse, ¿verdad?
—Por así decirlo —dijo Gary—. La luz no puede empezar a viajar en cualquier dirección y hacer rectificaciones más tarde, porque el camino resultante de ese comportamiento no sería el más rápido posible. La luz tiene que hacer todos sus cálculos al principio de todo.
Pensé para mí: el rayo de luz tiene que saber dónde acabará antes de poder elegir la dirección en la que empezará a moverse. Supe a qué me recordaba eso. Levanté la vista hacia Gary.
—Eso era lo que me estaba molestando.

Recuerdo cuando tienes catorce años. Saldrás de tu dormitorio con un cuaderno electrónico cubierto de graffiti en la mano, trabajando en una redacción para el colegio.
—Mamá, ¿cómo se llama la situación en que ambas partes pueden ganar?
Yo levantaré la vista de mi ordenador y del artículo que estaré escribiendo.
—¿Qué, algo como una situación mutuamente beneficiosa?
—Hay una palabra técnica para ella, un término matemático. ¿Te acuerdas de la vez que vino papá y se puso a hablar de la bolsa? Entonces la usó.
—Hmm, me suena de algo, pero no puedo recordar cómo la llamó.
—Tengo que saberlo. Quiero usar esa expresión en mi redacción de sociales. Ni siquiera puedo buscar información sobre ella a menos que sepa cómo se llama.
—Lo siento, yo tampoco lo sé. ¿Por qué no llamas a tu padre?
A juzgar por tu expresión, ése es un esfuerzo mayor del que quieres hacer. En ese momento, tu padre y tú no os llevaréis demasiado bien.
—¿Puedes llamar a papá y preguntarle? Pero no le digas que es para mí.
—Creo que le puedes llamar tú misma.
Echarás humo.
—Por Dios, mamá, nunca consigo que me ayudéis con la tarea desde que papá y tú os separasteis.
Es increíble la variedad de situaciones en que puedes mencionar el divorcio.
—Yo te he ayudado otras veces con la tarea.
—Hace un millón de años, mamá.
Hago como que no he escuchado.
—Te ayudaría con esto si pudiera, pero no me acuerdo de cómo se llama.
Te irás a tu dormitorio con una rabieta.

Practicaba el heptápodo B a cada oportunidad, tanto con los otros lingüistas como sola. La novedad de leer un lenguaje semasiográfico lo hacía más atractivo que el heptápodo A, y mis avances en escritura me emocionaban. Con el tiempo, las frases que escribía se fueron haciendo más bellas, más cohesivas. Había alcanzado el punto en el que funcionaba mejor si no pensaba mucho en ello. En lugar de intentar diseñar cuidadosamente una frase antes de escribir, podía simplemente empezar a escribir trazos al instante; mis trazos iniciales casi siempre resultaban ser compatibles con una representación elegante de lo que estaba intentando decir.
Estaba desarrollando una habilidad como la que tenían los heptápodos.

Más interesante era el hecho de que el heptápodo B estaba cambiando mi forma de pensar. Para mí, pensar significaba típicamente hablar con una voz interior; como decimos en mi profesión, mis pensamientos estaban codificados fonológicamente. Mi voz interna hablaba normalmente en inglés, pero eso no era imprescindible. El verano después de mi último año de instituto asistí a un programa de inmersión total para aprender ruso; al final del verano, estaba pensando e incluso soñando en ruso. Pero siempre era ruso hablado. Diferente idioma, misma forma: una voz hablando silenciosamente en voz alta.

La idea de pensar de forma lingüística pero no fonológica siempre me había intrigado. Tenía un amigo que era hijo de padres sordos; creció usando el Lenguaje de Signos Americano, y me decía que a veces pensaba en LSA en lugar de en inglés. Yo me preguntaba cómo sería que los pensamientos de uno estuvieran codificados manualmente, razonar usando unas manos interiores en lugar de una voz interior.
Con el heptápodo B, estaba experimentando algo igual de ajeno: mis pensamientos se estaban codificando gráficamente. Había momentos como de trance durante el día cuando mis pensamientos no se expresaban con mi voz interna; en su lugar, veía semagramas con el ojo de mi mente, brotando como escarcha en una ventana.

Al adquirir mayor fluidez, los diseños semagráficos fueron apareciendo completamente formados, articulando incluso ideas complejas a la vez. Pero mi ritmo de pensamiento no era más rápido en consecuencia. En lugar de apresurarse hacia delante, mi mente colgaba en equilibro sobre la simetría que subyacía a los semagramas.

Los semagramas parecían ser algo más que lenguaje; eran casi como mandalas. Me sorprendía en estado meditativo, contemplando la forma en que las premisas y las conclusiones eran intercambiables. No había una dirección inherente en la forma en que se conectaban las proposiciones, no había «hilo del pensamiento» que siguiera un camino en particular; todos los componentes del acto de razonar eran igualmente potentes, todos tenían idéntica importancia.

Un representante del Departamento de Estado llamado Hossner estaba encargado de informar a los científicos estadounidenses de nuestras intenciones respecto a los heptápodos. Estábamos en la sala de videoconferencia, escuchando su charla. Nuestro micrófono estaba desconectado, así que Gary y yo podíamos hacer comentarios sin interrumpir a Hossner. Mientras escuchábamos, me preocupaba que Gary pudiera hacerse daño en la vista, de lo mucho que ponía los ojos en blanco.
—Deben de tener una razón para venir hasta aquí —decía el diplomático, con la voz distorsionada por los altavoces—. No parece que su razón fuera la conquista, gracias a Dios. Pero si ésa no es la razón, ¿cuál es? ¿Son exploradores? ¿Antropólogos? ¿Misioneros? Sean cuales sean sus motivos, tiene que haber algo que podamos ofrecerles. Quizá los derechos de minería sobre nuestro sistema solar. Quizá información sobre nosotros mismos. Quizá el derecho a dirigir sermones a nuestra población. Pero podemos estar seguros de que hay algo.

»Mi argumento es el siguiente: su motivo puede ser diferente al comercio, pero eso no quiere decir que no podamos comerciar. Sólo tenemos que saber por qué están aquí, y qué tenemos que ellos deseen. Una vez que tengamos esa información, podemos empezar las negociaciones comerciales.
»Tengo que subrayar que nuestra relación con los heptápodos no necesita ser de antagonistas. Ésta no es una situación en la que toda ganancia por su parte supone una pérdida por la nuestra, o viceversa. Si nos comportamos correctamente, tanto nosotros como los heptápodos resultaremos beneficiados.
—¿O sea, un juego de suma no cero? —dijo Gary, afectando incredulidad—. Santo Cielo.
—Un juego de suma no cero.
—¿Cómo? —te darás la vuelta, volviendo de tu habitación.
—Cuando ambas partes ganan: me acabo de acordar, se llama un juego de suma no cero.
—¡Eso es! —dirás, anotándolo en tu cuaderno—. ¡Gracias, mamá!
—Supongo que después de todo sí que lo sabía —diré—. Todos esos años con tu padre, algo debe de habérseme pegado.
—Sabía que lo sabrías —dirás. Me darás un abrazo repentino y breve, y tu pelo olerá a manzanas—. Eres la mejor.
—¿Louise?
—¿Hmm? Lo siento, estaba distraída. ¿Qué decías?
—Decía que qué piensas de este señor Hossner.
—Prefiero no pensar.
—Eso ya lo he intentado yo: ignorar al gobierno, a ver si desaparece. No lo ha hecho.
Para probar la afirmación de Gary, Hossner seguía diciendo tonterías.
—Su tarea más inmediata es pensar en lo que hayan aprendido. Busquen cualquier cosa que pueda sernos de ayuda. ¿Ha habido alguna indicación de lo que quieren los heptápodos? ¿O de lo que valoran?
—Mecachis, nunca se nos pasó por la cabeza buscar esas cosas —dije—. Nos pondremos a ello enseguida, señor.
—Lo triste es que eso es justo lo que tendremos que hacer —dijo Gary.
—¿Alguna pregunta? —preguntó Hossner.
Burghart, el lingüista del espejo de Fort Worth, alzó la voz.
—Hemos hecho esas preguntas a los heptápodos muchas veces. Sostienen que están aquí para observar, y sostienen que la información no está sujeta a comercio.
—Eso querrían que pensásemos —dijo Hossner—. Pero piénselo: ¿cómo puede ser cierto? Sé que los heptápodos han dejado de hablarnos alguna vez durante cortos periodos. Eso puede ser una maniobra táctica por su parte. Si nosotros dejásemos de hablar mañana con ellos…
—Despiértame si dice algo interesante —dijo Gary.
—Yo iba a pedirte que hicieras lo mismo por mí.

El día en que Gary me explicó el principio de Fermat, mencionó que casi todas las leyes físicas podían expresarse como principios variacionales. Sin embargo, cuando los humanos pensaban en las leyes físicas, preferían trabajar con ellas bajo su formulación causal. Eso era fácil de entender: los atributos físicos que eran intuitivos para los humanos, como la energía cinética o la aceleración, eran todos propiedades de un objeto en un momento determinado del tiempo. Y esto conducía a una interpretación cronológica, causal, de los acontecimientos: cada momento viene del anterior, las causas y los efectos crean una reacción en cadena que viene del pasado hacia el futuro.

Por contra, los atributos físicos que eran intuitivos para los heptápodos, como «acción» o esas otras cosas definidas mediante integrales, tenían sentido sólo con el transcurso de un periodo de tiempo. Y esto conducía a una interpretación ideológica de los acontecimientos: al ver los acontecimientos a lo largo de un periodo de tiempo, se reconocía que había un requisito que tenía que ser satisfecho, un objetivo a minimizar o maximizar. Y uno debía conocer los estados inicial y final para conseguir ese objetivo; debía tener conocimiento de los efectos antes de que pudieran producirse las causas.
Eso también estaba comenzando a entenderlo.
—¿Por qué? —preguntarás de nuevo. Tendrás tres años.
—Porque es hora de irse a la cama —te diré de nuevo. Habremos conseguido llegar hasta el punto de bañarte y ponerte el pijama, pero no más lejos.
—Pero si no tengo sueño —gemirás. Estarás junto a la estantería, cogiendo un video que quieres ver: tu más reciente táctica dilatoria para no tener que irte al dormitorio.
—No importa: aun asi, tienes que irte a la cama.
—Pero ¿por qué?
—Porque soy la madre y lo digo yo.
Realmente voy a decir eso, ¿verdad? Dios mío, que alguien me pegue un tiro, por favor.
Te cogeré y te llevaré bajo el brazo hasta la cama, contigo llorando lastimosamente todo el rato, pero mi única preocupación será mi propia alteración. Todos esos juramentos hechos en la infancia de que daría respuestas razonables cuando fuera madre, que trataría a mi hijo como una persona inteligente y razonable, todos se quedan en nada: voy a convertirme en mi madre. Puedo combatirlo cuanto quiera, pero no habrá forma de detener mi descenso por esa larga y horrible cuesta.

¿Era realmente posible conocer el futuro? No sencillamente adivinarlo. ¿Era posible saber lo que iba a pasar, con absoluta certidumbre y con detalle? Gary me había dicho que las leyes fundamentales de la física eran simétricas en el tiempo, que no había una diferencia física entre el pasado y el futuro. Dado eso, alguien podría decir «sí, en teoría». Pero hablando más en concreto, la mayoría respondería que no, a causa del libre albedrío.
Me gustaba imaginarme esa objeción como una fábula de Borges: pensad en una persona situada ante el Libro del tiempo, la crónica que recoge cada hecho, pasado y futuro. Aunque el texto ha sido reducido respecto al publicado en la edición grande, el volumen es enorme. Con una lupa en la mano, hojea las páginas finas como pañuelos desechables hasta que localiza la historia de su vida. Encuentra el pasaje que describe cómo hojea el Libro del tiempo, y salta a la siguiente columna, donde se detalla lo que estará haciendo más tarde ese mismo día: con la información que ha leído en el Libro, apostará cien dólares al caballo de carretas A la Porra con Todo y ganará veinte veces esa cantidad.
El pensamiento de hacer justo eso le había pasado por la cabeza, pero siendo una persona contestataria, ahora decide prescindir de cualquier apuesta en las carreras.

Ahí está la cuestión. El Libro del tiempo no puede estar equivocado; esta imagen se basa en la premisa de que una persona obtiene conocimiento del futuro real, no de un futuro posible. Si esto fuera un mito griego, las circunstancias conspirarían para que realizase su destino a pesar de sus esfuerzos, pero las profecías de los mitos eran notoriamente vagas; el Libro del tiempo es muy específico, y no hay forma de que puedan obligarla a apostar por un caballo de carreras de la forma en que está escrito. El resultado es una contradicción: el Libro del tiempo debe ser correcto, por definición; sin embargo, por mucho que el Libro diga que ella hará una cosa, puede elegir hacer lo contrario. ¿Cómo pueden reconciliarse estos dos hechos?
No pueden serlo, era la respuesta habitual. Un volumen como el Libro del tiempo es una imposibilidad lógica, precisamente porque su existencia provocaría la contradicción anteriormente citada. O, para ser generosos, algunos podían decir que el Libro del tiempo podría existir, mientras no fuera accesible a los lectores: ese volumen se encuentra en una biblioteca especial, y nadie tiene la tarjeta adecuada para entrar en ella.
La existencia del libre albedrío quería decir que no podíamos conocer el futuro. Y sabíamos que el libre albedrío existía porque teníamos una experiencia directa de él. La volición es parte intrínseca de la consciencia.
¿O no lo era? ¿Y si la experiencia de conocer el futuro cambiase a una persona? ¿Y si evocase una sensación de urgencia, una sensación de obligación de actuar exactamente como sabía que debía hacerlo?
Me paré ante el despacho de Gary antes de marcharme.
—Abandono. ¿Querías ir a comer algo?
—Claro, espera un momento —dijo. Apagó el ordenador y juntó algunos papeles. Luego levantó la vista hacia mí—. Eh, ¿quieres venir a cenar a mi casa esta noche? Cocino yo.
Le miré dubitativa.
—¿Sabes cocinar?
—Sólo una receta —admitió—. Pero es buena.
—Claro —dije—. Cuenta conmigo.
—Estupendo. Sólo tenemos que ir a comprar los ingredientes.
—No querría que te tomases la molestia…
—Hay un mercado de camino a mi casa. No tardaremos nada.
Fuimos en coches distintos, conmigo siguiéndole. Casi le perdí cuando giró repentinamente para entrar en un aparcamiento. Era un mercado sofisticado, no muy grande, pero caro; altos jarros rellenos de comida importada se codeaban con utensilios especializados en las baldas de acero inoxidable de la tienda.
Acompañé a Gary mientras cogía albahaca, tomates, ajo, linguini.
—Hay una pescadería al lado; allí podemos comprar almejas —dijo.
—Suena bien. —Pasamos por la sección de utensilios de cocina. Mi mirada vagó por los estantes (molinillos de pimienta, ralladores de ajo, tenacillas de ensalada) y se detuvo en una ensaladera de madera.

Cuando tengas tres años, tirarás de un paño de cocina que estará sobre la mesa de la cocina y te volcarás esa ensaladera encima. Yo intentaré atraparla, pero no lo conseguiré. El borde de la ensaladera te hará un corte en la parte superior de la frente al que habrá que poner un solo punto. Tu padre y yo te abrazaremos, mientras sollozas manchada con salsa César, esperando durante horas en la sala de urgencias.
Alargué la mano y cogí la ensaladera de la balda. El movimiento no me pareció algo que me viera forzada a hacer. Al contrario, pareció tan urgente como mi prisa por coger la ensaladera cuando caiga sobre ti: un instinto que parece correcto seguir.
—Me vendría bien una ensaladera como ésta.
Gary miró la ensaladera y asintió con aprobación.
—¿Ves? ¿A que ha sido una buena idea que tuviera que pasar por el mercado?
—Sí que lo fue. —Nos ponemos a la cola para pagar la compra.

Pensad en la frase «El conejo está listo para comer». Interpretad que «conejo» es el objeto de «comer», y la frase era el anuncio de que la cena estaría servida enseguida. Interpretad que «conejo» es el sujeto de «comer», y es una indicación, como la que una niña pequeña podría decir a su madre para que abra una bolsa de alimento para conejos de Purina. Dos expresiones muy diferentes; de hecho, probablemente eran mutuamente excluyentes en el mismo hogar. Sin embargo, ambas eran interpretaciones válidas; sólo el contexto podría determinar qué significaba la frase.
Pensad en el fenómeno de que la luz toque el agua en un ángulo dado, y viaje a través de ella en un ángulo diferente. Explicadlo diciendo que una diferencia en el índice de refracción provocó que la luz cambiase de dirección, y se ve el mundo como lo veían los humanos. Explicadlo diciendo que la luz minimizó el tiempo que necesitaba para viajar hasta su destino, y se ve el mundo como lo veían los heptápodos. Dos interpretaciones muy distintas.

El universo físico era un lenguaje con una gramática perfectamente ambigua. Cualquier hecho físico era una expresión que podía ser interpretada de dos formas completamente distintas, una causal y la otra teleológica, ambas válidas, ninguna descalificable por mucho contexto del que dispongamos.
Cuando los antepasados de los humanos y los heptápodos adquirieron la chispa de la consciencia, percibieron el mismo mundo físico, pero interpretaron sus percepciones de forma diferente; las visiones del mundo que surgieron de allí fueron el producto final de esa divergencia. Los humanos habían desarrollado un modo de consciencia secuencial, mientras que los heptápodos habían desarrollado un modo de consciencia simultáneo.

Nosotros experimentábamos los acontecimientos en un orden, y percibíamos la relación entre ellos como causa y efecto. Ellos experimentaban todos los acontecimientos a la vez, y percibían una intención que los subyacía a todos. Una intención minimizadora y maximizadora.

Tengo un sueño recurrente sobre tu muerte. En el sueño, yo soy la que está escalando —yo, ¿puedes creerlo?— y tú tienes tres años, y vas en una especie de mochila que llevo puesta. Estamos a apenas unos metros de una cornisa donde podemos descansar, y tú no quieres esperar hasta que yo haya llegado a ella. Comienzas a salirte de la mochila; te ordeno que pares, pero por supuesto no me haces caso. Siento tu peso cambiando de un lado a otro de la mochila mientras sales de ella; luego siento tu pie izquierdo sobre mi hombro, y luego el derecho. Te estoy gritando, pero no puedo soltar ninguna mano para cogerte. Puedo ver las rayas ondulantes de las suelas de tus zapatillas mientras escalas, y luego veo una piedra que se desliza bajo una de ellas. Caes ante mí, y yo no puedo mover ni un músculo. Miro hacia abajo y veo cómo te achicas en la distancia a mis pies.
Entonces, de repente, estoy en el depósito de cadáveres. Un asistente levanta la sábana de tu cara, y veo que tienes veinticinco años.
—¿Estás bien?
Estaba incorporada en la cama; había despertado a Gary con mis movimientos.
—Sí. Sólo estaba sorprendida; por un momento no recordaba dónde estaba.
—La próxima vez podemos dormir en tu casa —dijo medio dormido.
Le besé.
—No te preocupes; tu casa está bien. —Nos arrebujamos, con mi espalda contra su pecho, y nos volvimos a dormir.
Cuando tengas tres años y estemos subiendo un tramo de escaleras empinado y en espiral, te agarraré de la mano muy, muy fuerte. Tú la apartarás.
—Puedo hacerlo sola —insistirás, y luego te alejarás de mí para demostrarlo, y yo recordaré ese sueño.
Repetiremos esa escena incontables veces durante tu infancia. Casi puedo creer que, dada tu naturaleza contestataria, mi intento de protegerte será lo que creará tu gusto por la escalada: primero las barras del recreo, luego los árboles del cinturón verde que rodea el barrio, y por último precipicios en parques nacionales.

Terminé la última raíz de la frase, dejé la tiza y me senté en el sillón de mi despacho. Me recosté y contemplé la frase gigante en heptápodo B que había escrito, que cubría la pizarra entera. Incluía varias cláusulas complejas, y había conseguido integrarlas todas de forma bastante elegante.
Mirando una frase como ésta, entendía por qué los heptápodos habían desarrollado un sistema semasiográfico de escritura como el heptápodo B; era más adecuado para una especie con un modo de consciencia simultáneo. Para ellos, el habla era un cuello de botella porque exigía que una palabra fuera detrás de otra secuencialmente. Con la escritura, por otra parte, todas las marcas sobre una página eran visibles simultáneamente.
¿Por qué constreñir la escritura con una camisa de fuerza glotográfica, forzándola a ser tan secuencial como el habla? Ellos nunca pensarían así. La escritura semasiográfica aprovechaba naturalmente la bidimensionalidad de la página; en lugar de repartir parcamente los morfemas uno a uno, ofrecía una página entera cubierta de ellos de un solo golpe.

Y ahora que el heptápodo B me había introducido en un modo de consciencia simultáneo, entendía la razón tras la gramática del heptápodo A: lo que para mi mente secuencial había parecido innecesariamente rebuscado, ahora estaba claro que era un intento de obtener cierta flexibilidad dentro de los límites del habla secuencial. En consecuencia, podía usar heptápodo A con más facilidad, aunque seguía siendo un mal sustituto del heptápodo B.

Llamaron a la puerta, y luego Gary asomó la cabeza.
—El coronel Weber está a punto de llegar.
—Vale. —Hice una mueca. Weber venía a participar en una sesión con Aleteo y Pedorreta; yo debía hacer de traductor, un trabajo para el que no estaba educada y que odiaba.
Gary entró y cerró la puerta. Me levantó de la silla y me besó.
Sonreí.
—¿Estás intentando darme ánimos antes de que llegue?
—No, estoy intentando darme ánimos a mí.
—No tenías ningún interés en hablar con los heptápodos, ¿verdad? Entraste en este proyecto sólo para llevarme a la cama.
—Ah, no tengo secretos para ti.
Le miré a los ojos.
—Más vale que lo creas —dije.

Recuerdo cuando tendrás un mes, y yo saldré a tropezones de la cama para darte el pecho a las dos de la mañana. Tu cuarto tendrá ese «olor a bebé» de crema para las rozaduras y polvo de talco, con un leve toque de amoniaco procedente del cubo de pañales de la esquina. Me inclinaré sobre tu cuna, sacaré tu cuerpecito berreante, y me sentaré en la mecedora para darte de mamar.

La palabra «infante» viene de la palabra latina que significa «incapaz de hablar», pero tú serás perfectamente capaz de decir una cosa: «Sufro», y lo harás incansablemente y sin dudarlo. Tengo que admirar tu absoluta dedicación a este fin; cuando llores, te convertirás en la encarnación del ultraje, cada fibra de tu cuerpo dedicada a expresar esa emoción. Es curioso: cuando estés tranquila, parecerá que emites luz, y si alguien te hiciese un retrato en ese momento, yo insistiría para que incluyese la aureola. Pero cuando no estés contenta, te convertirás en un claxon, diseñado para emitir sonido; en ese momento, un retrato de ti sería sencillamente una alarma de incendios.

En esa etapa de tu vida, no tendrás pasado ni futuro; hasta que te dé el pecho, no tendrás recuerdos de satisfacción en el pasado ni expectativa de alivio en el futuro. Cuando empieces a mamar, todo se invertirá, y todo estará bien en el mundo. Ahora es el único momento que percibirás; vivirás en tiempo presente. Por muchas razones, es un estado envidiable.

Los heptápodos no son libres ni están predestinados tal y como entendemos esos conceptos; no actúan de acuerdo con su albedrío, ni son autómatas indefensos. Lo que distingue el modo de consciencia de los heptápodos no es sólo que sus acciones coinciden con los acontecimientos de la historia; es también que sus motivos coinciden con el propósito de la historia. Actúan para crear el futuro, para realizar la cronología.
La libertad no es una ilusión; es perfectamente real en el contexto de la consciencia secuencial. En el contexto de la consciencia simultánea, la libertad no es significativa, pero tampoco lo es la coerción; es simplemente un contexto diferente, ni más ni menos válido que el otro. Es como esa famosa ilusión óptica, el dibujo que puede ser de una joven elegante, con la cara escondida al espectador, o una vieja con verrugas en la nariz, con la barbilla metida en el pecho. No hay una interpretación «correcta»; ambas son igualmente válidas. Pero no pueden verse las dos al mismo tiempo.
De igual forma, el conocimiento del futuro era incompatible con el libre albedrío. Lo que hacía posible que yo ejerciera mi libertad de elección también volvía imposible que conociera el futuro. Y al contrario, ahora que conozco el futuro, nunca actuaría contra ese futuro, incluyendo decirles a los demás lo que sé: los que conocen el futuro no hablan sobre él. Aquéllos que han leído el Libro del tiempo nunca lo admiten.

Encendí el reproductor de video y metí la cinta de una sesión del espejo de Fort Worth. Un negociador diplomático estaba discutiendo con los heptápodos de allí, con Burghart haciendo de traductor.

El negociador estaba describiendo las creencias morales de los humanos, intentando establecer las bases para el concepto de altruismo. Yo sabía que los heptápodos conocían el resultado que tendría la conversación, pero aun así participaban con entusiasmo.
Si pudiera haberle descrito esto a una persona que no lo supiera ya, ella podría preguntar: si los heptápodos ya sabían todo lo que iban a decir u oír jamás, ¿cuál era el sentido de que usasen el lenguaje? Una pregunta razonable. Pero el lenguaje no servía sólo para comunicarse: era también una forma de acción. Según la teoría de la acción oral, declaraciones como «Quedas arrestado», «Bautizo esta nave» o «Lo prometo» son performativas: el orador sólo puede realizar la acción pronunciando las palabras. Para tales actos, saber lo que se iba a decir no cambiaba nada. Todos los asistentes a una boda anticipaban las palabras «Yo os declaro marido y mujer», pero hasta que el oficiante no las dijera realmente, la ceremonia no era válida. Con un lenguaje performativo, hablar equivalía a hacer.

Para los heptápodos, todo el lenguaje era performativo. En lugar de usar el lenguaje para informar, usaban el lenguaje para realizar. Por supuesto, los heptápodos ya sabían lo que se diría en una conversación cualquiera; pero para que su conocimiento se hiciera cierto, la conversación tendría que suceder.
—Primero Rizos de Oro probó el plato de puré de Papá Oso, pero estaba lleno de coles de Bruselas, que no le gustaban nada.
Tú te reirás.
—¡No, no es así!
Estaremos sentadas juntas en el sofá, con el libro de tapa dura delgado y carísimo abierto sobre el regazo.
Yo seguiré leyendo:
—Luego Rizos de Oro probó el plato de puré de Mamá Oso, pero estaba lleno de espinacas, que tampoco le gustaban nada.
Pondrás la mano sobre la página del libro para detenerme.
—¡Tienes que leerlo bien!
—Estoy leyendo sólo lo que pone aquí —diré, toda inocente.
—No es verdad. El cuento no es así.
—Bueno, si ya conoces el cuento, ¿para qué quieres que te lo lea?
—¡Porque quiero escucharlo!
El aire acondicionado en el despacho de Weber casi compensaba el hecho de tener que hablar con él.
—Están dispuestos a aceptar una especie de intercambio —le expliqué—, pero no es comercio. Simplemente, nosotros les damos algo, y ellos nos dan algo a cambio. Ninguno le dice al otro de antemano lo que va a dar.
El coronel Weber frunció ligeramente el ceño.
—¿Quiere decir que están dispuestos a intercambiar regalos?
Yo ya sabía lo que tenía que decir.
—No deberíamos pensar en ello como si fuera «regalar». No sabemos si esta transacción tiene las mismas asociaciones para los heptápodos que tiene regalar para nosotros.
—¿Podríamos —buscó las palabras correctas— insinuarles qué tipo de regalo nos gustaría recibir?
—Ellos mismos no hacen eso para esta clase de transacción. Les pregunté si podíamos hacer una petición, y dijeron que podríamos, pero eso no hará que nos digan lo que nos van a dar. —Repentinamente recordé que una palabra semánticamente relacionada con «performativo» era «representación», que podía describir la sensación de conversar cuando ya se sabe lo que se va a decir: como representar una obra de teatro.
—Pero ¿podría hacer que fuera más probable que nos dieran lo que pidiéramos? —preguntó Weber. Él ignoraba todo sobre el libreto, pero sus respuestas coincidían exactamente con sus líneas de texto.
—No hay forma de saberlo —dije—. Lo dudo, dado que no es su costumbre.
—Si damos nuestro regalo primero, ¿influirá el valor de éste en el valor del suyo? —Él estaba improvisando, mientras que yo había ensayado cuidadosamente esta única representación.
—No —dije—. Hasta donde podemos saber, el valor de los objetos intercambiados es irrelevante.
—Ojalá mis parientes pensasen lo mismo —murmuró Gary con ironía.
Observé cómo el coronel Weber se volvía hacia Gary.
—¿Ha descubierto algo nuevo en las discusiones de física? —preguntó, justo cuando debía.
—Si se refiere a información nueva para la humanidad, no —dijo Gary—. Los heptápodos no han cambiado de rutina. Si les enseñamos algo, nos enseñan su formulación, pero no ofrecen nada y no responden a nuestras preguntas sobre sus conocimientos.
Unas palabras que eran espontáneas y comunicativas en el contexto del discurso humano se convertían en un recitado ritual cuando se contemplaban a la luz del heptápodo B.
Weber frunció el ceño.
—De acuerdo entonces, veremos qué dice el Departamento de Estado sobre esto. Quizá podamos organizar una especie de ceremonia de entrega de regalos.
Como los acontecimientos físicos, con sus interpretaciones causal y ideológica, todos los acontecimientos lingüísticos tenían dos interpretaciones posibles: como transmisión de información o como ejecución de un plan.
—Creo que es una buena idea, coronel —dije.

Era una ambigüedad invisible para la mayoría de la gente. Una broma privada; no me pidáis que os la explique.
Aunque me he convertido en una experta en heptápodo B, sé que no experimento la realidad como lo hace un heptápodo. Mi mente fue forjada con el molde de los idiomas secuenciales humanos, y por mucho que me sumerja en un idioma extraterrestre no hay manera de reformarla completamente.

Mi visión del mundo es una amalgama de humano y heptápodo.

Antes de que aprendiera a pensar en heptápodo B, mis recuerdos crecían como una columna de ceniza de cigarrillo dejada por la franja infinitesimal de combustión que era mi consciencia, que marcaba el presente secuencial. Después de aprender heptápodo B, nuevos recuerdos aparecieron como bloques gigantes, cada uno abarcando años enteros, y aunque no llegaron en orden ni aterrizaron uno junto al otro, pronto compusieron un periodo de cinco décadas. Es el periodo durante el que conozco lo suficiente el heptápodo B para pensar en él, comenzando con mis entrevistas con Aleteo y Pedorreta y terminando con mi muerte.

Habitualmente, el heptápodo B afecta sólo a mis recuerdos: mi consciencia avanza penosamente hacia delante como hacía antes, una franja brillante arrastrándose por el tiempo, pero la diferencia es que la ceniza de los recuerdos se extiende por delante además de por detrás: en realidad no hay combustión. Pero de vez en cuando tengo atisbos de consciencia regida por el heptápodo B, y experimento el pasado y el futuro al mismo tiempo; mi consciencia se convierte en una piedra de ámbar de medio siglo de longitud que arde fuera del tiempo. Percibo, durante esos atisbos, toda esa época como una simultaneidad. Es un periodo que cubre el resto de mi vida, y toda la tuya.
Escribí los semagramas de «proceso crear-punto-final inclusión-nosotros», es decir «comencemos».

Pedorreta contestó con una afirmación, y el pase de diapositivas comenzó. La segunda pantalla que ofrecieron los heptápodos comenzaba presentando una serie de imágenes, compuestas de semagramas y ecuaciones, mientras una de nuestras pantallas de video hacía lo mismo.
Éste era el segundo «intercambio de regalos» en el que yo había estado presente, el octavo en total, y sabía que sería el último. La tienda del espejo estaba repleta de gente; Burghart de Fort Worth estaba aquí, al igual que Gary y un físico nuclear, diversos biólogos, antropólogos, mandos militares y diplomáticos. Afortunadamente, habían instalado aire acondicionado para refrescar la tienda. Más tarde revisaríamos las cintas de las imágenes para averiguar en qué consistía el «regalo» de los heptápodos. Nuestro «regalo» era una presentación de las pinturas rupestres de Lascaux.
Todos nos arremolinamos en torno a la segunda pantalla de los heptápodos, intentando hacernos una idea del contenido de las imágenes mientras éstas pasaban.
—¿Estimación preliminar? —preguntó el coronel Weber.
—No es una devolución —dijo Burghart. En un intercambio previo, los heptápodos nos habían dado información sobre nosotros mismos que les habíamos contado previamente. Esto había enfurecido al Departamento de Estado, pero no teníamos motivos para considerarlo un insulto: probablemente indicaba que la idea de valor comercial realmente no se aplicaba a estos intercambios. No excluía la posibilidad de que los heptápodos pudieran ofrecernos todavía una propulsión espacial, o la fusión fría, o algún otro milagro que hiciera realidad nuestros sueños.
—Parece química inorgánica —dijo el físico nuclear, señalando una ecuación antes de que la imagen fuese sustituida por otra.
Gary asintió.
—Podría ser tecnología de materiales —dijo.
—Quizá por fin estemos consiguiendo algo —dijo el coronel Weber.
—Quiero ver más dibujos animados —susurré, en voz baja para que sólo Gary pudiera oírme, e hice pucheros como una niña. Él sonrió y me dio un codazo. En realidad, deseaba que los heptápodos nos hubieran dado otra conferencia sobre xenobiología, como en los dos intercambios anteriores; a juzgar por éstos, los humanos eran más parecidos a los heptápodos que cualquier otra especie con la que se hubieran encontrado nunca. O una conferencia más sobre historia heptápoda; ésas habían estado plagadas de absurdos lógicos aparentes, pero de todas formas eran muy interesantes. No quería que los heptápodos nos dieran nueva tecnología, porque no quería ver lo que nuestros gobiernos podrían hacer con ella.
Observé a Pedorreta mientras intercambiábamos información, buscando algún comportamiento anómalo.
Estaba de pie y apenas se movía, como era habitual; no vi ninguna indicación de lo que sucedería muy pronto.
Al cabo de un minuto, la pantalla de los heptápodos se apagó, y un minuto después, la nuestra también.
Gary y la mayoría de los demás científicos se agruparon en torno a una pequeña pantalla de video que estaba volviendo a mostrar la presentación de los heptápodos. Podía oír que hablaban de que necesitaban llamar a un físico de estado sólido.
El coronel Weber se volvió.
—Ustedes dos —dijo, señalándonos a mí y a Burghart—, acuerden la hora y el lugar del siguiente intercambio.
—Luego se unió a los demás ante la pantalla.
—Oído, cocina —dije. Le pregunté a Burghart—: ¿Haces tú los honores, o los hago yo?
Sabía que Burghart había conseguido una fluidez en heptápodo B parecida a la mía.
—Es tu espejo —dijo—. Conduces tú.
Me senté de nuevo ante el ordenador de transmisión.
—Apuesto a que nunca te imaginaste cuando estabas en la universidad que acabarías trabajando de traductor para el Ejército.
—Eso está claro —dijo—. Incluso ahora apenas puedo creerlo. —Todo lo que nos decíamos se parecía a los intercambios cuidadosamente vagos de unos espías que se encuentran en público, pero no se desenmascaran.
Escribí los semagramas de «lugar intercambio-transacción inversa inclusión-nosotros» con la modulación proyectiva.
Pedorreta escribió su respuesta. Ése era mi pie para fruncir el ceño, y para que Burghart preguntase:
—¿Qué quiere decir con eso? —Su dicción era perfecta.
Escribí una petición de clarificación; la respuesta de Pedorreta fue la misma que antes. Luego vi cómo salía de la habitación. El telón estaba a punto de bajar en este acto de nuestra representación.
El coronel Weber se acercó.
—¿Qué sucede? ¿Adónde ha ido?
—Dijo que los heptápodos van a marcharse —le dije—. No sólo él; todos ellos.
—Vuélvalo a llamar. Pregúntele qué quiere decir.
—Um, no creo que Pedorreta lleve un busca —dije.

La imagen de la habitación en el espejo desapareció tan abruptamente que mis ojos tardaron un momento en darse cuenta de lo que estaba viendo: era el otro lado de la tienda del espejo. El espejo se había vuelto completamente transparente. La conversación en torno a la pantalla se apagó.
—¿Qué cojones está pasando aquí? —dijo el coronel Weber.
Gary se acercó al espejo, y luego dio la vuelta hasta quedar del otro lado. Tocó la superficie posterior con una mano; yo podía ver los pálidos óvalos en los puntos en que las yemas de sus dedos tocaban el espejo.
—Creo —dijo— que acabamos de ver una demostración de trasmutación a distancia.
Oí el sonido de pisadas rápidas sobre hierba seca. Un soldado entró por la puerta de la tienda, corto de aliento por la carreta, con un gran walkie-talkie en la mano.
—Coronel, mensaje de…
Weber le arrebató el walkie-talkie.

Recuerdo cómo será mirarte cuando tengas sólo un día. Tu padre se habrá ido un momento a la cafetería del hospital, y tú estarás en tu cuna, y yo me inclinaré sobre ti.
Tan poco tiempo después del parto, yo me seguiré sintiendo como una toalla escurrida. Tú parecerás incongruentemente diminuta, dado lo enorme que me sentí durante el embarazo; podría jurar que allí dentro había espacio para alguien mucho más grande y robusto que tú. Tus manos y tus pies serán largos y delgados, aún no gordezuelos. Tu cara aún estará toda roja y chupada, con los párpados hinchados y apretados, en la fase de aspecto de gnomo que antecede a la de querubín.

Pasaré un dedo por tu vientre, maravillándome de la increíble suavidad de tu piel, preguntándome si la seda rasparía tu cuerpo como si fuera arpillera. Entonces te menearás, retorciendo el cuerpo mientras estiras las piernas una detrás de otra, y yo reconoceré ese gesto porque te he sentido hacerlo dentro de mí muchas veces. Así que ése es el aspecto que tiene.

Me sentiré eufórica ante esta prueba de un lazo exclusivo madre-hija, esta certidumbre de que tú eres a quien yo llevé dentro. Incluso si nunca te hubiera visto antes, sería capaz de distinguirte de un mar de bebés. No, no es ése. No, ése tampoco es ella. Espere, ése de ahí. Sí, es ella. Es mi hija.
El último «intercambio de regalos» fue la última vez que vimos a los heptápodos. Todos a la vez, por todo el mundo, sus espejos se volvieron transparentes y sus naves salieron de la órbita. El análisis posterior de los espejos reveló que no eran más que láminas de silicio fundido completamente inertes. La información de la última sesión de intercambio describía un nuevo tipo de materiales superconductores, pero más tarde resultó que era una copia del resultado de una investigación que acababa de completarse en Japón: nada que los humanos no supieran ya.
Nunca supimos por qué se fueron los heptápodos, de la misma forma que no supimos qué los había traído hasta aquí, o por qué actuaban como lo hicieron. Mi propia nueva consciencia no me daba ese tipo de conocimiento; el comportamiento de los heptápodos era presumiblemente explicable desde un punto de vista secuencial, pero nunca encontramos esa explicación.

Me hubiera gustado experimentar más la visión del mundo heptápoda, sentir como ellos se sentían.
Entonces quizá podría sumergirme completamente en la necesidad de los acontecimientos, como deben de estar ellos, en lugar de chapotear en la orilla durante el resto de mi vida. Pero eso nunca sucederá. Seguiré practicando los lenguajes heptápodos, como lo harán los otros lingüistas de los equipos de los espejos, pero ninguno de nosotros llegará más lejos de donde llegamos cuando los heptápodos estaban aquí.
Trabajar con los heptápodos cambió mi vida. Conocí a tu padre y aprendí heptápodo B, y ambas cosas hacen posible que te conozca ahora, aquí en el patio a la luz de la luna. Con el paso del tiempo, dentro de muchos años, ya no tendré a tu padre, ni te tendré a ti. Lo único que tendré de este momento es el idioma heptápodo. Así que presto atención, y capto cada detalle.

Desde el comienzo sabía cuál era mi destino, y elegí mi camino de acuerdo con él. Pero ¿estoy viajando hacia un extremo de alegría, o de dolor? ¿Conseguiré un mínimo, o un máximo?
Estas preguntas están en mi mente cuando tu padre me pregunta:
—¿Quieres tener un hijo?
Y yo sonrío y respondo:
—Sí.
Y me separo de él, y nos tomamos de la mano mientras entramos en la casa para hacer el amor, para hacerte a ti.