
Frunce la frente. Cuando lo veo me acuerdo del gesto. Es como un perfume inesperado: el encuentro en la esquina de Rivadavia y Lafuente, la caminata de media cuadra, la escalera, la habitación… La mochila negra de él, demasiado cargada. Y los anteojos alargados y la frente crispada. Y entonces yo reclamándole que está muy serio. Y sacándole los lentes como si fuera la única receta. Después dos horas de todo lo demás.
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